El Coronel -porque así le llamaban todos, incluso los empleados, como si no hubiera mejor forma de nombrarlo- estaba vuelto de cara al ventanal, dejando que sus miembros inmóviles se rindieran al moho y al polen que entraba desde el jardín. Me acerqué por detrás, asiendo la silla de ruedas por ambos brazales.
- Un paseíto. ¿Qué me dice?
- Me pierdo el atardecer - dijo con ese murmullo que cabalgaba entre una salivada caverna sin dientes.
- Se ha tragao ya unos cuantos. Es lo único que hace en todo el día. Movámonos un poco, ¿va?
- Me pierdo el atardecer - repitió.
Lo conduje a través de los pasillos, pasando frente a la lavandería y la pequeña biblioteca. Estaba dispuesta a recorrer la planta entera varias veces si fuera necesario. Unas horas antes me había dicho David: "¿Piensas hacer hablar al Coronel? Se te vuelve a ir la pinza", a lo que yo había replicado: "mientras el hombre tenga lengua, podrá charlar". Él se limitó a encogerse de hombros y a seguir fumando. Ya nadie me veía como aquella joven entusiasta que llegó dispuesta a transformar el ambiente del geriátrico, aquella inocente alma caritativa que guardaba bajo la bata todo un arsenal de carisma y pasión por la vida como el que sólo se encontraba en el cine francés. Es cierto que años atrás me iban mejor las cosas: cuando José Antonio se fue de mi vida, sentí que perdía pie y medio en la balsa, y por eso empecé a trabajar igualmente torcida, a punto de resbalar, chocando con las paredes. Muy ocasionalmente, sin embargo, volvían pequeñas chispas de virtud por arte de magia, y yo trataba de aprovecharlas sabiendo que aquél fuego se extinguiría pronto.
Giré hacia la izquierda y conduje la silla por el pasillo de entrada, en dirección a la salida.
- Yo le cuento cada día un montón de cosas. Usted sabe ya de mí más que mi madre, Coronel. ¿Por qué no me habla un poquito?
El Coronel permanecía encogido en su silla, haciendo uso de sus músculos únicamente para evitar que se le cayera su manta a cuadros.
- ¿Sabe qué le digo? -le susurré al oído- Nos atacan, Coronel.
El portón de la entrada quedaba al fondo. El vivo calor de primavera entraba por el gran rectángulo del marco y le confería al pasillo el aspecto de un túnel definitivo, trascendental, como el que habría en el paso de la vida a la muerte. Empujé la silla con fuerza.
- Fíjese en la colina, allá al fondo. Vienen muchos. Y están bien armados, mucho mejor que nosotros. Hay que defender posiciones, ¡cuidado, Coronel! ¡Los obuses!
Aceleré drásticamente el paso. Los pies se despegaban del suelo fuera de mi propia voluntad, y el paseo se convirtió repentinamente en una estampida. El aire que entraba desde el portón me golpeaba en la cara.
- ¿Qué vamos a hacer ahora? Se nos acaba la munición. ¿Cómo vamos a salvar a nuestros amigos? ¡Muévase, Coronel! ¡Muévase!
Pasamos como una exhalación por el recibidor. Atravesamos la rampa de la entrada ante la atónita mirada de los familiares de Dona Asunción. Alicia, que me vio en aquél momento, me comentaría más tarde: "parecía que huyeras del juicio final, hija".
- ¡Corra, Coronel! ¡Corra!
Pero no fue hasta llegar al laberinto de margaritas cuando empezó a moverse. Creí al principio que gritaba, que agitaba desesperadamente los puños como maldiciéndome; pero cuando detuve la silla caí en la cuenta de lo que realmente estaba pasando.
"Margaritas", balbuceaba el Coronel. "Margaritas".
Llevo años con el Coronel. Le he visto orinarse encima con tal de no llamar en voz alta a las cuidadoras. He visto cómo un compañero suyo, don Alfredo, se moría en sus narices y él se limitaba a levantar la mano. Hay que tener eso en cuenta antes de comprender lo que es rodear la silla y toparse con esa caricia de los sentidos, con esa acongojada estatua sentada de cara a un sol de primavera que bañaba en escarlata las inexplicables lágrimas del Coronel.
- Soy yo, Coronel. No pasa nada. Sí, esto son margaritas. ¿Qué ocurre?
Siguió llorando como un niño en pañales, agarrando la manta con fuerza. Negó solemnemente con fuerza, y su grito se filtró por las ventanas del centro, azotando los oídos de pacientes y empleados en el interior del edificio.
- ¡Mar-ga-ri-ta! -tronaba-. Margarita, Margarita, ¡Mar-ga-ri-ta!
Lo enterramos tres días después. Cumplimos con el procedimiento habitual: limpiamos su habitación, retiramos todas sus pertenencias incluyendo el pesado arcón de roble, cambiamos las sábanas y quitamos el cartel con su nombre de pila. Intentamos ponernos en contacto con su familia, pero el único pariente del que tuviéramos constancia -no llegó a casarse ni a tener descendencia- había muerto de cáncer en Febrero, por lo que me comprometí ante el notario a hacerme cargo de sus objetos personales. El forense me entregó el único objeto que llevaba consigo en el momento de su muerte: con aquél pesadísimo manojo de llaves logré abrir el arcón y hallar, debajo de montones de documentos militares y manuales de infantería, un álbum aplastado con una única foto en el interior. Vi un rostro sin nombre, sin color y casi sin luz por la época en la que se tomó; un sinuoso y casto cabello claro y una mirada que se mostraba apática, dormida, sin poder desprenderse por ello de una hermosura sobrecogedora. He de repetirlo: aquella mujer, aun con la expresión desangelada y desprovista de entusiasmo, era hermosa.
Llovió ferozmente en el entierro, al que sólo acudimos Alicia y yo. El párroco recitó apresuradamente unas palabras de condolencia que se tragó el chaparrón; luego formó la cruz con la mano y el ataúd pasó a formar parte del eslabonado muro de nichos. Se me fue la vista un instante: a cierta distancia, junto al pórtico del cementerio, me pareció discernir un cuerpo borroso entre la bruma; un busto bajito e inmóvil contemplándonos bajo un paraguas. Al desempañarme las gafas el busto ya no estaba, y el Coronel descansaba finalmente entre la piedra, bendecido al fin con el placer de contemplar la caída del sol junto a su manta y su nostalgia hasta el fin de la eternidad.