Más zorros



Vio el mismo sol de siempre. El horizonte libre de nubes, vencido por una aridez envolvente, pluscuamperfecta; los primeros engranajes de la base comenzaban a moverse. Un soldado americano enfilaba la escalera horizontal de la torre, el pelotón de daneses emergía de la oscuridad del búnker y daba inicio a su habitual marcha de calentamiento; ni una palabra, ni una señal de duda, como correspondía al implacable efectismo de la armada escandinava. Amanecía y la base respondía en consecuencia, pero nadie salía de ella hasta que lo hiciera él. Se plantó frente a la empalizada de acero y tiró de lo que a simple vista parecía una pincelada negra y en realidad era un tirador. Pisar la arena del exterior despertaba de inmediato un estruendo sordo, un bostezo de misterio que sólo sus sentidos percibían. Libre de murallas, rodeado de eternidad. Expuesto. El radar, silencioso por fuera, despierto por dentro, le esperaba a su izquierda.
Los cables volvían a estar rotos.
Esta vez los examinó con detenimiento. La fibra, constreñida, dejaba al descubierto los filamentos de cobre de una forma que no parecía seguir un patrón claro. La de aquellos cables era una desnudez violenta, aleatoria; un resultado muy alejado del que dejarían unas tenazas o unos alicates.
Parecían más bien mordeduras.
Se irguió y oteó el horizonte. En un páramo yermo, tan virgen e infértil como hostil e impredecible, era difícil establecer posiciones. No servían de nada los GPS si uno no se acostumbraba a reconocer marcas diminutas en el terreno. Una formación inusual de piedras aquí, un pequeño socavón allá. Quizá algún raquítico árbol sin futuro. O aquella roca al fondo, que se movía. Se movía con su cola, sus cuatro patas y su hocico. Aquél intruso.

- Tiene cojones, ¿eh? Veinte millones de euros al año en presupuesto logístico, veinte, o sea, un pastizábal, y resulta que un zorro se los ventila en dos minutos.
Había en aquella misma sala dos formas muy distintas de comprender el ejército. El comandante Mayo representaba un método moribundo, incapaz de comprender las nuevas tecnologías, las ideas modernas; el anacronismo. Él, por su parte, era la realidad; el presente. El uno estaba tan fuera de lugar como el otro. Él era joven todavía, emprendedor, con una familia, una carrera y una ambición que sólo ahora empezaban a despegar. A Mayo ya se le había acabado el combustible mucho tiempo atrás. Canoso, intransigente, cansado. Utilizaba el marco de la fotografía de su familia para esconder los habanos. Su acento de Almería restaba autoridad a todo lo que expresaba.
- Perdone si le ofendo, teniente, pero sé que usted sirvió en Inteligencia, y yo me pregunto para qué cojones queremos a Inteligencia si no nos adelantamos a los pequeños detalles. Estas cosas hay que preverlas, coño. Yo pensaba que en Afganistán no había nada, pero resulta que hay zorros. ¿Lo sabía usted?
Sobre la mesa de roble del comandante se amontonaban varias pilas desiguales de documentos. Él contaba con una pila similar en su despacho, mucho menos ostentoso e íntimo que el de su superior, pero ambas montañas de papeles respondían al mismo sistema; ese que comenzaba a perder sentido y propósito. Confusos informes de movimientos de las guerrillas, registros de la supuesta quema de plantaciones de opio, documentos que recogían recuentos de pérdidas civiles en tal o cual poblado, certificados y albaranes de material militar que jamás se emplearía. Mayo se plantó ante él; la forzada postura rígida y la elevación del mentón no disimulaban un complejo de inferioridad que el hombre dejaba relucir por encima de todo rango, galón o voz de mando perceptible.
- Teniente, quiero que hable con el médico. Con el español no; hable con el inglés. Al nuestro lo conozco y dirá que matar animales es una crueldad que hay que evitar y que esto y lo otro. Lo diría aunque estuviéramos en una guerra, que lo estamos. Puede retirarse.

Bajó de la cama a pesar del frío. La pesada chaqueta de campaña colgaba del perchero junto a la puerta. En el exterior, un diáfano espectáculo de estrellas encendía el tapiz azulado del firmamento; un azul oscuro, infinito, salpicado por el viento del desierto y el silencio sepulcral.
Se adentró en la periferia de la instalación. Reconoció el semblante agitanado de los dos albaneses de guardia, portando la banda roja en el codo, fumando tan desinteresadamente como lo era su propia participación en el conflicto, financiada por el maltrecho ejército italiano. La arena crujía bajo sus pies.
La figura yacía tumbada junto a los cables del radar. Un torso se hinchaba, se encogía a un ritmo irregular y desesperado. Encendió la linterna.
Los platos seguían en el lugar en que Sinclair los hubiera colocado la tarde anterior, pero sólo una salpicadura de grasa dejaba indicios de la carne que hubiera allí. Bajó el brazo con el que manejaba el ángulo de luz. El animal mantenía los ojos abiertos, inmóviles. La delgada lengua escapaba de entre los dientes y moría sobre la arena, flanqueada por un imperturbable riachuelo de saliva. Respiraba. Jadeaba con una insistencia tenaz, patética. De su pupila brotaba una especie de infinito, un ansia por alcanzar una luz que jamás llegaría, una extraña indiferencia animal.
Los recuerdos de la última cena de navidad, junto a su mujer y su hija recién nacida, relampaguearon por un instante.
Soltó el pestillo de la funda. Sostuvo la pistola con la mano libre.
Buscó la sien del animal, que con un tenue desplazamiento del ojo había dado muestras de reconocer la presencia del bípedo que le acompañaba. Reconocer. No comprender.
Pulsó el gatillo y el disparo liberó un eco metálico que se abrió paso a través del indistinguible yermo que caía bajo la noche. El cuerpo del animal vibró fugazmente, como la piel de un tambor al ser golpeado. Disparó una vez más. Luego apartó el arma.
Había inspirado con fuerza, recobrándose de una extraña falla en el aliento, cuando se dio cuenta de que las patitas traseras del zorro seguían agitándose.
Disparó dos veces más.

Aquella noche vinieron más zorros. Una manada enfurecida, treinta lomos dorados, hocicos dispersos en una maraña que de alguna forma se mantenía compacta, indivisible. En el vértice de la base, donde alguien había retirado ya el cadáver el antiguo integrante de la manada, un enjambre de fauces y pezuñas se aglutinaba en torno a cierto rastro invisible, cierto aroma a heces, orines, familia, que sólo la manada percibía. Los treinta pares de pezuñas agitaban frenéticamente la arena, centímetro a centímetro persistían en la recuperación de un ataúd que no existía, de un recuerdo que ya no estaba allí. Crujían los muelles del catre y el sueño rodaba sin cesar. Los animales excavaban y de pronto surgía un dedo, un tobillo humano, y dos metros más arriba, la nariz, el ojo ensangrentado, separados del organismo que un día sostuvo su vida. No importaba que fuera afgano, combatiente, alienígena: el hombre estaba bajo un manto de arena que velaba los desayunos con la familia, los besos con la mujer, las largas horas de acuclillada espera bajo las dunas del desierto, aguardando la llegada de un invasor –otro alienígena- que con un único disparo pusiera fin a una crónica que jamás se escribiría. Había un nombre, pero él nunca lo conocería. Los zorros excavaban, devoraban, aullaban por algún motivo a la ensangrentada luz de la luna. Y lo más espantoso no era comprobar cómo el subconsciente desenterraba a la vez las dos únicas vidas que se había cobrado en Afganistán y en toda su carrera. Lo terrible era que, ya en otro mundo, ya fuera del subconsciente, los cables continuaban desnudos y mordidos, expuestos a la atemporal violencia del desierto, de la realidad, esperando a que alguien viniera a repararlos.

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