Alegoría

Aquél año vendría un grupo que combinaría la interpretación musical con el guiñol; "jóvenes dinámicos, con talento, cuyo espíritu artístico encaja a la perfección con la simpatía de nuestra festividad", habría dicho el alcalde, satisfecho de verse en el cargo por octava legislatura consecutiva. Frente a la tarima de madera, apuntalada contra el muro sur de la iglesia a modo de escenario, representantes de tres y hasta cuatro generaciones distintas tomarían asiento. El niño de la gorra azul, con la piruleta encajada en la boca, balancearía las piernas preguntándose cómo sería su mundo si las tuviera lo suficientemente largas como para tocar suelo, y sus amigos seguirían tejiendo, sobre el doloroso mundo real, un fantástico tapiz que reuniría a personajes de dibujos animados, paisajes cinematográficos y escenas violentas de videojuegos. El padre le cogería la mano a su esposa y se atrevería finalmente a preguntarle si se estaba aburriendo, pues el paso por las fiestas del pueblo se habría convertido ya en una forzosa escala en la que hay que combinar el obligado agradecimiento hacia la anciana madre, que no quiere ser olvidada, y la preocupante falta de emoción en una vida que en ocasiones parece quedar estática, sin avanzar ni retroceder en dirección alguna. Esta segunda generación sería quizá la más desarraigada en el ambiente, obligada a componer un cómico nexo entre el ajetreo despreocupado de los niños y el arcaico costumbrismo de los miembros de la tercera edad. Ocuparían estos últimos las filas traseras, donde don Ramiro se empeñaría en compartir su pasión por la filatelia y doña Remedios aprovecharía una nueva ocasión para lamentar la subida de los precios, el calvario de la artritis, el sinsentido de la sociedad y su ritmo loco y frenético. Los ancianos, no obstante, se mostrarían especialmente emocionados por la llegada de los jóvenes artistas: el contexto de la función, en compañía de los compañeros de siempre, rodeados por el ocre infinito del agreste paisaje valenciano, se dibujaría en sus mentes como algo semejante a la imagen que conservan del pasado, con esa quietud y esa sencillez, con esa tranquilidad que ya no puede encontrarse en un presente que ya no les tiene en cuenta.

Varios instrumentos de naturaleza inclasificable yacerían sobre el escenario, así como las enormes torres negras -que algo tendrían que ver con la difusión sónica, sin duda-, pero ¿dónde estaba el mostrador? No podía haber guiñoles sin mostrador. Los muchachos subirían entonces al escenario y los ancianos se preguntarían cómo pueden mantenerse de una pieza con esa oscura y pesada vestimenta. Un mozo espigadísimo se plantaría en la parte frontal del escenario y levantaría dos brazos terminados en marionetas adheridas a las manos. Los muñecos mostrarían unos rostros huraños, casi deformes; una conjunción de pliegues, arrugas y dientes rotos que componen una faz cercana a lo profano, y la voz del joven desgarraría el relajado marco del panorama: "¡Dios se cae!". Entonces, como si una entidad burlona se hubiera apoderado del devenir del pueblo, resonaría vigorosamente la campana de la iglesia. El tenso "dong" dejaría su eco levitando sobre las cabezas de los asistentes y de los propios artistas, que por unos segundos parecerían dudar y mirarse entre ellos con los ojos como platos. Y es que si sus vestimentas y la propia naturaleza de su función ya resultarían ofensivas e incluso impías a ojos de una mente conservadora, no sería de mucha ayuda que el campanero de la iglesia, cumpliendo puntualmente su labor de tocar las dos de la tarde, regale al siniestro monólogo del intérprete un plus de espectacularidad con el inocente repiquetear de las campanas. El intérprete, sin embargo, debería continuar; y dando un paso adelante gritaría: "¡se cae AQUÍ MISMO!", tras lo cual vendría otro rimbombante y desafortunado gong. Algo semejante al pánico azotaría a la muchedumbre, y el alcalde, de pie tras la última fila, empezaría a buscar la forma de evitar que niños y ancianos presencien esa ceremonia tan impura como comprometedora de cara a su futura vigencia en el cargo. La música, que en sí sería una mezcla de clasicismo y modernidad, pronto daría fe del incuestionable talento de los jóvenes y suavizaría un tanto el impacto causado por el preludio, pero el incómodo silencio reinaría hasta el final, cuando el grupo abandone el escenario bajo el confuso aplauso de unas manos que se mueven más por educación que por voluntad. Algunos ancianos, incluido el alcalde, se acercarían al joven titiritero para estrecharle la mano mientras se musita algo como "felicidades, joven, ha... ha sido impresionante, no tenemos palabras", pero si bien todos habrían reconocido la monumentalidad de la actuación, nadie sabría decir una sola palabra coherente acerca del significado o el propósito de la misma. Todos estarían seguros de haber visto algo pero nadie sabría explicar exactamente el qué, y la llegada de esos jóvenes prometedores no habría servido más que para constatar el sinstentido que rige en la modernidad, en la que nada puede identificarse y mucho menos comprenderse, en la que los muchachos hablan un idioma extraño y no respetan a nada más de lo que respetan a sus propios intereses, en la que el ser humano se ha disgregado hasta conseguir que el valor de la semejanza y la familiaridad se olvide para siempre.

Y por su parte, de regreso a la ciudad, los jóvenes artistas observarían cómo la tercera edad juega a la petanca, se aglomera desapasionadamente en el inserso y contempla las obras durante horas, y se preguntarían constantemente: "¿por qué harán todo eso?".




Dedicado a Picó y a los miembros de"Títere",
responsables de un inolvidable (y fascinante) revuelo en cierta aldea valenciana.



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