XVI

En toda pérdida hay una lección
que rehúye al hombre,

una lábil moraleja
que despista a la conciencia.

Esa luz en la tiniebla

sólo se entiende tras conocer

el verdadero peso de la lentitud,

la lenta digestión de la derrota.

La única verdad:

el dolor bendice al espíritu,

el olvido limpia la mirada,
la distancia enriquece el sueño.


Si en el vacío encuentro vacío,

no temo: sigo excavando.



Vuelta de tuerca

Ahí estaba Alejandro sin saber dónde se había dejado el corazón. Llevaba varios meses saliendo con una salmantina llamada Eva; una licenciada en psicología que, decían, era demasiado consecuente como para que Alejandro la soportara demasiado tiempo. Por el momento habían resistido hasta Agosto, lo cual no significaba que uno empezara a creer que la estabilidad fuera más factible. Paseábamos por los jardines de la Alhambra cuando me lo soltó, sin apartar la frente de la cámara de fotos.
- Davinia viene a verme la semana que viene.
Obviamente, estaba diciendo mucho más de cuanto cabía en esas pocas palabras. Podía decirse que me estaba contando el final de la historia. Él conocía demasiado bien ese final; de hecho, no quería ningún otro. De ser así, me habría dado la oportunidad de obrar como voz de su conciencia, cosa que no ocurrió, por lo que no dije nada y continué masticando el bocadillo.
Durante la semana siguiente se comportó de la manera más escurridiza posible. Daba largas a sus citas y compromisos con excusas que terminaban por contradecirse entre sí. Sin saber bien cómo, me vi ejerciendo de psicoanalista personal para Eva, que se acostumbró a pasar todas las tardes por mi casa a eso de las ocho. Durante esas visitas, Eva mostró una interesante evolución en la que diferencié los siguientes estados anímicos, a saber: negación, incertidumbre, replanteamiento e indignación. La aceptación no llegó hasta el quinto día, y para ello fueron necesarias tres Quilmes y una pizca de licor.
- Esa zorra -escupió finalmente-. Ha vuelto para reclamar lo que es suyo.
¿Qué podía decirle yo? En el historial de Alejandro había una infinidad de aventuras pero una sola mujer, y esa era Davinia. Unas pocas veces por casualidad y otras muchas por estupidez, acababan coincidiendo en el lugar más inesperado para reanudar su historia de amor incompatible. Aunque hubiera pretendido mentir a Eva no habría sabido hacerlo, y lo que menos me apetecía era consolar a una psicóloga en crisis. Se me ocurrió traer una cuarta Quilmes para que se sintiera sobria.
El sábado, finalmente, el fantasma hizo acto de presencia. Me citó en la clase de bar al que él nunca acudiría, pero apareció con el nerviosismo del que nunca conseguía desembarazarse.
- ¿Sabes que Davinia está muy rara? - me comentó.
- A decir verdad, Alejandro, no sé nada. Cada vez que me cuentas algo de esa tipa la entiendo menos - "y lo mismo podría decir de ti", quise añadir; por qué me lo callé es algo que todavía no he descubierto.
- El caso es que no hemos follado. Pero dice que quiere que me vaya a vivir con ella.
En ese momento no mostraba la opacidad del día en la Alhambra, así que le escuché.
- ¿Qué me pasa, Ferran? Sé que quiero a Eva, o vaya, lo sabía hasta el lunes. Pero sé que con Davinia no puede salir nada bien, y aun así no me la quito de la cabeza. Es como si no me conociera. Acabo de descubrir que no sé lo que me conviene. Me parece estar buscando una sombra de mujer, más que una mujer en sí.
- A eso se le llama "ser hombre"- dije yo.
Dos días después, Alejandro estaba en Pamplona. Al menos dejó de esconderse, o dejó de hacerlo a medias: en vez de informar a Eva de sus progresos, me utilizaba de intermediario para que yo la informara por él. "Como sé que no va a funcionar la cosa, me daré dos semanas de plazo; después de eso volveré", me dijo. No sé qué ocurrió después; probablemente lo mismo de siempre, porque Davinia (sobre la que quizás escriba otro día) no concede demasiada importancia a quienes la rodean, y toda eclosión sentimental por su parte sólo puede existir bajo determinada alineación planetaria. Yo ya sabía en qué momento iba a sonar el teléfono, y como siempre ocurre cuando se trata de Alejandro, sabía también cómo iba a terminar todo.
- Voy a volver. Dile a Eva que lo siento, y pregúntale si le gustaría que le trajera algo de Pamplona.
Aparté un instante el oído del auricular. El olor de las costillas de cerdo cruzaba todo el pasillo y alcanzaba ahora el salón. Oí la puerta de la cocina entreabiéndose. "Cielo, cuantos trozos de carne vas a querer?" me preguntó Eva.




...ya no tiene quien le escriba



El Coronel -porque así le llamaban todos, incluso los empleados, como si no hubiera mejor forma de nombrarlo- estaba vuelto de cara al ventanal, dejando que sus miembros inmóviles se rindieran al moho y al polen que entraba desde el jardín. Me acerqué por detrás, asiendo la silla de ruedas por ambos brazales.
- Un paseíto. ¿Qué me dice?
- Me pierdo el atardecer - dijo con ese murmullo que cabalgaba entre una salivada caverna sin dientes.
- Se ha tragao ya unos cuantos. Es lo único que hace en todo el día. Movámonos un poco, ¿va?
- Me pierdo el atardecer - repitió.
Lo conduje a través de los pasillos, pasando frente a la lavandería y la pequeña biblioteca. Estaba dispuesta a recorrer la planta entera varias veces si fuera necesario. Unas horas antes me había dicho David: "¿Piensas hacer hablar al Coronel? Se te vuelve a ir la pinza", a lo que yo había replicado: "mientras el hombre tenga lengua, podrá charlar". Él se limitó a encogerse de hombros y a seguir fumando. Ya nadie me veía como aquella joven entusiasta que llegó dispuesta a transformar el ambiente del geriátrico, aquella inocente alma caritativa que guardaba bajo la bata todo un arsenal de carisma y pasión por la vida como el que sólo se encontraba en el cine francés. Es cierto que años atrás me iban mejor las cosas: cuando José Antonio se fue de mi vida, sentí que perdía pie y medio en la balsa, y por eso empecé a trabajar igualmente torcida, a punto de resbalar, chocando con las paredes. Muy ocasionalmente, sin embargo, volvían pequeñas chispas de virtud por arte de magia, y yo trataba de aprovecharlas sabiendo que aquél fuego se extinguiría pronto.
Giré hacia la izquierda y conduje la silla por el pasillo de entrada, en dirección a la salida.
- Yo le cuento cada día un montón de cosas. Usted sabe ya de mí más que mi madre, Coronel. ¿Por qué no me habla un poquito?
El Coronel permanecía encogido en su silla, haciendo uso de sus músculos únicamente para evitar que se le cayera su manta a cuadros.
- ¿Sabe qué le digo? -le susurré al oído- Nos atacan, Coronel.
El portón de la entrada quedaba al fondo. El vivo calor de primavera entraba por el gran rectángulo del marco y le confería al pasillo el aspecto de un túnel definitivo, trascendental, como el que habría en el paso de la vida a la muerte. Empujé la silla con fuerza.
- Fíjese en la colina, allá al fondo. Vienen muchos. Y están bien armados, mucho mejor que nosotros. Hay que defender posiciones, ¡cuidado, Coronel! ¡Los obuses!
Aceleré drásticamente el paso. Los pies se despegaban del suelo fuera de mi propia voluntad, y el paseo se convirtió repentinamente en una estampida. El aire que entraba desde el portón me golpeaba en la cara.
- ¿Qué vamos a hacer ahora? Se nos acaba la munición. ¿Cómo vamos a salvar a nuestros amigos? ¡Muévase, Coronel! ¡Muévase!
Pasamos como una exhalación por el recibidor. Atravesamos la rampa de la entrada ante la atónita mirada de los familiares de Dona Asunción. Alicia, que me vio en aquél momento, me comentaría más tarde: "parecía que huyeras del juicio final, hija".
- ¡Corra, Coronel! ¡Corra!
Pero no fue hasta llegar al laberinto de margaritas cuando empezó a moverse. Creí al principio que gritaba, que agitaba desesperadamente los puños como maldiciéndome; pero cuando detuve la silla caí en la cuenta de lo que realmente estaba pasando.
"Margaritas", balbuceaba el Coronel. "Margaritas".
Llevo años con el Coronel. Le he visto orinarse encima con tal de no llamar en voz alta a las cuidadoras. He visto cómo un compañero suyo, don Alfredo, se moría en sus narices y él se limitaba a levantar la mano. Hay que tener eso en cuenta antes de comprender lo que es rodear la silla y toparse con esa caricia de los sentidos, con esa acongojada estatua sentada de cara a un sol de primavera que bañaba en escarlata las inexplicables lágrimas del Coronel.
- Soy yo, Coronel. No pasa nada. Sí, esto son margaritas. ¿Qué ocurre?
Siguió llorando como un niño en pañales, agarrando la manta con fuerza. Negó solemnemente con fuerza, y su grito se filtró por las ventanas del centro, azotando los oídos de pacientes y empleados en el interior del edificio.
- ¡Mar-ga-ri-ta! -tronaba-. Margarita, Margarita, ¡Mar-ga-ri-ta!

Lo enterramos tres días después. Cumplimos con el procedimiento habitual: limpiamos su habitación, retiramos todas sus pertenencias incluyendo el pesado arcón de roble, cambiamos las sábanas y quitamos el cartel con su nombre de pila. Intentamos ponernos en contacto con su familia, pero el único pariente del que tuviéramos constancia -no llegó a casarse ni a tener descendencia- había muerto de cáncer en Febrero, por lo que me comprometí ante el notario a hacerme cargo de sus objetos personales. El forense me entregó el único objeto que llevaba consigo en el momento de su muerte: con aquél pesadísimo manojo de llaves logré abrir el arcón y hallar, debajo de montones de documentos militares y manuales de infantería, un álbum aplastado con una única foto en el interior. Vi un rostro sin nombre, sin color y casi sin luz por la época en la que se tomó; un sinuoso y casto cabello claro y una mirada que se mostraba apática, dormida, sin poder desprenderse por ello de una hermosura sobrecogedora. He de repetirlo: aquella mujer, aun con la expresión desangelada y desprovista de entusiasmo, era hermosa.

Llovió ferozmente en el entierro, al que sólo acudimos Alicia y yo. El párroco recitó apresuradamente unas palabras de condolencia que se tragó el chaparrón; luego formó la cruz con la mano y el ataúd pasó a formar parte del eslabonado muro de nichos. Se me fue la vista un instante: a cierta distancia, junto al pórtico del cementerio, me pareció discernir un cuerpo borroso entre la bruma; un busto bajito e inmóvil contemplándonos bajo un paraguas. Al desempañarme las gafas el busto ya no estaba, y el Coronel descansaba finalmente entre la piedra, bendecido al fin con el placer de contemplar la caída del sol junto a su manta y su nostalgia hasta el fin de la eternidad.


Oh Brother! Where are thou?

Ocurrió en esa época en la que un argentino me apuntó con una pistola; en la época en la que pesaba menos de cincuenta kilos, en la que el estruendo de las obras me movía a la demencia y en la que las cucarachas, que alcanzaban los ocho centímetros de longitud, subían por los muros del edificio para instalar su ecosistema propio en nuestra cocina. Yo no tenía mucho dinero ni motivos para tenerlo; tal vez por eso no me importó compartir piso con gente a la que no le inquietara avanzar hacia un destino caótico y destructivo. En la primera habitación vivía un brasileño que sufría ataques psicóticos crónicos. En la segunda había un estudiante de ingenería que sólo estaba allí para ahorrar dinero mientras él y su novia preparaban la compra de su futura casa. En la tercera, que tenía el tamaño de una celda, vivía yo; y aún quedaba espacio para una cuarta, ocupada por una ucraniana que quedó preñada del brasileño. El padre no sólo negó toda responsabilidad, sino que la amenazó con dejarla si no abortaba, motivo que llevó a la chica a comprender que su lugar quedaba lejos de allí.

En aquél infierno no se podía vivir mucho tiempo: yo sólo buscaba un trabajo para poder marcharme a cualquier otra parte. Sin embargo, cada vez que mis dedos encontraban restos de fruta podrida en un cajón aleatorio de la despensa, o se topaban con aquella densa capa de mugre en el quicio de la puerta, me preguntaba si realmente valía la pena escapar de aquello.Tal vez, me decía, aquél era mi destino inevitable, y toda penuria que me encontrara entre esos muros no era sino la escenificación de cuanto me merecía de ahí en adelante.

Nadie me dijo que alguien había ocupado la habitación de la ucraniana. Allí nadie decía nada. Por lo que a mí respecta, fue tal que así: fue a la nevera, saqué algo de paté para hacerme un sandwich (no tenía mucho más con qué comer), y al cerrar la puerta él resultó estar detrás. Era bajito aunque fornido, la clase de fisionomía de quien se las ha apañado ante circunstancias adversas. Dijo llamarse David. En el español que chapurreó me pareció encontrar los rasgos del acento francés o belga, pero resultó ser portugués. Quise desprenderme de él: no me encontraba en la clase de estado en el que uno se presta gustoso a conocer gente nueva, y el tipo hacía poco aparte de estar allí plantado con los brazos cruzados tras la espalda, tratando de comunicarse conmigo en las doce palabras que conocía de nuestro idioma. Finalmente me preguntó si sabía hablar inglés, y cuando le contesté que sí, su cara se iluminó de tal forma que tendríais que haber estado allí para verlo. "Estoy tan contento de que sepas hablar inglés... eres la primera persona que encuentro en este país que lo habla bien". Creo que fueron aquellos ojos que no cabían en sí de gozo los que me infundieron una repentina tranquilidad: aquello me puso en perspectiva, porque no cabía duda de que, durante aquellos meses, el señor David se había sentido infinitamente más solo que yo.

Con el tiempo, no sólo me demostró lo grande que era -pese a su tamaño- y lo difícil que se haría olvidar a alguien así, sino que consiguió descubrirme el lado amable de la miseria y la elegancia de la vida minimalista. Todo cuanto poseía David cabía en una maleta: un par de zapatos, unas pocas mudas de ropa y un par de libros. Se alimentaba exclusivamente de galletas, pan y embutido. Un día sacó una libreta cuya tapa tenía el aspecto de haber sobrevivido varias guerras mundiales; allí escribía un par de párrafos cada dos meses, continuando con un breve compendio de lo que habían sido quince años de viaje, comenzando por su adolescencia, cuando se fue a Australia con su hermano -supuestamente para pasar un par de meses- y una vez allí se preguntó: "Si he llegado hasta aquí, ¿por qué pararse justo ahora?" e inició un recorrido mareante: Brasil, Argentina, Guayana, tres años en África, dos en Italia -donde llegó a tener un hijo-, Ucrania, Noruega, los Balcanes, Israel... había visitado más de treinta países, y el único continente que le faltaba por recorrer era el asiático. Era un tipo ocurrente y conversativo, y con sus anécdotas y su hambre de conocimiento me devolvió el significado de la felicidad. El día en que apareció con una maleta en la puerta no pude contener las lágrimas: sabía que en el piso no aparecería jamás otro David.

Tras su marcha seguimos comunicándonos por Internet, pero la comunicación se cortó abruptamente después de contarme que se iba a Japón, su gran sueño. De pronto dejó de contestar a mis mensajes. Kieran, un amigo suyo irlandés al que conocí por entonces, me dijo cierto día: "he hablado con un montón de gente que lo conoce, y todos dicen lo mismo: no contesta a los mensajes, no se sabe donde está." Empecé a preocuparme. Dave era el ser más independiente que he conocido, pero hasta el más valiente encuentra una aventura de la que no consiga salir. Para terminar de complicarlo, él no tenía teléfono. Si le ocurriera algo, ni su propia familia sabría donde encontrarle.

Anoche me acordé de él. Ha pasado año y medio desde que se le perdió la pista. Me pasé toda la noche escribriendo algo que podría resumirse en una sola pregunta: ¿Dónde estás?. Esta mañana me desperté, aún con esa nostalgia latente en el pecho, cuando sonó el teléfono. Adivinad qué voz me esperaba al otro lado del auricular... era demasiado improbable como para terminar de creérmelo, pero sí, aquél acento portugués disfrazado de francés me preguntaba: "¿Cómo estás, hombre?"

No hay mentiras aquí. En este texto no hay rastro alguno de ficción; debe ser el primer escrito puramente autobiográfico, sin adornos ni maquillajes, que cuelgo en el Café. Los grandes personajes caminan en la realidad, pero se dejan recordar en la ficción: aparecen como un hechizo, desaparecen como un fantasma, y resurgen de nuevo en el momento más inesperado, como un héroe Dickensiano. Tal vez yo mismo lo haya resucitado con mi nostalgia escrita, como si hubiera estado aguardando al momento más emotivo para reaparecer. Hacedme caso: esta historia es demasiado buena como para ser inventada. Dave es un tipo demasiado excepcional como para que nadie pueda crearlo. Vendrá a España este otoño. Conociendo su imprevisibilidad, cualquier día me daré la vuelta y estará ahí, cruzando la avenida de mi casa para darme un abrazo largamente postergado.



Little Big Chronicles - Vol II

Pete Maravich (22 de Junio de 1947 - 5 de Enero de 1988)


En los albores de los distópicos 70, Pete Maravich era un Elegido; una suerte de Mesías para América. Una exhaustiva rutina de cinco o seis horas de entrenamiento en plena preadolescencia le permitió desarrollar unas habilidades baloncestísticas excepcionales, superando las expectativas que su propio padre, Press -jugador en su juventud y por entonces entrenador- había considerado en un principio. Destrozó numerosos récords universitarios y captó de inmediato la atención de los ojeadores. Su repertorio de jugadas y movimientos desestabilizaba todo canon conocido en el mundo del basket. "Era como un gran artista... con un estilo único, una velocidad diferente, una chispa inusual", dijo de él un locutor deportivo.

Con el contrato más alto que jamás se había pagado a ningún deportista, Maravich deslumbró ya en su año de debut como profesional, ligando su futuro a la cúspide de la NBA de manera irrevocable. No sólo poseía un estilo de juego único y sorprendente, sino que se ajustaba maravillosamente al prototipo del perfecto joven estadounidense: inteligente, educado, atractivo, trabajador... y talentoso. Se convirtió en uno de los primeros fenómenos deportivos tal y como hoy entendemos dicho concepto: su figura se promovía como ejemplo a seguir para millones de jóvenes perdidos en una América que, con la invasión de la psicodelia, el glam rock y la revolución sexual, se sentía despersonalizada.

La realidad, no obstante, era bien distinta.

"El alcohol entró en mi vida muy sutilmente, tal y como suelen hacerlo los enemigos. A partir de los dieciocho años me di a la bebida, a la fiesta, al sexo. Súbitamente, toda la disciplina que mi padre trató de inculcarme desapareció. Confié ciegamente en mi talento, en la habilidad que Dios me había conferido." Aunque Pete no tuvo problemas serios con la bebida durante su etapa como profesional, su carrera distó mucho de lo que todos habían previsto. Su juego, aunque espectacular, pecaba de individualista y nunca logró hacer de su equipo un equipo ganador. Pete nunca tuvo reparos en admitir que adoraba la fortuna y la fama que confería jugar en la NBA, y su sueño definitivo pasaba por ganar el anillo de campeón al menos una vez. Pero las lesiones, especialmente las de rodilla en la temporada 77-78, terminaron de tirarlo todo por la borda. Irónicamente, se retiró en 1980 sin terminar su último año de contrato con los Boston Celtics... que se hicieron con el título ya con Maravich fuera de la plantilla.


Pete había dejado de ser feliz. Había dejado de amar al baloncesto. Describió sus últimos años en la liga como "vacíos y desprovistos de sentido". Desorientado, cambió de hogar y de número telefónico, y pasó dos años en completa reclusión, desarrollando una severa adicción a la bebida. Con el paso del tiempo fue descubriendo nuevas aficiones e intereses: se inició en el budismo y el yoga, adquirió costumbres vegetarianas, devoró compulsivamente libros de ufología y, finalmente...

Finalmente llegó aquella noche de 1982. "Serían las doce y estaba viendo la televisión, solo en el comedor. Fue como si tuviera clavos en los ojos, porque todo empezó a venirme a la cabeza: cosas que le había hecho a la gente, cosas que me había hecho a mí mismo, abusos que ejercí contra mis propios amigos, mi propia familia, mi propio cuerpo... no me lo podía sacar de la cabeza. Permanecí despierto hasta casi las seis, cuando amanecía, y supliqué a un Dios al que ni siquiera conocía. 'Oh, Dios, ¿puedes salvarme? ¿Puedes perdonarme por todo aquello que he hecho?' Yo jamás había rezado. Jamás había leído la Biblia. Pero recordé aquellos días en el campus cristiano para el que hice una exhibición, aquél día en el que yo había sentido vergüenza al ver a tantos jóvenes conversos, una vergüenza que me hizo jurar que nunca me haría religioso... y todo cuanto puedo decir es que de pronto Dios me habló, y escuché cómo me decía: 'Sé fuerte con tu propio corazón".


La conversión de Maravich al cristianismo fue tan sorprendente como apasionada. Se convirtió en un devoto miembro de la Iglesia Evangélica, a la que aportó sustanciosos fondos. Su pensamiento se concentró en la búsqueda de una felicidad que él dijo haber encontrado mediante la fe, la caridad y el amor. Escribió numerosos textos en los que predicaba sobre su particular encuentro con Jesucristo y menospreciaba los deseos concupiscentes que le habían dominado en su juventud. Pete Maravich había resucitado, y cómo: "Mi objetivo es ser recordado como un cristiano, como un hombre que se dedicó enteramente a servir a Dios, y no al baloncesto".



Noche del 5 de Enero de 1988. Pete está con unos amigos en el gimnasio de la Primera Iglesia de los Nazarenos. Todos ríen, lanzan, asisten, y 'Pistol' se permite el lujo de efectuar algún que otro golpe de magia con el balón. Todos están disfrutando de lo lindo. "Me siento genial", dice Pete. De pronto se desploma, cae al suelo. James Dobson, su mejor amigo, se le aproxima. "Vaya golpe, Pete. ¿Todo bien?". Pete no contesta, no mueve un sólo músculo. James descubre que no respira ni tiene pulso. Nadie sabe cómo o por qué, pero el corazón de Pete ha dejado de latir. Cuando se le practique la autopsia, los médicos descubrirán algo sencillamente increíble.

Antes de continuar, convendría saber un par de cosas acerca de las arterias coronarias. Nacen directamente de la aorta y se encargan de irrigar el miocardio del corazón, cumpliendo un papel esencial en el funcionamiento del cuerpo, especialmente cuando se ve sometido a esfuerzos físicos. Los seres humanos tenemos dos: una coronaria derecha y una izquierda.

Pete Maravich sólo tenía una.

Se confirmó que ese defecto congénito había sido la causa de la muerte. El colapso pudo haber llegado perfectamente en su juventud o en su niñez. Pudo haber llegado en cualquier otro momento.Pero el hado reservó a 'Pistol' Pete un camino infinitamente rocambolesco, premitiéndole marcharse sólo después de haber conocido la frustración y la miseria, sólo después de haber encontrado su felicidad -disparatada, tal vez, a nuestros ojos- a través de una ideología que transformó su pensamiento para siempre. A 'Pistol' Pete se le fue dado el placer de morir sólo cuando se sintió el hombre que realmente deseaba ser, una vez alcanzado su ansiado triunfo en unas tierras muy distantes del lujoso edén que se le prometió en su adolescencia.

Precisamente en su juventud dejó una frase que termina de rizar el rizo de su trayectoria surreal, y lo despide tal vez como un ser que bien pudo haber jugado no sobre una cancha, sino sobre su propio destino: "Me tomo las cosas con calma. No me gustaría jugar diez años en la NBA para después morir de un infarto a los 40".

Parfait

La belleza tiende a ser huidiza e invisible. Suelo preguntarme si seremos todos conscientes de ello. En ocasiones, la máxima expresión de armonía se encuentra precisamente en la ausencia de la misma: en pequeños instantes en los que, mirando alrededor, no se encuentra nada más que vacío; la inquietante atmósfera de un paisaje trivial, anodino, en el que nada parece moverse más allá de cuanto estaba previsto.

Las cuatro y media de la tarde de un día cualquiera. Un hombre llega a la entrada de una parada de metro. Se detiene. Apura su cigarro mientras echa una ojeada a sus aledaños.

Chavales sentados en un banco. Un tipo paseando al perro. Tres o cuatro más frente al paso de cebra, aguardando la luz verde. Señoras de cháchara. Aceras y viviendas. Nada.

¿Nada?

Tal vez nuestro hombre-espectador nació con un cuerpo liviano; tal vez la sensibilidad de sus cuerdas las haga resonar demasiado a menudo, impulsándole a sazonar su día a día con una mirada distorsionadora, artística. Quizá sea que la teoría fotográfica del "instante perfecto", promulgada por Cartier-Bresson, acaba de materializarse ante sus ojos sin darle tiempo para reaccionar. El hombre frunce el ceño: está emocionado y no sabe por qué. El ángulo ocular de sus ojos parece ampliarse y ante él se revela el poderoso marco de la ciudad; la dimensión de los edificios, el abrazo del cielo, el mundo. El tráfago de la ciudad deja de ser ruido para convertirse en sonido. Se fija en los viandantes, en el batir de las ramas de los árboles; capta, sin pretenderlo, la extraña armonía que fluye a veces de la aleatoriedad urbana. Captura el segundo de perfecta quietud; el instante en el que, entre una millonésima de variables, los factores adecuados se alinean en la improbabilidad de un megalítico cubo de Rubik. Captura la belleza del vacío.

En la mayoría de los casos sucede sin pretenderlo, aunque es probable que haya que entrenar al ojo para vivirlo. Una vez ese instante se ha consumido, una vez la brisa invernal decae y el lejano grito de las ambulancias se extingue, el instante poético se desvanece y de él sólo queda un tenue y olvidable eco en la nostalgia. El cigarro se apaga. Hay que moverse. El hombre baja las escaleras y nos olvidamos de él en medio del ajetreo de la estación.

Todo ha sucedido en un abrir y cerrar de ojos. El aspecto de la calle ha vuelto a cambiar, desordenándose en el desorden de su anarquía desordenada. Vienen más perros, más viandantes, más jóvenes. Se acabó la belleza.

Atrapar a un colibrí requiere velocidad y fortuna. Sólo funcionará un fugaz movimiento de manos. Se tiene una oportunidad; nada más. Con la mayor parte de los instantes hermosos - esos que se le resisten a la vida-, suele suceder lo mismo.