Amis et lumières




Probemos a llevar un amigo bajo el brazo. No debería ser tan difícil: yo lo hago de continuo, y de hecho soy incapaz de dar un solo paso sin él. Podéis concebirlo como un oportuno faro en vuestra mano, proyectando una hambrienta lumbre sobre el camino nocturno.

Porque, de hecho, ahí fuera está oscuro. Hace frío y las hienas pastan a sus anchas. Y no todo en el desierto son buenos samaritanos. Tal vez seáis de esos espíritus indomables, romos e inflexibles como el acero, que tienen suficiente con una sola función que cumplir y no malgastan el tiempo contemplando cuestiones y puntos de vista poco prácticos. Si es así, entiendo que estas líneas no os digan nada.

Por otra parte estamos nosotros, para quienes cada día puede ser una odisea de infinitos capítulos y sensaciones. Serán residuos de una educación sentimental o consecuencias de haber nacido con el gen del cristal, pero lo cierto es que nos quebramos con facilidad. Las dotes de mando no se cuentan entre nuestras virtudes. Nos abren brechas hasta con golpes flojos, y la regeneración puede resultar una tarea lenta y delicada. Quizá alguna vez hayamos intentado cambiar, pero con ello sólo hemos logrado expandir la herida: no es nada sabio atentar contra una misma naturaleza. De modo que nos ponemos en marcha con nuestras jaquecas y nuestras palabras dóciles, y que el destino decida si nos conviene ver el oro lloviendo o caer de bruces en la jaula de los leones.

Y así es como debe ser, aunque persiste el dilema: por delante nos aguarda una terrible extensión de malas tierras y no siempre estamos seguros de poder cruzarlas. Por muy colmados que estemos de buenos compañeros, siempre habrá momentos en los que no podremos contar con ellos. Nuestros peores miedos son aquellos que no se manifiestan cuando estamos preparados: nos sorprenden desnudos. En ocasiones me siento desnudo y ni siquiera hay icebergs a proa: una fea masa de cuerpos arremolinados en el autobús, o una incómoda sucesión de ojos al cruzar el semáforo bastan para que el solemne peso me acorrale un poco más.

Por eso conviene guardar una lámpara. La humanísima necesidad de creer en un alma gemela gesta sus milagrosos frutos: recuerdo que, un día como el de hoy, paseaba con mi amigo Neil por el epicentro de la ciudad más desquiciada sin que nada nos afectara. El aire sucio resbalaba como si un caparazón cristalino nos protegiera. El mundo tenía sus gotas justas de amargura y no había razón para vivir con miedo.

Ese Neil deja hoy de ser un amigo para convertirse en abstracción. No lo tendré siempre a mi lado, pero me regala por siempre la vehemente magia de su luz. Una luz poderosa y envolvente que se deja acariciar por mi mano mientras el camino venidero se cubre con el baño de su creciente lengua dorada. Entonces deja de hacer tanto frío. Y puedo sentirme aún más reconfortado imaginándome como una luz abstracta en la mano de Neil, cuando acaso es él quien se siente desamparado y le parece que la noche durará para siempre.

3 comentarios:

nunca contentos dijo...

El gen del cristal hace que se quiebre con facilidad la seguridad de que se puede aportar a los demás aquello de lo que nos sentimos tan faltos.
Y a su vez el cristal nos permite reflejar con intensidad la luz que recibimos.

Toma la vehemente magia de su luz para no dejar de reflejarla en tu cristal cuando estés en su mano.

Déägol dijo...

"El aire sucio resbalaba como si un caparazón cristalino nos protegiera"

Alguna vez he tenido esa sensación, pero siempre ha llegado el momento en que se acaba.

Muchas veces parece que la luz reaparece, pero no es más que una extraña y efímera alucinación.

Saludos

ardid dijo...

querido lars, no puedo mas que asombrarme de que esa combinacion de vocales y silabas, de frases y parrafos, de ideas y conceptos, sean habilmente ordenados por tu punzante pluma.
lastima que para llegar hasta este rincon, sea necesario su previo conocimiento, o una gran dosis de suerte, pues en este universo las distancias y espacios son infinitos.