La frágil piedad del alma

Una brisa de mar no es lo mismo que una brisa de mar. El amanecer que usted verá no es el mismo que yo comprenderé. Esa medusa fosforescente nunca podrá repetir sus iridiscencias. El mundo que respira ante nosotros es, en su imperfección, eternamente ambiguo. Más allá de la inquebrantable pirámide matemática, todo cuanto podemos percibir o comprender carece de explicación, de aspecto e incluso de sentido hasta que el filtro sensitivo de un ser inteligente lo depura hacia sus adentros. En ese tránsito de fuera hacia adentro, la imprecisión del exterior se convierte en el material inflamable del hambriento interior.

La belleza resulta, pues, la criatura más inocente y manipulable de la creación. La moldeamos a conciencia, la destripamos sin conciencia, y en última instancia hacemos de ella un anillo que pueda encajar en nuestro índice. Ella será digna de todo, pero nosotros no somos dignos de ella. Tiranizamos todo concepto universal para que nos escoja a nosotros, únicamente a nosotros, seres mezquinos e inseguros que no podemos vivir sin explotar todo cuanto gire a nuestro alrededor. Insaciables, perseguimos a nuestro modelo de belleza hasta aturdirlo, momento en el que ya emprendemos, sin saberlo, nuevos horizontes que nos completen.

Estimados amaneceres perfectos: desistid. Nunca podréis esconderos de mí.




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