Era una casa antigua de dos plantas, con un tejado en forma de pico a la vieja usanza, una escalinata de piedra frente al portón rojo y un pequeño huerto en la parte trasera. La circundaba un espeso grupo de olmos, y la hierba próxima había crecido hasta alcanzar las ventanas del primer piso. Mireya estaba convencida de que no echaríamos en falta el mar mientras viviéramos allí, pero donde ella veía redondez, yo veía tejas sueltas, desconchones en las paredes y estancias enteras por pintar. No conseguía que se me contagiara el optimismo de Mireya y prácticamente me culpaba por ello, pero la veía feliz y eso tiraba de mí. Lo importante aquellos días era que volvíamos a sentirnos dueños de nuestro destino, y empecé a creer al igual que Mireya en aquél boceto que por sí solo se convertía en logro: la flamante casita pintada, reforzada, rejuvenecida de pies a cabeza.
Fue al tercer día cuando se hizo la herida. Yo estaba en el lado opuesto del exterior de la casa; pasaba buena parte del mediodía cortando leña, pues lo más probable era que transcurrieran meses hasta que pudiéramos instalar un sistema moderno de calefacción. Cuando solté el hacha y me giré, vi al instante el reguero cayendo por el brazo izquierdo; después pude ver el desgarro en el codo. Había algo más que piel y músculo al descubierto. Mireya no parecía estar asustada como yo; no había hecho ningún ruido, no había dibujado ninguna mueca de dolor. Con la boca semiabierta y la mirada consternada, parecía haber descubierto que podía sangrar. Lo mismo sucedió cuando le vendé el brazo con cuidado: me miraba en busca de sabiduría, exigiendo –eso me transmitió su silencio- que le explicara qué iba a suceder a continuación. Esa noche se dejó hacer el amor con una docilidad que no entendí. En nuestro anterior hogar había aprendido a través del sexo que estábamos envejeciendo: el amor no se habría extinguido, pero ya nadie podría quitarle la etiqueta de ejercicio rutinario, de obligación amistosa y por lo tanto desapasionada. Aquella noche, en cambio, relajó el cuerpo como sólo recuerdo que había hecho cuando aún no éramos pareja de hecho. Luego se daría lentamente la vuelta y dormiría de espaldas a mí, dejando que la abrazara por detrás. Al principio pensé que buscaba entregarse a esa romántica sensación de seguridad; luego caí en la cuenta de que no dormía. Tenía la mirada fija en el ventanal del cuarto, aún sin cortinas, dejando que la noche límpida, salpicada de estrellas, se abriera en la estancia. Quería dormir de cara a la ventana.
La casa empezó a rendirse poco a poco. El suelo del baño en el segundo piso cedió sin más; la bañera que acabábamos de colocar se rompió en mil pedazos. Los ratones y las hormigas no supusieron ningún problema hasta que comprendimos que deseaban esa casa tanto o más que nosotros. Por recomendación de un amigo, llamamos a un restaurador suizo: el hombre lo comprobó todo con su serena meticulosidad, tomó sus medidas, hizo sus comprobaciones y terminó diciéndonos que lo mejor que podíamos hacer era renunciar y abandonar la casa. Lo dijo con bastante tacto, consciente de la situación, pero Mireya se sintió ofendida y se negó a despedirse de él. Entonces el sexo volvió a adquirir el viejo tono de rutina, y ella continuó durmiendo de cara al ventanal y de espaldas a mí.
Ocurrió que me desperté de muy mal humor. Las complicaciones con la casa, el comportamiento de Mireya y las pesadillas me llevaban a sentirme acorralado entre nuestra ilusión y una creciente necesidad de explotar. Cuando me dijo que debí haber estado con ella cuando se hizo la herida, le dije cosas de las que inmediatamente me arrepentí. Ella, por toda defensa, dijo que no tenía intención de llorar; entonces, a sus espaldas, la casa se desplomó instantánea y a la vez exquisitamente, sin provocar demasiado estruendo, sin apenas levantar polvo. Mireya y yo nos quedamos contemplando los restos en silencio, negándonos a movernos, como si el derrumbe hubiera establecido un nuevo orden en el paisaje para el que nosotros no teníamos ningún permiso para alterar. Unos minutos después decidí que colocaríamos la mesa de picnic sobre lo que quedaba del tejado. Allí comeríamos y beberíamos la última botella de vino que nos quedaba. Ninguno de los dos mencionó la discusión de la mañana, como si todo hubiera quedado enterrado bajo los restos de la casa. Mireya miraba al horizonte y de ella no me llegaba otra cosa que no fuera una palpable sensación de alivio. Yo seguía arrepentido por haber pagado mi enfado con ella, pero me sentía igualmente liberado; por haber terminado con el asunto de la casa y, sobretodo, porque presentía que ya no volvería a darme la espalda por la noche.