Yo pienso en la distancia de mi padre, en la forma con la que mi madre hablaba de mi hermana, siempre tan orgullosa, y en cambio procuraba no mencionarme a mí; pienso en los chicos que me restregaban la cara con mi bocadillo de chorizo mientras todos los del patio formaban un corro alrededor. A veces he llegado a preguntarme para qué me dejan vivir cuando con un desperdicio lo suyo es tirarlo a la papelera y empezar de cero. Eso es lo que debí pensar el sábado justo antes de coger el cuchillo, porque la única esperanza que he tenido en muchos días de mi vida ha sido la de acostarme confiando en que a la mañana siguiente me despertaría siendo una persona diferente. O a veces pienso que el problema no está en mí, que es la crueldad. La crueldad es un sentimiento bonito, o me lo parece. No es que yo sepa mucho de ella, pero siempre se han empeñado en restregármela por la cara.
Se llamaba Alicia. Hablo de ella en pasado porque, como dice Alberto, que creo que es el único amigo que tengo, hay que pasar página. Ella no tuvo la culpa de nada: soy yo, que me enamoro de toda mujer que me dirija más de tres palabras seguidas. Mirándome al espejo pienso que yo tampoco me dirigiría más de tres palabras, la verdad, y además tengo una mirada de esas que incomodan, porque la mayoría de las veces me parece que la gente habla como con segundas intenciones, de modo que me quedo un rato parado a ver si consigo entender lo que quieren decir. No soy muy listo, aunque Alicia me encontraba gracioso. Incluso conseguía que me salieran las ocurrencias que sólo me vienen cuando estoy a solas, y no cuando quiero que las oigan las demás, para que vean de una vez por todas que tengo mi astucia y eso. En clase de gimnasia me caí al suelo cuando intentaba agarrar la pelota que habían bateado los del otro equipo, y al incorporarme vi cómo Alicia hacía el ademán de levantarse del banco para ayudarme. Vamos, Adrián, gritaba. Qué rojo me puse, y eso que no quería. Raúl y los gilipollas estos se dieron cuenta y dijeron que seguramente me había corrido del gusto, por eso me pasé el resto del partido sin fuerzas y como cabizbajo. Eso me pasa cuando doy el día por perdido. Pero después Alicia se me acercaba con su sonrisa de siempre, y con eso yo entendía que seguía estando de mi lado. La chica que me gustaba en segundo, Cristina, no actuaba así: debió pensar que ser amiga mía la haría perder popularidad. Alicia tenía mucha más personalidad, y dentro de lo que cabe, creo que yo le gustaba tal y como soy. Por eso saqué fuerzas. La noche anterior, como casi no había podido dormir, me había pasado mucho rato enfrente del espejito que tengo. El marco lo componen cuatro dragones que se muerden la cola. En él me veo como si jugara una partida de rol y pudiera ser el personaje que yo quiera. Tenía más o menos las palabras, que eran las más sencillas, porque cuanto más me esforzaba en parecer sorprendente u original menos sabía lo que estaba diciendo. A veces pierdo el hilo de mi propia conversación, por los nervios, y por eso en fiestas me pongo a beber muy rápido para que se me pasen. Casi siempre funciona, aunque el verano pasado no funcionó y acabé sentado cuatro horas junto a las vías del tren hasta que Alberto me encontró allí y me llevó a casa.
Yo estaba muy confiado, de verdad, pero esperaba otra cosa de Alicia. Si hubiera estado más pendiente de mí, igual habría sido distinto. Me pasé como dos horas parado en una esquina, fijándome en lo que hablaba con sus amigas para ver si decía algo de mí. Olga, la prepotente esa que parece una cigüeña y lleva un moño horrible, me echaba miraditas; pero con esas cosas nunca se sabe. El caso es que yo estaba a punto de invitar a Alicia a un cubata cuando apareció Raúl. En los vestuarios ya había oído algo en plan: a Alicia me la casco yo estas fiestas, ya veréis, pero como es un imbécil y ella no se junta con gente así, pues no le di mucha importancia. Pero pasaba el tiempo y ellos dos cada vez se juntaban más. Empezaron a reírse juntos y a bailar pegados. Yo ya iba por el séptimo cubata, o el octavo, no lo sé: también había bebido mucha cerveza. De pronto los miré y estaban besándose. La gente se acercaba y decía uuuuh, uuuuh, como silbando. Yo miré a Alberto y le pregunté si tenía un cigarro. Me dijo que no, de modo que terminé de beber y volví a casa. Me puse un vaso de agua y me asomé por la ventana de la cocina. En el patio de vecinos apenas se veía nada con la oscuridad. Me puse a hablar conmigo mismo, y hasta me reía yo solo. La señora Concha se asomó para gritar qué hacía despierto a esas horas, y yo la mandé callar por cerda e hipócrita. Le compra a su hijo todo lo que le pide, aunque no sepa escribir ni su nombre y venda porros en el parque. Grité: que os follen a todos, hijos de puta, yo voy a hacerme una paja y acostarme, pero en vez de eso agarré el cuchillo grande de la carne y me rajé con fuerza en la muñeca. Recuerdo que se me fue la vista a la pared, y joder, menudo chorro salía. A pesar de eso yo seguía riéndome, creo recordar. Mi hermana pequeña apareció de pronto en la puerta. Se conoce que yo estaba en el suelo, medio desmayado; lo siento por ella y por lo que vio. Sólo tiene cinco años.
La verdad es que no vi túneles, ni luces blancas, ni nada por el estilo. Eso es para los pusilánimes religiosos. Yo sólo sé que me desvanecí, y al abrir los ojos estaba en esta misma cama. Mis padres y mi hermana vienen a verme aunque en el fondo aquí se está bien: cada día me sirven la comida y me cambian las sábanas, y también me dan medicamentos y me ponen alguna que otra inyección. Una tipa gordísima viene de vez en cuando a hacerme preguntas. Se la ve muy convencida de poder ayudarme, y dice que yo no tengo nada de raro como persona, que sólo necesito moldear mis valores y la opinión que tengo de mí mismo. En verdad creo que no tiene ni idea de lo que dice, y además se ultra-perfuma como si con eso quisiera dar imagen de éxito y sólo consigue parecer un cubo de pintura con patas. No tiene nada que ver con Davinia. Davinia sabe escucharme, sonríe siempre y no para de decir que soy un chico majísimo. No le ha hecho falta estudiar psicología para entenderme. Me llama la atención que los médicos me dijeran que no hay en el centro ninguna enfermera llamada así, pero debe ser porque es nueva. En fin, tal vez con el tiempo lleguemos a conocernos mejor, y quién sabe si en el futuro llegaremos a algo más serio. Cogernos de la mano, besarnos, vivir en un piso, tener niños; esas cosas. Estoy convencido de que podemos. Pero tampoco quiero precipitarme. Tengo que hacer las cosas con calma y pensar bien en lo que le voy a decir. No quisiera llevarme un palo y acabar haciendo alguna locura.