Bóveda testaruda



No aparecía mucho por clase. Tampoco era fácil advertir su presencia: de pronto ahí estaba, de alguna manera recogido sobre la intimidad de su cuaderno, con una mirada en la que traslucía la búsqueda de algún ideal protector y sosegado que no se encontraba a su alrededor. Lucía me dijo su nombre cierta mañana en la cafetería, olvidando por unos minutos el examen de mecánica.
- Un tío curioso, ¿verdad? –rió, llevándose el cigarro a los labios-. Tengo entendido que viene de fuera de Madrid, como tú, sólo que en tu caso lo sabe todo dios. En el suyo, casi hay que hacer una investigación exhaustiva para saber cómo se llama. Es una sombra, ese chaval. A veces me doy la vuelta y está allí, a dos pasos, y ni siquiera le he oído respirar.
Una no se calla con los desconocidos. Entablé conversación con él una tarde en el metro. Leía a Houellebecq recostado contra el fondo del vagón. No he conocido persona con un tono tan bajo de voz. Era un susurro que despertaba poco a poco de algún aletargado ensimismamiento, unos párpados cansados que parecían renunciar a toda confrontación con el mundo; pero todo ello no me movía necesariamente a pensar en carencias de confianza o de autoestima. Lo que yo veía era una bóveda testaruda, un empeño en enclaustrar alguna energía interna, como si tratara de proteger al entorno de ésta, y no al revés.
Pero me hizo fijarme en un par de detalles en los que revelaba espontaneidad y sentido del humor. Cualidades que en un principio se mostraron reticentes ante mí, pero creía ir desatándolas a cada trayecto, a cada libro, cada saludo. Sólo me inquietaba que después de un día de buena conversación se mostrara al siguiente parco en palabras, repentinamente impermeable, como si diera por imposible que el contacto pudiera progresar más allá de lo que se había alcanzado la mañana anterior.
En cualquier caso, algo me hacía creer que le agradaba mi presencia. Me miraba muy fijamente, siempre a la espera de que yo le dijera algo, lo que fuera; quizá rogando que lo hiciera.
Y bien. Qué haces por las tardes, le pregunté. En qué ocupas tu tiempo libre.
“No tengo muchos misterios”, contestó, y sus siguientes palabras se perdieron en un dudoso murmullo en el que parecía haber poco más que dos labios desplegándose sin sonido alguno. Después me miró de nuevo.
Yo quería pensar que no le gustaba, pero no podía jurarlo. Le sonreía y qué bien, esta tarde puedo relajarme un poco; hoy, en la facultad, ya hice todo lo que debía hacer. No sé, quizá llame a alguien, y me pasé la mano por los cabellos, mostrando casi con descaro que quería oír algo.
No me había dado cuenta, pero llevaba varios días pensando cómo sería una tarde a su lado. Sentada con él en el sofá, parando en una cafetería, o paseando por Madrid sin más exigencias. Creo que cualquier cosa que me hubiera propuesto habría sido suficiente para convencerme.
- Esta es mi parada- dijo, recobrando de algún modo un aliento que se hubiera condensado en el fondo de su garganta. Bajó del tren sin darme dos besos ni mirar atrás. Días más tarde seguiría preguntándome por qué motivo no quiso despedirse para siempre. Intenté averiguar por todos los medios por qué dejó la carrera. Intenté averiguarlo.



2 comentarios:

Casa de Los Cuentos dijo...

Hola Lars

“No tengo muchos misterios"

Sigo pasando y leyendo. Un feliz fin de semana.
Un gran saludo. Jabier.

Déägol dijo...

Me ha recordado a mí, a una situación vivida, como un deja vu, cuando todavía viajaba a la universidad en el tren. Solamente que a mi aquella chica nunca me hizo ninguna insinuación (o yo soy muy corto) ni he dejado la carrera. Creo que si la dejara, aún hoy, ella no se preguntaría el por qué, ni me echaría de menos.

Saludos.