Arena



Entraron arrastrados por una corriente malvada, henchido aire de veleidad nocturna. Ninguno de los dos pertenecía a ese lugar: las caderas anchas apretadas, la exótica aura de dispersión que proyectaban los anticuados focos al estilo de los setenta, la ausencia de un elemento puramente femenino en el local; una sinfonía exótica para sus oídos. Aun así persistía, por efecto del magnánimo olor de la aventura y la novedad, un afán por introducirse en aquél círculo sobre el que tantos mitos desinformados se habían construido. ¿Qué buscaban estos dos temerarios en un lugar en el que se bailaban refritos de aquellos ambiguos Village People, de la pérfida Alaska, los estribillos tan simplones como exclusorios de Rafaella Carrá?
Alberto es bravucón y desvergonzado; acaba de dejar su semilla en un fugaz romance veraniego en Sevilla y opina que la sociedad reserva funciones muy desiguales a hombres y mujeres. Tomás, de la misma edad, se considera ideológicamente más tolerante que su muy querido amigo, pero todos le han oído más de una opinión exageradamente crítica acerca de su compañero de piso, que suele frecuentar estos sitios. Alberto es de los pocos que ha intuido un exceso mal disimulado en esas burlas, como si Tomás pretendiera espantar a base de complicidades con sus amigos un sentimiento aún demasiado débil como para identificarlo: hay un insecto tímido que devanea en su interior y de algún modo trata de librarse de él, pero al mismo tiempo sospecha que tarde o temprano saldrá de su pecho y le guiará por ciertas galerías que, mal que lo niegue, forman parte de un destino previsto; un lugar que le corresponde aunque no posea aún la convicción necesaria para reclamarlo.
Recuerda: todo esto, secreto. Hay una reputación que mantener, eh Tomás? El codazo de Alberto suena desubicado, hipócrita. Tomás se apoya del paso de las horas, las bebidas y el arte de la observación disimulada para confirmar la sospecha: su compañero, conocido por sus cercanos como uno de los más cándidos rompebragas de la ciudad, parece sentirse muy agusto aquí. Comparte cigarros con el resto de los chicos, les habla al oído mientras un cosquilleo apremiante crece poco a poco en él. Así, esa réplica contemporánea del Steve McQueen mujeriego y resuelto se destiñe con el telón de la noche. Es de pronto una especie de títere en blanco que dejara colorearse por los caprichos del entorno; ya no le importan los manoseos descarados, las sugestiones furtivas, oye chico, ¿tú entiendes?, ni la mirada divertida de un Tomás que quizá sea el único en quien confiaría a la hora de mostrar ese reverso inédito que está desatando en el centro de la pista de baile, junto al sofisticado rubio del gorro azulado, ¿de dónde dices que eres? No suelo venir por aquí, pero si quieres mi número de teléfono... y finalmente la silueta de un tal Alberto agoniza; la imagen sólida que con tanto empeño se esmeró en cimentar es disuelta por los haces parpadeantes del foco central, en el momento en que suena uno de los himnos del lugar y la oscuridad alterna con los destellos blancos en sucesiones relampagueantes: tan afamada por su rudo ingenio sin concesiones, la lengua pétrea se abre en flor y viaja entre destellos a un atrayente pozo: el que le ofrece el chico rubio mientras lo sostiene por la cintura.
Es más tarde, mientras reciben un desaliñado amanecer en un banco de la plaza Universidad. Aguardan a que la borrachera remita y puedan dar un par de pasos hacia la boca del metro: Chaval, eres el único que hubiera venido aquí conmigo. En verdad no ha estado mal la noche, no? Óyesme, tampoco vayas a sacar conclusiones precipitadas. A mí me gustan las mujeres, ya sabes mis historias. Qué se yo, las ondas mariquitas de por aquí me han afectado, creo que no está mal experimentar, para todo tiene que haber sitio en esta vida, ¿no? Por si acaso, ni una palabra. Tú eres uno de los tíos más abiertos de miras del universo, y coño, que tú me comprendes está más que claro, pero figúrate, ¡si los del Tano se enteraran de ésto! Así que venga esa mano, loco, diremos a todo el mundo que nos liamos con dos bolleras cachondas y en paz.
Tomás no atiende. Se concentra en esos párpados confiados y expectantes, pero no escucha.
Más tarde, en el silencio extraño que oscila entre ambos - y que Alberto malinterpreta como una aceptación de confidencia por parte de su amigo -, lanza un nervioso vistazo a su alrededor. Ese peruano con aire de agotado, esa muchacha morena que da vueltas y más vueltas sin despegarse del móvil; nadie les mira. Una hueste de taxis aventando sus espaldas. Vuelve a contemplar a su amigo, quien perfila su mejor y más orgullosa sonrisa. Inclina su cuerpo hacia adelante y posa sus labios en los de él.




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