Poliedro




El padre sueña con los pasillos pintados de amarillo.
Como la casa en la que vivió de niño. La cocina queda atrás, pero el olor de las patatas cocidas y el filete de ternera llega desde el salón, al fondo del pasillo. Roza con las yemas de los dedos la superficie irregular de las paredes. Sabe que su hijo saldrá de la habitación de un momento a otro. Cuando aparece, lo hace de espaldas a él. Lleva la ropa que le compraron el mes pasado puesta del revés. El hijo se gira ahora con una sonrisa no del todo amable. Parece estar hablando solo.
"¿Tienes la chaqueta?" pregunta el padre.
"Sí, la tengo".
El hijo gira sobre sí mismo, contemplando paredes y techo con su sonrisa estúpida.
"Bueno, pues enséñamela", insiste.
"No la tengo".
El padre sabe que la tiene. O no sabe que no la tiene. (Quizá en los bolsillos) Al alargar la mano y rebuscar en ellos, sólo encuentra un diminuto triángulo oscuro. Como un trozo de tela calcinada. Aún se percibe ese ligero olor a chamusquina.
"Me voy", dice el hijo.
se va con la chaqueta Se la lleva.
"Me voy porque este sitio hay cosas buenas y cosas malas" dice el hijo.


El hijo sueña con el parque de noche.
Alguien debería estar esperándole allí (siempre hay alguien esperándole), pero esta vez están David, Matías y tal vez Paco. Con sus pantalones de chándal, camisetas desteñidas (David con chaqueta blanca), un porro en cada una de las tres manos. Es de noche es de día. El parque está cubierto de sombras la luz del sol tras los bloques de viviendas
"Ya no vienes por aquí".
Los dientes amarillentos. El enorme grano en la mejilla. Se está burlando.
"Siempre estoy aquí", contesta el hijo.
Y a ella se la ve a lo lejos, entrando por la zona este. Se la distingue por la altura.
"¿Te parece que somos gilipollas?" dice Paco. Los tres vueltos hacia él, sin parpadear.
El humo que van expulsando olía antes de fenómenos (como debe oler), pero ahora parece colonia quemada.
Al hijo no le gusta nada de lo que está viendo.
"Vosotros no me conocéis", les grita.
Se la distingue por la altura, por la estrechez de la cintura y el gorro de lana. Va de la mano con alguien Entre las sombras.
"Bea"
Quiere decir.
¿Pero luego qué?
"Bea"
El hijo empieza a excavar el suelo con las uñas.
Ella le está mirando (Entre las sombras), pero en sus ojos hay algo que le impide abrir la boca. En sus ojos puede leerse: "no me digas nada". El que la lleva de la mano es más alto, más fuerte, el mismo gorro de lana.
"Eh, tío". Matías se aproxima. "Está ahí arriba. ¿Por qué arañas el suelo?"
Remueve la tierra con todo lo que tiene. Las uñas van cediendo; pronto las puntas de los dedos son muñones sanguinolentos. Y bajo la tierra aparecen más y más colillas de porros.
"Beatriz. Te llevas mi gorro"
Beatriz ya no está.


La madre despierta de la pesadilla.
Cree que era una pesadilla. El reloj electrónico marca las 3:47. Ya no será capaz de dormirse de nuevo sin un cigarro, una visita a la cocina y un vaso de agua. O quizá haga todo eso y de todos modos decida no dormir.
La cocina parece un espacio construido para quedar aislado, más que separado, del exterior. El sonido ha desaparecido, salvo el que provoca ella misma inhalando el cigarro. Se le ocurre que todo eso se parece a la calma que precede a la tormenta, o a la milésima de segundo en la que el aire y el silencio se pueden capturar justo antes de que estalle el globo.
Se asoma al pasillo. No hay luz en la habitación de su hijo. Se escuchan sus ronquidos.
Camina de puntillas sobre el parquet y alcanza la puerta del lavabo, que cede silenciosamente. Busca en los armaritos y en los neceseres. Ahí es donde el hijo lo escondía todo sin saber que ella ya sabía. La madre nunca dijo nada. Confió en que todo fuera una época tonta, en que todo pasara pronto. Cuatro años después ya no pensó así.
Saca los neceseres, revuelve los cajones. No hay nada.
La noche anterior, el hijo había dicho "tengo que irme de aquí, mamá. Si lo quiero dejar, tengo que salir de aquí". Estaba hablando de la ciudad. De pronto odiaba la ciudad. Era la desesperación la que hablaba por él, claro. Pero cómo no odiarla. Allí se estaba consumiendo.
La madre se apresura a limpiarse las lágrimas.
Al volver a su cuarto se encuentra con el padre despierto, recostado contra el cabezal de la cama mientras la luz de la lámpara sobre la mesita ilumina el espacio justo para distinguir su mirada.
- ¿Tú tampoco puedes dormir? - pregunta la madre.
Niega con la cabeza.
- ¿Has pensado en lo de tu hijo?
El padre suspira con la mirada fija en el techo.
- ¿Tú qué crees? - pregunta-. ¿Dejamos que se marche?
La madre permanece un largo rato erguida, con los brazos en jarra. Hace una mueca con los labios.
- ¿Qué hora es? - pregunta ella.
El padre gira la cabeza hacia la mesita.
- Ya pasan de las cuatro- informa.
La madre aproxima al lado vacío de la cama y se estira sobre ella.
- Mira, yo estoy muy cansada como para pensar. Ya lo consultamos con la almohada.



1 comentario:

nunca contentos dijo...

A veces la alternativa opuesta a dejar marchar a alguien es peor que la marcha en sí misma.
Sólo que la bruma que ahoga al corazón con la despedida, nos empaña demasiado los ojos.