Parábola de Ernesto


Este es Ernesto. El Ernesto de siempre. Lo sabemos todo sobre él, así que no nos hace falta enumerar demasiados datos para empezar: sus treinta y dos años, sus responsables y cariñosos padres, ambos funcionarios; su licenciatura en económicas y su presente becaría en una oficina bancaria, donde cada mañana se le recibe con una lista de anodinas y repetitivas tareas que Ernesto resuelve con impecable eficiencia. Ningún suceso o elemento anómalo ha alterado nunca la rutina de su día de trabajo y el día de hoy no es ninguna excepción. Todo transcurre igual que siempre. Nada que despunte en la mecánica felicidad que es la vida de Ernesto, aparte del hecho de que es ficticia y alegórica, claro está.

Vaya, justo ahora ha dejado de teclear. Es posible que se nos haya ido la boca al revelar que Ernesto no existe. Esa digresión ha abierto un jirón en la inestable convención narrativa y al protagonista se le ha revelado su verdadera naturaleza, lo cual es naturalmente perturbador para él y se ve obligado a interrumpir la divertidísima labor de confirmar irregularidades en facturas domiciliadas. Esto es más importante. ¿Acaba de oír bien? ¿Le están diciendo que todo cuanto tiene y le rodea es irreal? ¿Qué nada de lo que recuerda es…recuerdo? ¿Que todo lo que disfruta o detesta sólo responde a unas preferencias imaginadas por alguien? Ahora piensa qué puede hacer al respecto, sumándose a sus cavilaciones una complejidad desesperante: cualquier cosa que “pueda” hacer al respecto no será sino lo que su creador considere que “puede” hacer, lo cual elimina de raíz la simple posibilidad de que Ernesto “quiera” genuinamente hacer algo. Cumple la misma función que una marioneta y, por lo tanto, está subyugado a lo que su creador intente y el lector opine.

Mmmm. Ernesto parece muy conforme con la idea de ser esclavo de nadie. Al fin y al cabo, acaba de tomar conciencia de lo que realmente es; esa revelación debería abrir de por sí nuevos caminos, cambiar un par de cosas al menos. Colocándose el abrigo, visiblemente enfadado –pero también convencido, quiere que conste-, Ernesto se marcha por la puerta principal de la oficina, ignorando las reprimendas con que su jefe le recuerda, ante una concurrida y atónita clientela, lo imbécil que es y lo pequeña que la tiene. La tormenta de nieve que le sorprende en la calle le enfría la confianza: quizá no ha sido una buena idea desafiar al texto. El esquema previo dictaba que Ernesto debía quedarse en la oficina y conocer a la mujer que nos recuerda a todos lo bonito que es esto, o al simpático deus ex machina que le resuelve la crisis de los treinta, o al cordero loco que le pide que incendie el mundo. Pero él ya ha tomado una decisión y no va a permitir que ese “cerdo fascista”, se refiera a quien se refiera, sea dueño de su destino. No, Ernesto es un hombre nuevo. Quizá debería decir que es un nuevo hombre, un recién nacido. Se acabó el ir persiguiendo migajas literarias. Ernesto se irá ahora a casa a beberse un whiskey largo mientras ve un episodio de Boardwalk Empire, que siempre le hizo ilusión aunque le hicieran abstemio.

Bueno. Pues Ernesto llega a su mierda de casa infestada de cucarachas, en la zona de más alto índice de criminalidad de la ciudad (del mundo, ya que estamos), se sirve un whiskey sin hielo,  (sin vaso, ya que estamos) porque se ha ido la corriente y se le ha derretido todo el hielo, y se enchufaría la tele si su ridículo sueldo le permitiese ir a comprar una, ¿vale? Y no, NO puede ponerse a leer, porque la demolición del edificio cercano o la lluvia de meteoritos o quinientos martillos neumáticos están listos para intervenir. Por si lo está pensando, le aclaramos a Ernesto que tampoco tiene amigos y que es indescriptiblemente feo, tanto que probablemente le dispararían un dardo tranquilizante si se le ocurriera salir a la calle. Y pase lo que pase, se haga la magia que se haga, tampoco será feliz. Todas estas cosas cambiarían muy rápidamente si Ernesto quisiera, por casualidad, volver a la oficina y al guión previo.

Claro, esto ya es más difícil, ¿cierto? Se comprende que a Ernesto no le guste la obediencia incondicional, pero también podría verlo de otra forma. ¿Quién no ha aceptado alguna vez un inconveniente a cambio de una retribución mayor? Ernesto ha de saber que no es especial, lo que en realidad debería suponer un alivio. Las suyas son, al fin y al cabo, las mismas tribulaciones con que todos los demás individuos, ficticios o no, deben lidiar. Y sí, Ernesto, puede que todos ellos carezcan de autonomía sobre su destino e incluso su voluntad (aunque crean tenerla), pero, pero bueno, esto debe ser así. Y tú también me ayudas, porque no puedo escribir la historia que quiero sin tu colaboración. Seamos honestos sobre lo que el uno quiere del otro y actuemos de acuerdo con la lógica, ¿de acuerdo?

Ernesto está de pie en mitad de su salón. Piensa. Piensa durante un largo rato. Pasan las horas, anochece, se vuelve a oír al gato de todas las noches, etcétera. Ernesto sigue pensando.  

Finalmente se pone en marcha. Cenará, se acostará y mañana regresará a la oficina. No. No cenará, ¿por qué no cenará? Ah, acaba de recordar que tenía que hacer algo. Coge una libreta y un bolígrafo. La lista de la compra, cierto. Es la lista de la compra lo que vas a hacer, ¿cierto? ¿Era eso, Ernesto?

Ernesto sonríe y encuentra la forma de mirarme directamente a los ojos. “Veamos qué tal sienta cambiar los papeles”, dice unos segundos antes de bajar la vista al papel y empezar a escribir.

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