A Momentary Lapse of Reason

Al fin me ha sido revelada la identidad del misterioso angloparlante que campaba por este café. Y no puedo menos que llamarle hijo de puta. Merece ese calificativo por ser un gran y viejo camarada; uno de esos amigos inmortales, atemporales, de los que prevalecen "de la cuna a la tumba", como él gusta decir. Pero merece cosas mucho peores por señalarme el rumbo del que será nuestro próximo destino: Irlanda.

Los hay que viajan, y los que huyen. Yo me volatilizo. Conozco de sobra todos los humores de esta ciudad, tanto cuando el sol limpia el cielo o cuando la niebla vaga sobre las ventanas como un espeso potaje. Aquí sólo pueden sorprenderme de vez en cuando. A los cuatro años, los reyes magos me negaron los poderes de invisibilidad que por lógica sabía que podía reclamar. A falta de tan sencilla muestra de gratitud, aprendí a esfumarme sin su ayuda. Ahora Melchor y compañía tendrán que buscarme en las frías llanuras de Dublín. Ray Bradbury estuvo allí, y aprendió a amar y temer las tormentas, la niebla y los mendigos de Kilcock. Y se hartó de aprender nombres de taxistas y de escupir hojas de otoño en Killeshandra.

Yo propongo lo contrario: que sea Dublín quien se harte de mí. Que se empache de mi cuerpo hasta que le sea un alivio expulsarme de sus entrañas. Mi propuesta es un viaje con una ida tan ansiosa, tan impaciente, que los minutos sean siglos; y poder regresar tan extenuado que uno pueda dormir veinticuatro horas seguidas, mientras las huellas frescas de Irlanda se marchitan lentamente entre sueños. Me marcho para desmembarme en los campos y regar la vid con mi sangre, aparearme con la madera de las tabernas, abandonarme en los bancos en mitad de la calle. Mi alocado plan consiste en ser más irlandés en cuatro días que cuanto los propios irlandeses llegan a ser en toda una vida.

Y quién sabe si decido no regresar. Al fin y al cabo, es por casualidad que uno está donde está. Uno nace aquí o allá fruto de las partidas al dominó de los Dioses, cuando se divierten imaginando cómo emparejarán este alma con esta simiente. Me imagino de dublinés, mojándome los labios con una pinta en Swif's Row y soñando con ser español; pero me imagine donde me imagine, los barrotes y el ansia de fuga siempre están ahí. Es esta imaginación que nos condena a los humanos: conocemos el poder para vestirnos con otras pieles, para construir ínfulas y levantar castillos de arena. Hasta que abrimos los ojos y el mundo contrarresta nuestro hechizo, despertándonos.

Yo te propongo caminar por la calle con los ojos cerrados. Todos los invidentes lo hacen: uno llega a prescindir de la vista para entregarle las riendas a sentidos menos comunes. Así, uno percibe mejor el olor del agua que riega el césped por la mañana y reconoce los zapatos del ser querido antes de doblar la esquina. Se piensa que la vista es el sentido más útil e inmediato... hasta que se duerme.

Por ello vendréis conmigo a Irlanda, o a Perú, a Shangri-la o cualquier lugar que nos obligue a abrir bien los ojos: porque queremos caer en la cuenta de cuan ciegos estamos la mayor parte del tiempo. Porque tenemos derecho a abrir los ojos, aunque sea por una sola vez.





1 comentario:

Anónimo dijo...

So be it.

Neil