Teoría del movimiento

Llevo años soñando con Tailandia. Esta imagen -llámese fantasía, inquietud o deseo- me sigue resultando inexplicable. Ni siquiera sé mucho del lugar: prefiero situarme desde el principio en la ignorancia y, una vez allí, descubrir qué tienen esas tierras para ofrecerme; lo contrario supondría acudir al lugar con una visión preconcebida, lo que con toda seguridad deterioraría la experiencia.

Y es que el pensamiento occidental lleva siglos arrastrando una molesta cojera: necesitamos teorizarlo todo. La pesada herencia del siglo de las luces prosigue su labor de convertirnos en esclavos de la racionalidad. Si bien el conocimiento y la información son indispensables, no lo son menos el instinto y la experiencia. Hay que cultivar la mente tanto como se cultiva la pasión. Creo que los autoproclamados expertos en arte, por ejemplo, son a menudo incapaces de disfrutar una película o un pase de teatro como se debería, porque ya no están dispuestos a recibir la experiencia sin procesarla a través de un engorroso filtro analítico, ni someter lo visionado a un esquema crítico-estructurativo que roza el automatismo. No puedo evitar sentir algo de lástima por mí mismo cuando me descubro pensando meditando una decisión; meditando sin más, como si no pudiera entender que un pensamiento carece de valor si no va acompañado de un movimiento. Incluso la más rigurosa y detallada de las teorías termina convertida en polvo si no va sucedida por una consiguiente aplicación práctica.

Aplaudo en cambio y los valientes y aun a los imprudentes. Me maravilla la clase de individuo que no consume su tiempo pensando en el mañana, porque de este modo obtienen un valioso espacio para dedicar al ahora. En el otro extremo encontraríamos a quienes anclan su pensamiento en el ayer, lo que desafía la propia naturaleza del hombre y no logra a cambio más que un lastimero estancamiento. Adoro las historias sobre decisiones drásticas, sobre pasos arriesgados, sobre el riesgo. Crónicas como la de Henry Miller, cambiando una aburrida estabilidad en América por una odisea miserable en Europa; o como la de Juan Marsé, escribiendo novelas sabiendo perfectamente que la dictadura franquista jamás permitiría su publicación. Para estos y otros individuos, el mañana no relucía precisamente con el color del sol; sin embargo, una intensa pulsación los arrastraba a un movimiento a todas luces desaconsejable, y no dudaron en ponerse a prueba sin elaborar un esmerado -e inútil- balance de pros y de contras. Actuaron, sin más. Y "actuar" es una palabra que el hombre moderno olvida con demasiada frecuencia.

Por mi parte, y sin desechar la oportunidad que ofrece mi entorno para adquirir conocimiento e información, no pienso invertir mucho tiempo trazando círculos en torno al che será. El agua del mar, en toda su peligrosa gelidez, sienta mucho mejor con una zambullida directa. En la distancia, incontables sueños se desesperan exhalando su embriagador aroma; es inútil preguntarse si se debe o no. La posibilidad de cometer una tremenda equivocación siempre está al acecho, pero tiene pleno derecho a la satisfacción aquél que se atreva a explorar una posibilidad de futuro que, en caso contrario, habría permanecido en insípida condición de hipótesis. Así pues,

salgamos a la caza de nuestra Tailandia.



Playas de Koh Samui

Dominic



Era el tipo más encantador del mundo cuando levantaba la copa para un brindis. Mira que he visto manos manchadas de sangre, pero de ésas nunca lo hubiera dicho. El año pasado le cortamos la derecha a un tal Frankie; había violado a la hija de un banquero, y éste pedía justicia. Tendríais que haber visto esas manitas de mantequilla, suaves y lisas como el culo de un mono. Las de Vincent parecían dos peces globo hartos de comer, pero de no haberle conocido antes, nunca le habría tomado por uno de los nuestros.

Él no era de Brooklyn, pero a quién demonios iba a importarle si hablaba como un felpudo de Illinois. Pensaba con la cabeza, hablaba con la cabeza. Ya quisiera yo que todos fueran así. Cuando salíamos a pingonear por ahí para celebrar algún trabajito, siempre era el primero en agenciarse a alguna. Podía ser más feo que una iguana muerta, pero el cabrón tenía sus recursos. Y no le hacía falta que las guarras vieran cómo le colgaba la Colt del pantalón, ni dejar caer entre palabras alguna historia sobre el último tipo al que se cargó. Eso es lo que Mickey hace constantemente. Mick me pone enfermo. Es la clase de gente que confunde lo que es ganarse la vida haciendo esto. Tiene toda las papeletas para terminar pegándote un tiro por la espalda o soplándole a los maderos. Vincent no hacía nada que diera mínimo lugar a sospechas, y por eso le gustaba tanto a Pastore. Porque era una mina, el tío más discreto que jamás hubiera trabajado para él. Lo de Shadow Vinz, por cierto, fue idea mía.

Hace ya varios años, noté que los muchachos se miraban entre ellos y sacaban sonrisitas cuando a mí me daba por decir la palabra Omerta. Se daban codazos y miraban para otro lado. Hasta que Vincent me dijo: Omertá, chico. Se dice Omertá. No se reía. Permanecía serio y se encendía otro Palm Mall. Ahora me doy cuenta: el puto Vincent se equivocó de carrera. Tendría que haber sido actor. John Huston se habría meado de gusto con él.

Lo que solíamos decir era: "me dedico al procesamiento de residuos". O bien: "soy representante de la compañía Bompensiero". O, si querías ser escueto: "me dedico a los negocios". Cosas que no eran del todo ciertas sin llegar a ser mentira; ya sabéis. Sin embargo, hasta un idiota borracho las sabría soltar con más elegancia que nosotros. Entendedme: nos conocía toda la ciudad. Cualquier neoyorquino con media leche había oído hablar de Philippo Pastore, y lo normal era que tu cara apareciera en el Times al menos una o dos veces al año, así que a la mayoría se la sudaba si lo que decías colaba o no. Y si eres un hombre poderoso, si tienes para comprarte un coche nuevo cada dos meses, si no estás obligado a pagar impuestos, si no te cuesta romperle el cuello a un bastardo por faltarle al respeto a tu chica, ¿por qué ibas a callártelo? Bien, pues Vincent no pensaba así. Uno diría que toda esa discreción estaba pensada para cuidarte a ti, a toda la familia. Por eso me jodió tanto tener que volarle la cabeza.

No sé por qué la gente se empeña en no creérselo. Lo de que pasó sus últimos segundos llorando y suplicando. Todos parecemos muy únicos y especiales ahí fuera, pero cuando se trata de una bala atravesándote el cráneo es cuando se ve que todos somos iguales. Lew, tío, era escoger entre ocho años en el trullo o trabajar para ellos... esto pasó en New Jersey, me entiendes, ahí Pastore no puede hacer nada, tú conoces a Sarah, conoces a mis hijos, qué habrías hecho tú en mi lugar, bla, bla, bla. Le volamos la cabeza, le metimos en una bolsa, le tiramos al mar y luego lloramos en su entierro. Como está mandado. Puede sonar crudo y violento. Crudo y violento para alguien de la calle, claro. La gente no se da cuenta, pero todos viven bajo ciertas reglas que nunca han podido saltarse. La única diferencia entre sus reglas y las nuestras está en la persona que las escribe y aplica. Un tipo normal y corriente te dirá que el asesinato es malo porque así lo han educado; pero cuando un bastardo mata a su mujer, empezará a verlo de otro modo. Vincent, como hermano que era, bien pudo habernos matado a todos. Y conocía las reglas del juego. No tuvo nada que no se mereciera.

Yo no me quejo de lo que tengo. Las cosas me van bien con Diane; anoche decidimos que el niño se llamará Dominic. Es un bonito nombre, de origen europeo. Nos encanta a los dos. Y yo sé que a mi hijo nunca le faltará de nada, cosa que muchos tipos normales no podrían decir. Claro está que lo mantendré alejado de los negocios. Que haga ciertas cosas no significa que no sea consciente de los peligros que conlleva vivir así. Yo quiero que Dominic tenga una vida tranquila. Que sea un buen estudiante y que después lleve una vida de provecho. Un padre tiene que darlo todo por la familia.

VXII.

La ventana
deja caer el mundo.
Aire, color, acción
despiertan
con el permiso
de la cortina.

El asfalto no basta
para imponerse al ruido
ni maniatar al caos.
Pero entre franja y franja
de demencia,
serenos eslabones
mantienen viva
la esperanza.

Sé dónde se esconde
la poesía:
como un espectro
juguetón,
nos roza primero
la nuca
para existir
ante los ojos
por medio segundo
tan sólo.
Vive de la velocidad.
Aprende a cazarla.

Saltar sobre el tiempo


Sé que no es la primera vez que trato este tema; pero en esta ocasión quisiera dejar a un lado la poética, que a sumas cuentas no suele ser más que un adorno, y adentrarme un poco más en la scientia del asunto.

Un hombre regresa, ya sea de forma casual o voluntaria, al barrio en el que se crió. De esta forma está completando un círculo que todos estamos destinados a realizar, tarde o temprano: volver a lugares donde nos dejamos una parte de nosotros mismos, ver cómo nuestras anécdotas pasadas se manifiestan de nuevo en los jóvenes, comprobar que nuestros hijos han terminado por heredar los miedos y defectos que nosotros nunca superamos. He aquí una eterna concatenación de ciclos que Azorín supo describir en tan sólo cuatro palabras: "vivir es ver volver".

En cuanto a lo que supone regresar a un lugar después de muchos años, la sensación percibida podría compararse con el movimiento de la aguja de las horas. Nada parece moverse nunca, hasta que se deja de mirar. En nuestra infancia nunca nos apercibimos de la constante evolución del barrio, pero ahora que han pasado varios años, nos topamos de súbito con un sinfín de novedades. Y sin embargo, al mismo tiempo, hay algo que no parece haber cambiado. Pese a la irrupción de nuevos parques, pese a la desaparición de viejos comercios, la esencia de esas calles perdura a través de los años, y sólo nosotros, notarios ante dicha evolución pausada, reconocemos la persistencia de una inexplicable pureza. Aún más extrañamente, sentimos que nada ha cambiado en nosotros, y que ni experiencia ni conocimiento han alterado esa infancia esencial que prevalece bajo nuestra piel. Uno se planta frente al portal de lo que un día fue su hogar y cree haber realizado un salto sobre el tiempo, como si hubiera descubierto una falla en la ley de la relatividad.

Esto nos lleva, de hecho, a preguntas cuya profundidad y complejidad resultan abrumadoras, pues ¿no será que, ciertamente, hay algo en nuestro interior que jamás cambia?

Hemos dividido y estructurado el tiempo durante milenios, obteniendo la muy ingenua creencia de haberlo controlado. Pero lo cierto es que el tiempo, como fuerza y fenómeno, desafía a nuestra percepción con frecuencia, y tampoco se atañe en absoluto al ritmo al que nosotros creemos avanzar. Ante tamaña relación de relatividad y subjetividad, ¿sería descabellado afirmar, o al menos sospechar, que el tiempo es una ilusión? Lamento decir que desconozco los resultados de las numerosas investigaciones científicas realizadas en torno a esta materia. Tan sólo podría hablar del vértice humano de este asunto; lo que líricamente denominaríamos "inmortalidad del alma". Porque todo individuo distingue en su interior mecanismos que jamás envejecen; mecanismos que nos hacen amar, odiar, llorar y sonreir; pasiones que apenas varían de los diez a los setenta años de edad. Vejez y niñez comparten a menudo, aunque bajo distintas apariencias, idénticos rasgos de carácter.

Paralelamente a todo esto, hemos creado la escritura, la mecanografía, la fotografía, el celuloide y la informática para someter un poco más a las leyes del tiempo, siempre incontrolable. Los capítulos de la Biblia, los cuadros de Botticelli, los versos del Bécquer y las imágenes de Lance Armstrong pisando la luna parecen seguir su curso propio en la continuidad temporal, inamovibles ante el empuje de los siglos. Aunque el entorno ideológico y sociocultural en el que crecemos afecta irremediablemente a nuestro punto de vista, el Partenón de Atenas es aún capaz de causarnos tanto asombro o admiración como hizo hace ya casi dos mil quinientos años. Algo elemental, no mancillado, parece tender un puente entre el hombre del pasado y el contemporáneo. Tiempo y raza caminan en pasillos no siempre paralelos; y sin embargo, el tiempo parece respetar esta división más de lo que la respetamos nosotros.


Caminos

Mirando el tablón de anuncios desde abajo, deslizando las pupilas sin mover la cabeza, daba la impresión de esperar el momento en el que todos aquellos folletos y pancartas se derrumbaran sobre ella.
- Si lo tuyo son las letras, no te lo pienses más -susurró la voz, femenina y grave al mismo tiempo, tras de su oído-. Son ganas de complicarse la vida, Lauri.
Mientras permanecía quieta frente al tablón, los labios de Laura se despegaban y se cerraban contra su voluntad, sin llegar apenas a producir sonido alguno.
Ad-mi-nis-tra-ción-dem-pre-sas.
Ar-queo-lo-gí-a.
Bio-lo-giam-bien-tal.
Tengo un problema, Susi. Que si lo práctico, que si lo ideal. Que si labrarse un futuro, que si adquirir conocimientos.
Es-tu-dios-dein-glés.
Ges-tión-ae-ro-náu-ti-ca.
Una se ve hecha para Humanidades o Filosofía. Pero, ¿y luego qué? No me veo dando clases delante de treinta chiquillos que en el fondo están tan perdidos como yo.
So-cio-lo-gí-a. Len-guay-li-te-ra-tu-ra. Ar-tey-di-se-ño.
Un semicírculo de cabellos oscuros se interpuso de pronto entre sus ojos y el tablón. La intrusa se dio la vuelta, y con ella pasó de la oscuridad del cabello a la suficiencia de su mirada. De Vanessa, que había llegado de Valladolid para cursar únicamente la segunda mitad de bachiller, brotaba constantemente la sensación de estar ocultando algo atroz y peligroso que los demás desconocían por completo.
Miró de refilón a Laura con una media sonrisa que todavía parecía esconder algo más Se dio después la vuelta y agarró uno de los folletos.
- ¿Medioambientales? -espetó Susana-. Nunca lo hubiera dicho, Vane.
- Yo tampoco. Pero es una carrera, una que no me la suda del todo. Me basta para conseguir lo que quiero.
- ¿Y qué quieres?
- Marcharme -agitó una mano y se encaminó hacia la salida-. Suerte.
Su eterna camisa negra -a juego con su carácter, dijo alguien una vez- se perdió por el pasillo, y entonces Laura se embarcó de nuevo en la búsqueda de perspectivas, en el estudio de ofertas de créditos optativos, en el cálculo de notas de corte, en el descarte de ilusiones prematuras.
- ¿Y periodismo, Lauri? Con lo que lees y lo bien que escribes, sería fácil para ti.
- Nah, demasiado buenecita para eso- se oyó a la izquierda.
Andreu se colocó junto a las dos chicas, procurando que su metro ochenta y cinco y sus hombros recios se exhibieran lo más varonilmente posible. Llevaba una carpeta oscura bajo el brazo y un cigarro sobre la oreja.
- Teleco -dijo Susana a modo de saludo-. Ya me lo han dicho. ¿Cómo lo lleva pues, señor del 8'4?
- Catalán de los huevos -contestó él sin mirarla-. Habría podido llegar al 9. Tú, ¿cómo que le aconsejas tan mal a tu hermana?
- Le gusta mucho escribir. Creo que lo disfrutaría.
- Los periodistas no escriben, hacen dinero. Y cuidado con que no acabe en el ABC y le coman la cabeza. Laurita, yo te diría que Bellas Artes, si no fuera porque ahí no te comes nada si no eres un gilipollas engreído.
- Entonces nos vemos allí, Andreu-sonrió Susana.
- Claro, claro. Lo mismo te digo. Pide un buen finiquito en la pescadería- cogió su folleto-. Adéu, guapa.
Una vez alcanzó una distancia prudente, escapó aquél "gilipollas" de los labios de Susana. Fue en ese momento cuando Laura alcanzó a ponerle nombre a aquello que sentía desde hacía varios días, y que de todos modos había ido despertando y desapareciendo durante toda su vida con impredecible intermitencia. De la maraña de opciones académicas, del ineludible enredo de ofertas, consideraciones, habladurías y engaños (porque sabía que estaban ahí, agazapados tras el eficaz atractivo de los nombres de las carreras), Laura no obtenía otra cosa que no fuera un peso de hierro sobre la nuca, un latigazo empujando su espalda hasta formar un ángulo cerrado. Cerró los ojos, dejando que un aire demasiado denso abandonara su cuerpo. Sentía, una vez más, el cáncer de la inutilidad.
- Mira, Laura, yo no soy muy indicada para aconsejarte sobre esto. Ni papá, ni mamá... eres la primera que lo consigue. Ya has llegado más lejos que nosotros, joder.
Le acarició el antebrazo.
- Es como para sentirse orgullosa.
Y Laura pensó entonces en las olas reposando sobre la espalda dorada de las playas de Cádiz; pensó en el bronceado de Juanjo y en su forma de sostener la tabla de surf mientras el sol de poniente se deslizaba bajo la línea del horizonte; y en aquella intrascendencia creyó encontrar una recompensa que quedaba muy lejos que cuanta prometía aquél tablón de anuncios atestado de promesas, entelequias, pasos en falso y caídas al vacío.
Miró a su hermana, que la observaba con la mirada henchida de atención y esperanza.
- Susi -dijo al fin-. ¿Podemos irnos a casa? No me apetece estar aquí.
Susana indagó en el oscuro círculo de su pupila derecha.
- ¿No te apetece estar aquí? ¿Qué te apetece?
Su hermana pequeña apretó los labios y miró al jardín del exterior, a través de la puerta acristalada. Después miró de nuevo a Susana.
- Un helado-contestó.

El despertar del sol


Ahora que el estío empieza a tumbarse cómodamente sobre la arena, nos llega la hora de depurar el filtro de nuestra mirada. Durante este último invierno, inusualmente largo dado que la ley natural no pierde ocasión de vengarse por los abusos de la mano del hombre, todas las sensaciones del mundo nos han alcanzado veladas por el resentimiento gélido de la bruma, por el grosor plateado del granizo y las gotas de lluvia. Pero nuestra tierra es hija del Mediterráneo, e inevitablemente termina sometiéndose a él. Pronto, el bermellón y la lengua anaranjada llamean en la cúpula del mundo; la ropa se vuelve molesta y nuestra piel adquiere poco a poco el aspecto de un fruto maduro y castigado. Nuestra propia sangre también madura; se torna cálida y apetitosa, y ciertos insectos dan buena cuenta de ello. A nuestros oídos llega una atropellada comunión de lenguas extranjeras, pues para el foráneo, nuestro clima tiene el sabor del narcótico y la adicción. Ya nos hemos acostumbrado: hemos crecido en este crisol de razas del que no pocos avispados han sabido drenar su encanto para llenarse los bolsillos, revistiéndolo de exotismo y de lujuria, fotografiándolo hasta la violación, publicitándolo hasta la muerte. Ya no quedan secretos en nuestras calles, salvo el jardín en que consumimos nuestra infancia o el pequeño banquito que fuera testigo del primer beso. Así pues, ahora somos nosotros los que huimos de este inusual paraíso en cuanto podemos, tomando por objetivo una llanura nórdica, que supone la antítesis de nuestro hogar, o bien una capital latina, que no deja de ser hermana al nuestro, aunque siempre nos atraiga el pequeño decoro de la decadencia.

Solía ser mi caso, pero no será así esta vez. Este año no traicionaré al verano que hace veinticinco años me dio a la luz, aunque más tarde yo le desobedeciera con mi empeño por palidecerme la piel y enfriar todo estallido de pasión en mi cabeza. Aprovecharé la caricia del agua mediterránea para aproximarme un poco más a la sencillez y la escondida emoción de la vida, hoy que aún me siento joven, y enérgico, y afortunado, y hambriento. No me esperéis más tarde: voy a zambullirme.