Gambito



Siempre me atraen más aquellos que sufren que quienes disfrutan. Decidme porqué. Lo común es pensar que estamos aquí para gozar, no para lamentarnos; y ésta suele ser la última carta a jugar en las peores etapas. Si esta esperanza se desvanece, todo termina. Es ahí cuando algunos deciden poner punto y final a su camino.

Y en el fondo yo nunca me he desvestido del sufrimiento. Ha estado siempre presente en algún atril del estómago. Me gusta pensar en ello como algo que emerge del mismo epicentro del cuerpo, y no del cerebro; un golpe crudo que estalla en los riñones y supura alguna mucosidad negra por todo el sistema. El cáncer que devora hasta la última de las glándulas y las convierte en hambrientos retoños de la parálisis.

A veces necesito escribir sobre cierta mujer, llamémosla Claudia. En un universo surrealista, Claudia sería sin duda esa Delia Añara que preparaba bombones con insectos en aquél relato de Cortázar. Pongamos por caso que veo una viuda negra tejiendo por varios siglos una red empalagosa, hasta que no queda rincón libre de la viscosidad de su tela. Claudia es desde hace tiempo ese alivio que echa a correr cuando estás a punto de alcanzarlo. La miro mientras se sienta junto a una pila de leña ardiendo y las llamas caprichosas le bailan sombras en el rostro. Es hermoso mirar en silencio su expresión infantil al fuego. Casi me siento culpable por echar un trago de cerveza o fumar mientras la contemplo. Estos son momentos hechos para el abrazo, la total entrega de la razón a la caricia de un instante: el insomnio de los sentidos.

Es obvio que ésto, en toda su inevitable belleza, representa para mí lo más cercano al sufrimiento. Pero quizá sea más curioso que, cuando es Claudia quien sufre, yo desespere aún más por estar junto a ella; porque percibo un camino para expiar un dolor propio apaciguando uno ajeno. Y eso me lleva a pensar que me enamora el sufrimiento de los demás porque siempre veo la posibilidad de erradicarlo. Así pues, estoy comprometido con el dolor. Incluso cuando éste es ingobernable: quiero quedarme sentado junto a la leña y que el dolor se quede también ahí donde está, para que al menos no se le olvide que ando pisándole los talones.

Debe existir siempre un modo de combatir contra ésto, porque él es una sola fuerza y nosotros una legión. Debemos ser capaces de colocar nuestro granito de arena para aliviar las miserias de los demás. Porque colocar un cimiento, en materia de espíritu, no requiere ningún esfuerzo y sin embargo, compensa. El instinto de ayuda, de alimentar el ánimo, está por siempre presente en todos nosotros y de hecho despierta nuestro pesar si lo dejamos encerrado en el sótano. Así que no nos miremos tanto al espejo, antes bien desdoblémoslo; que refleje alguna otra incandescencia, como esa que está sentada en una frontera entre la sombra y la lumbre de la leña ardiendo. Tal vez nos demos cuenta de lo hermosa que es, por un minuto. Tal vez recordemos por ella qué es una sonrisa.

3 comentarios:

Casa de Los Cuentos dijo...

Hols Lars

Aquí es media tarde y pasé a tomarme un café...

"Debemos ser capaces de colocar nuestro granito de arena para aliviar las miserias de los demás"

Saludos. Jabier.

Ferran Vega dijo...

Hola, Jabier. Por aquí, en cambio, son las diez de la noche. Como siempre, encantadísimo de tenerte como cliente.

(Un día de éstos invita la casa, lo prometo).

Déägol dijo...

"Me enamora el sufrimiento de los demás porque siempre veo la posibilidad de erradicarlo".

No sabes cuánto me ha llegado esa frase.

Saludos.