Veo su coleta oscura balanceándose a su espalda y sus hombros enjutos inclinándose sobre la barandilla. Despega los tacones del suelo para asomarse mejor hacia el río, que fluye bajo nosotros con un siseo inmutable.
- Las ideas se encienden con la fuerza del trueno y después se extinguen palabra a palabra según las plasmo en el papel... - las migas de pan caen hacia las aguas, y el curso de los patos se desvía hacia las pequeñas ondas que se trazan en la superficie-. Estoy cansada de eso.
Miro a mis espaldas. Hace un momento esto era Valencia, pero ahora veo a lo lejos un laberinto de rascacielos recortando sus recias sombras en un cielo contaminado.
- Señorita MV, sígame por aquí, por favor.
Bajamos por un sendero de tierra que bordea el río y llegamos a su cauce. Veo la esterilla persa en el suelo, y las libretas amarillentas desperdigadas por entre las rocas. Una voz me llama desde las alturas y la veo sobre un grueso canalón de agua, erguida con los brazos extendidos y los ojos cerrados.
- Ilitia, ¿qué tal con tu nueva vida?
- Haciendo progresos- me contesta-. Soy la nueva reina de las cabezas cortadas. ¿En qué os puedo ayudar?
MV se adelanta un paso.
- Dime qué haces cuando pierdes la fe en escribir - le pregunta.
Los párpados de Ilitia no se mueven. Observo que lleva una pulsera adherida al tobillo cuando levanta un pie desnudo del canalón y se balancea peligrosamente sobre él.
- Escribir sobre la pérdida de fe - le contesta-. En verdad no sé quién podría necesitar fe para escribir.
- Tal vez un escritor profesional - le digo yo.
Vuelve a colocar ambos pies sobre su dudoso punto de apoyo.
- Nosotros tres ya lo somos, querido- creo que chasquea la lengua, pero el paso de una comadreja sobre una rama caída me hace dudar-. Dependemos de nuestras efímeras letras. En el momento en que despegamos la mano del papel, seguimos escribiendo silenciosamente sin él. Estamos perdidos, en verdad. Dependemos de un alimento que sólo nosotros podemos cultivar.
MV se sienta en la esterilla y se descalza. Los tacones ruedan por la pequeña curva de la orilla y de pronto están lejos, lánguidamente arrastrados por la perezosa corriente.
- Me da miedo no llegar a ser nada- dice, mirando hacia el frente.
Ilitia abre entonces los ojos y se sienta en su pequeño puesto de vigía.
- A mí me da miedo llegar a ser algo. Si llegara a ser alguien diferente, si cambiara, no podría escribir desde mí misma: lo haría desde la piel de alguien que nunca quise ser. Y en esa situación, ¿para qué demonios escribir entonces?
Contemplo unos segundos a MV. Se acaricia los labios usando toda la longitud de sus dedos.
- Ilitia, ¿qué fue de tus zapatos? - pregunto.
Me contesta con una carcajada que jamás habría asociado con ella.
- ¿Qué fue de todo lo que no necesitas ahora mismo, encanto?
Una senda de tupido musgo acompaña el curso del río por sus flancos. El lugar está poblado por toda clase de animalillos que surgen de entre los arbustos para contemplarnos con sus resplandecientes ojos llenos de curiosidad, y luego se esfuman. MV coge una de las libretas y apoya el bolígrafo sobre el papel.
Qué demonios, me digo, y tiro mis zapatos al río con una sonrisa demente en la boca.
- Las ideas se encienden con la fuerza del trueno y después se extinguen palabra a palabra según las plasmo en el papel... - las migas de pan caen hacia las aguas, y el curso de los patos se desvía hacia las pequeñas ondas que se trazan en la superficie-. Estoy cansada de eso.
Miro a mis espaldas. Hace un momento esto era Valencia, pero ahora veo a lo lejos un laberinto de rascacielos recortando sus recias sombras en un cielo contaminado.
- Señorita MV, sígame por aquí, por favor.
Bajamos por un sendero de tierra que bordea el río y llegamos a su cauce. Veo la esterilla persa en el suelo, y las libretas amarillentas desperdigadas por entre las rocas. Una voz me llama desde las alturas y la veo sobre un grueso canalón de agua, erguida con los brazos extendidos y los ojos cerrados.
- Ilitia, ¿qué tal con tu nueva vida?
- Haciendo progresos- me contesta-. Soy la nueva reina de las cabezas cortadas. ¿En qué os puedo ayudar?
MV se adelanta un paso.
- Dime qué haces cuando pierdes la fe en escribir - le pregunta.
Los párpados de Ilitia no se mueven. Observo que lleva una pulsera adherida al tobillo cuando levanta un pie desnudo del canalón y se balancea peligrosamente sobre él.
- Escribir sobre la pérdida de fe - le contesta-. En verdad no sé quién podría necesitar fe para escribir.
- Tal vez un escritor profesional - le digo yo.
Vuelve a colocar ambos pies sobre su dudoso punto de apoyo.
- Nosotros tres ya lo somos, querido- creo que chasquea la lengua, pero el paso de una comadreja sobre una rama caída me hace dudar-. Dependemos de nuestras efímeras letras. En el momento en que despegamos la mano del papel, seguimos escribiendo silenciosamente sin él. Estamos perdidos, en verdad. Dependemos de un alimento que sólo nosotros podemos cultivar.
MV se sienta en la esterilla y se descalza. Los tacones ruedan por la pequeña curva de la orilla y de pronto están lejos, lánguidamente arrastrados por la perezosa corriente.
- Me da miedo no llegar a ser nada- dice, mirando hacia el frente.
Ilitia abre entonces los ojos y se sienta en su pequeño puesto de vigía.
- A mí me da miedo llegar a ser algo. Si llegara a ser alguien diferente, si cambiara, no podría escribir desde mí misma: lo haría desde la piel de alguien que nunca quise ser. Y en esa situación, ¿para qué demonios escribir entonces?
Contemplo unos segundos a MV. Se acaricia los labios usando toda la longitud de sus dedos.
- Ilitia, ¿qué fue de tus zapatos? - pregunto.
Me contesta con una carcajada que jamás habría asociado con ella.
- ¿Qué fue de todo lo que no necesitas ahora mismo, encanto?
Una senda de tupido musgo acompaña el curso del río por sus flancos. El lugar está poblado por toda clase de animalillos que surgen de entre los arbustos para contemplarnos con sus resplandecientes ojos llenos de curiosidad, y luego se esfuman. MV coge una de las libretas y apoya el bolígrafo sobre el papel.
Qué demonios, me digo, y tiro mis zapatos al río con una sonrisa demente en la boca.
Orilla del río, Jacob Van Ryusdael (1649).