Falacias




No os asustéis. No pretendo convertir este local en un escenario de tertulias balompédicas. Ni siquiera sería una buena idea: admito desde el primer momento que mi amigo Dëagol, dueño de El Uno Por Cien, ofrecería una visión mucho más plausible y documentada de lo que pienso exponer a continuación.

A no ser que tengáis la suerte de vivir en una aldea incomunicada, sin televisor ni acceso a Internet, los hechos os serán ya sobradamente conocidos. Un equipo cuyo presupuesto alcanza los cientos de millones de euros pierde estrepitosamente contra uno que milita en divisiones inferiores, con un presupuesto propio de tal categoría. Al día siguiente, uno se topa en su puesto de prensa habitual con una portada que se ceba con el entrenador del equipo de marras y exige su cabeza en bandeja de plata, a pesar de haberlo apoyado a principios de temporada.

Si omito nombres es porque son del todo innecesarios. Nos encontramos ante la mera punta de un iceberg mucho más grande y peligroso, especialmente porque tres cuartas partes de su tamaño permanecen ocultas bajo la superficie. Dicen que hemos progresado mucho desde la época franquista, pero pienso que los medios de comunicación siguen siendo un arma terrible aunque no obedezcan a las exigencias de una agenda política extremista. Siguen tratándonos de títeres cuando les conviene. Les imagino en su redacción, lo que bien podría ser una caverna de murciélagos o un nido de cuervos, fraguando metódicamente su particular conspiración: hay que buscar pronto a un chivo expiatorio. Un hombre al que tirar la primera piedra antes de que la gente empiece a concentrar su atención en el verdadero quid de la cuestión. La culpa no la tiene la política derrochadora que ejercen los directivos de los clubs deportivos importantes, ni la pasividad de los aficionados, que aun conscientes de la desigualdad económica global y de la situación vigente en el tercer mundo, toleran dicha política; y por supuesto la culpa tampoco la tenemos los periodistas, que tenemos la responsabilidad de informar al mundo y no de confundirlo… no, la culpa es del entrenador. Punto en boca.

No es un problema exclusivo del diario Marca, ni tampoco exclusivo de los diarios deportivos. En los medios de comunicación de este país se aprecia cada vez más un trasfondo de “totalitarismo periodístico”, que es un eufemismo para no decir “manipulación”. Cada vez hay menos interés por la verdadera labor para la que fue concebido el periodista, que no es otra que investigar; deshilachar capa tras capa hasta alcanzar esa pepita de autenticidad que escapa al ojo común. Por el contrario, ha crecido el interés en manejar al público ofreciéndole nada menos que lo que quiere leer, asegurando así una buena tirada de ejemplares diarios vendidos y promoviendo el verdadero deporte nacional dentro de nuestras fronteras, que es el relax y la gandulería. Prensa deportiva, prensa rosa, locutores de radio con tendencias demagógicas, presentadores de televisión que deliran de poder y de grandeza, noticiarios al servicio del ideario político de sus directores… todos tienen una pizca de la culpa, y más nosotros por permitirles sus tejemanejes. Los hay mucho peores, como los que se venden a sí mismos como “progresistas” mientras cobran un dineral por presentar un programa que nadie ve. Mareos, náuseas y enfermedades por todas partes. El nido de cuervos ya no es un rincón apartado: ha invadido nuestro hogar y nuestro pensamiento.

Insisto en que un indocumentado como yo quizá no sea el más apropiado para hablar de todo esto, pero seamos periodistas o no, todos tenemos que empezar a pensar un poquito por cuenta propia. Porque a día de hoy gozamos de acceso ilimitado a la información; tan ilimitado que a veces puede indigestar, especialmente si los que se encargan de proporcionárnosla nos sirven el plato equivocado y encima vuelven a casa con la conciencia tranquila. Hace pocos años, el Pentágono reconoció que se estaba planteando la posibilidad de difundir noticias falsas para obtener así un mayor apoyo social de cara a la inminente invasión de Irak. Cierto amigo mío tiene ese recorte de prensa pegado al televisor, para recordarlo cada vez que lo encienda. A este paso, nos lo tendrán que pegar en la frente, para tenerlo presente cada vez que salgamos a la calle.

Por favor, no os lo creáis todo. Y menos a mí.

Muevan ficha


Muevan ficha...


Porque dentro de este extraño, masivo, caótico tablero de ajedrez en que cabalga la humanidad, cada uno ocupa su casilla, presuponiéndola más preciada que las demás.

Sin embargo, los colores no engañan: vistas desde arriba, todas parecen iguales. Es mucho más abajo donde hay que mirar. Lo cual supone un esfuerzo extra.

Por ello, enumeraré algunas cosas que particularmente me enamoran; y después, algunas cosas que me empujan a la náusea. Y mi única petición es que no comenten ustedes nada al respecto. Simplemente, respondan enumerando su lista particular.

Quiero asegurarme de que no todo son peones puestos en fila.


Lo que me hechiza:

- Los cielos, y sus distintos rostros. Los cambiantes guiños de las nubes. El poder sugestivo de ese tapiz celeste que todo lo envuelve y todo lo domina.

- Los detalles. Esa pequeña muesca en la esquina de la mesa. Ese pequeño lunar en el sótano del labio. Esa pequeña hormiga en la cresta de tus zapatos.

- Aquellas cosas que no sabemos explicar. Por qué Julia se enamoró de ti o de dónde salió ese tipo que años más tarde sigue siendo tu mejor amigo. Qué tenía Fédor Dostoyevski para representar de tan soberbia manera las emociones más oscuras y complejas. Por qué existen la suerte o la casualidad; y si no existen, por qué no.

- La imaginación. Esa privilegiada herramienta con la que podemos erigir ciudades y destruir vidas sin que suceda fuera de los muros de nuestra mente… aunque a nosotros nos parezca que ahí fuera también lo han notado. Nuestra capacidad de anticipación, de sugestión, de evocación. Los sueños, que a veces nos llevan a preguntarnos si acaso no habrá entidades impenetrables durmiendo dentro de nosotros, o ecos de fantasmas de vidas pasadas.


Lo que me embruja:

- La incomprensión. Lo torpes que resultamos en ocasiones a la hora de ponernos en la piel del prójimo. La increíble ligereza con la que nos damos el gusto de juzgar a los demás… o juzgar por los demás.

- La inestabilidad. Que seamos tan poco lineales, tan maleables, tan imperfectos. Que unas veces seamos de acero y otras de seda. Que pasemos de la claridad a la borrasca en lo que dura un suspiro. Que hagamos diana en el primer tiro y nos demos en el pie al siguiente. El no saber qué hacer con el volante cuando aparece un ciervo en el camino.

- Los árboles talados. Las flores aplastadas. Las pieles de foca colocadas en largas hileras, secándose al sol. Que la epidermis de un cocodrilo termine sirviendo de bolso para una puta damisela caprichosa. La falta de escrúpulos que hemos mostrado a la hora de agradecer el permiso de vivir en un lugar tan hermoso. Nuestra voracidad. La enfermiza, colérica, calamitosa e inexorable plaga que representamos.

- La ceguera. Que no seamos conscientes de lo que somos capaces de hacer. Que bajemos los brazos cuando aún no se ha acabado la contienda. Que seamos incapaces de ver más allá de lo que nuestros ojos o nuestra experiencia previa nos permitan. Nuestra esclavitud: la que nosotros mismos nos imponemos cuando no nos atrevemos a escapar de allí donde nos sentimos encarcelados o insatisfechos.



Basta. Ahora les toca a ustedes. Muevan ficha.

The Dark Side of London


0:27 A.M.

Dice que le quites las manos de encima, hands off. ¿No le ves el dedo? Casado. Married, sí. Sergio, ¿a cuánto está el privado aquí? Dicen que a cincuenta libras, como para pensárselo. ¿Con cuál te quedas? Voy por la portorriqueña esa de la barra. Para el carro, ¿sabes que no las puedes tocar? A mí con que me calienten un poco me vale. Oídme, muchachos, el armario ropero de la entrada dice que conoce damas de compañía, pero no trabajan en locales. ¿Cómo está eso, Carlos? Ya me has oído. ¿Putas, dices? Y de postín, tú. Pregúntale si pueden traerlas a la habitación del hotel, ¿se puede eso? Vaya, eso está hecho, pero primero vámonos para Covent Garden, que si vamos a agenciarnos un felpudo británico, prefiero que me salga gratis.

1:38 A.M.

Te digo que nos han mirado nada más entrar. ¿Cómo que qué nariz tan fea? Coño, Albert, ni que te la quisieras follar por la napia. Además, las pichurrinas éstas se mueren por la carne mediterránea, y si no, al tiempo. Y Carlos, ¿dónde se ha metido? Ya sale del lavabo, ya. No os imagináis lo que me ha pasado ahí dentro. ¿El qué? Pues yo termino de mear, ¿vale? Y cuando me voy a lavar las manos, un tipo me suelta jabón, me da una servilleta, me saca una colección de perfumes y me dice que me eche la que quiera. Qué de puta madre, ¿no? Y cuando le doy las gracias, me dice: that’ll be one pound. ¿Una libra te ha pedido? Ahí tienes, los hijos de la gran bretaña te chupan la sangre hasta para mear. ¿Sabéis lo que os digo? Que ahí os quedáis, yo voy a atacar a la preciosidad rubia esa de ahí. ¿Vienes, Albert? A éste lo vamos a tener que arrastrar entre todos para que se decida. Albert, enróllate, hombre, sólo llevas dos meses de casado. Es ahora o nunca. ¿Cómo que te vuelves al hotel? Si te sales ahora se te va a echar encima una horda de promotores a la caza de bolsillos turistas. ¿Se queda? Se queda. ¿Otra pinta, no? Otra, otra. ¿Jugamos? Venga.

3:22 A.M.

Aguántale bien la cabeza… ¿quién te manda comprarle maría al jamaicano ese? No era jamaicano, era… ¿alguien lo ha visto? Qué mas da, seguro que le ha vendido té en vez de hierba. Llevémoslo a la parada de autobús. Y un cuerno, Albert lo que necesita ahora es un taxi. ¿Cómo dices, Albert? No, deja de decir gilipolleces, no eres ningún desgraciado, querías pasar un buen rato y ya está, estás de vacaciones. ¿Alguien me explica lo que ha pasado? Pues que el flojucho éste tiene más remordimientos que un monje, eso pasa. Albert, ¿me oyes? Te has intentado cepillar a una inglesa estando casado, no pasa nada, aún eres joven, si es que has sido joven alguna vez. El problema ahora va a ser meterlo en el taxi, con lo que pesa el hombre. Que haga un esfuerzo… sí, joder, rema, gordinflón, libera a Willy de una vez y métete en el taxi, queremos follar de una puta vez.

4:54 A.M.

Mira, Keeley… Keeley me has dicho que te llamabas, ¿no? Ese de ahí, el que está sobado, es Albert, my friend. Se casó hace dos meses y será padre dentro de uno. Sergio, el que está con tu amiga, es de Sevilla. Dice que quiere montar una inmobiliaria, es la hostia. ¿Y yo? Yo soy artista, sweetie. Te inmortalizaré en mis cuadros, y te colgarán en la sala 20 de la National Gallery. Si me lo haces bien te llevo hasta al Louvre, qué leches. Nah, en verdad soy un tipo normal, Keaty. Más bien mediocre. No tengo pasado, y menos futuro. Pero me gustaría olvidarme de ello por una noche. London night… delicious. Las inglesas sois delicious. No me lo quites todavía. Ah, ¿decías esto? Sí, yo también estoy casado. Pero no me importaría casarme contigo durante los próximos veinte minutos. Quítamelo. ¿Cómo te llamabas, darling? Estás haciendo que esto parezca un sueño. Con cuidado...

The Light Side of London


Amigos, esto es Trafalgar Square. A más de cincuenta metros, desde la cúspide del eje de Londres, las hazañas del almirante Nelson nos contemplan. Esas columnas romanas que parecen proteger un calabozo de reliquias y botines son el pórtico de la National Gallery. ¡Cuántas maravillas en lienzo, cuántos vestigios de pasión, talento y maestría se desnudan para nosotros desde la fría inmutabilidad de las paredes! Podría estar aquí desde la hora de apertura hasta la del cierre sin pensar siquiera en comer. Todo lo que se necesita en un día de vida se esconde en estas galerías.

Creo que el paseo de Whitehall se diseñó para una antigua raza de hombres de treinta pies de alto. Somos miniatura indigna de la piedra blanca que recoge siglos de tradición militar, el Almirantazgo y la Royal Navy a izquierda y a derecha… y monumentos en honor a George Prince y a las trabajadoras mujeres de la segunda guerra mundial en el mismo centro de la calzada. Es un extraño cóctel urbano. Lo mejor del ayer y del hoy se abrazan aquí, y si cortáramos de raíz el intempestivo tráfico, no sabríamos discernir en qué siglo estamos. Cuando el Big Ben y el sólido Parlamento aparecen al final de la vía, uno se encuentra desnudo y desprotegido. Ha de aceptar con brutal espontaneidad que todo es real. No es un esotérico panteón reservado para los señores de la pintura, la fotografía o el celuloide… está ahí, bajo una parda cúpula que huele a lluvia eterna, y que estirándose a lo largo de la línea de puentes que cruzan el Támesis, se lleva tu alma por delante.

Si aglomeráramos todo el poder comercial del mundo, sólo podría caber en Oxford Street. No es exactamente el lugar del que yo me enamoraría, pero sí es el amor platónico de todo turista ávido de recuerdos materiales. Los escaparates se suceden sin descanso, sin intersticios. No hay respiro. Miro a la invencible extensión de mostradores y siento una punzada de miedo… no quisiera que un día fueran todas las calles así. Pero lo cierto es que aquí está todo cuanto un hombre de a pie puede necesitar, y además, Oxford sabe ser permisiva. Mientras algunas etiquetas de precios resultan mareantes, otras mueven a la carcajada. Pero cuando el metro de Oxford Circus se satura, las almas forman una alfombra de paraguas que detiene incluso a las hileras de autobuses de dos pisos. Y tenemos, pues, una ilustración del talón de Aquiles de la ciudad: el barco es dantesco, pero si una sola juntura se rompe, los navegantes acabarán en el agua. Náufragos sobre el asfalto. ¿Hasta qué punto pudo colapsarse este gigante durante los atentados del 2005?

Más vale escindirse de esta supernova metropolitana y pedirle auxilio a la verde lengua de Hyde Park. Si los predicadores no están ejerciendo su labor dominical, uno puede colarse por Marble Arch y comprobar que a la ciudad, de pronto, la ha barrido el viento. Varias millas de césped y vegetación empujan a los edificios a un lado… y los patos, los cormoranes y las ardillas son tus nuevos compañeros de viaje. Es el mayor regalo que un monarca podría haber dejado a su ciudad: un refugio perfumado para ponerse a salvo de la batalla nuclear que se está librando ahí fuera. Las piernas reclaman su espacio de vida terrenal: nuestro presupuesto es muy ajustado, y de ahora en adelante, cambiaremos las mesas del Pret-a-Manger por el césped del parque. Puede que incluso pasemos aquí la noche. Dejarse cientos de libras en una cama caliente empieza a parecer una estafa cuando con un saco y unas mantas puedes dormir en un palacio de clorofila…

Por la mañana, siempre podemos dar un paseo por Chelsea y Notting Hill, y reírnos de las bandejas de plata y las suites de invitados con que los ricos estropean sus casas.

Learning to fly



Cosas que hacer antes de ir a Londres:

Vendarse los ojos. Disfrazar los sentidos. Prepararse para un salto al vacío.

Crear lo que aún no existe. Pincelar un óleo de presentimientos e inquietudes. Morderse las uñas. Especular.

No reservar de antemano el billete de vuelta. Quizá no haya pedido que lo reserves.

Convertir la mente en una lámina adhesiva. Rechazar categóricamente el ser generoso con los recuerdos. Que los recuerdos se hagan sensaciones, y las sensaciones, subconsciencia.

Desvestirse. Traspasar el umbral de una cascada y regresar siendo alguien distinto. Dejar el modelo original en el armario, junto a los zapatos viejos.

Por pura voluntad, decrecer. Rescatar los ecos de aquella voraz e insaciable mirada de la infancia. Reiniciarse. Reivindicarse. Olvidar por dónde caminas. Destrozar el Dónde caminabas. Amar el Dónde caminarás.

Si todavía no habías aprendido a enamorarte de las mañanas o a burlarte de los providentes, éste es el momento.

Alquila un bufón que te suplante en tus paseos por Hyde Park.

Y hazle un homenaje.

Impacto

- Están desembarcando- le dijo.
Tratando de mantenerse firmemente erguido aun con la herida en el muslo y las magulladuras en los brazos, la figura de Walter era una tragicómica estatua. Tras él, por encima de los desordenados montones de piedra que tres horas antes habían sido los muros de la iglesia, largos gusanos de humo ascendían hacia la grisácea línea de nubes, confudidas ya en la constante marea de humo y pólvora. El afluente de gritos y pasos huidizos se había detenido, y ya apenas se veían hombres y mujeres cruzando la alfombra de grava y cascotes en que se había convertido la calzada.
- Vamos- urgió Walter. La vibración impaciente de su voz contrastaba con la fijeza de su mirada, anclada en un interlocutor al que casi ordenaba que obedeciera.
Fredrick había dicho que no.
- Yo me marcho, Walt. No puedo quedarme aquí.
Un sonido, parecido al de un gran trozo de tela que se rompe, precedía cada impacto de artillería. La secuencia de sonidos daba la aterradora sensación aproximarse cada vez más. Justo detrás de la planta y media que quedaba de la biblioteca hubo un estallido, y la lluvia de fragmentos de piedra y ladrillo se elevó por encima del edificio. Fredrick dio un paso hacia atrás. Walter cerró los ojos medio segundo, pero se mantuvo donde estaba.
- ¿De qué hablas? - sus cejas cobrizas se cerraban en un ángulo dudoso, un grito a medio camino entre el enfado y el borde del llanto-. Es tu casa la que está ardiendo ahí. La tuya y la mía.
- No tenemos por qué quedarnos - Fredrick le cogió del brazo-. Ven conmigo. Petra me dijo que Mülbach está aún libre. Cruzando la vía férrea, por las montañas, podríamos llegar a Alemania en un par de días.
Walter trató de mirar más allá de la quebrada vidriera que había en los ojos de su hermano. Hablaba en serio, o eso parecía.
- Esto es lo que has hecho siempre, sabes. Cuando las cosas se joden, te das media vuelta y escapas. Siempre.
- No pintamos nada aquí, Walt. Acabarás haciéndote matar. ¿Qué sentido encuentras en eso?
Un grupito de niños asustados corrió en torno a las ruinas. Uno de ellos, algo rezagado de sus compañeros, pareció hundirse de pronto en el suelo, como si hubiera pisado un bloque frágil de hielo. Su pierna quedó atrapada entre dos grandes cascotes de piedra. Al oir auxilio, los demás niños detuvieron su carrera por un segundo; después corrieron de nuevo sin mirar atrás.
- Tú sabes qué va a pasar si estos cabrones se quedan con nuestro país.
- Lo sé, Walt, pero tú no tienes por qué estar aquí para verlo. No tienes por qué. Sé inteligente, cojones.
- Si todo el mundo pensara como tú... - una extrañísima energía se había apoderado de Walter. Endurecido todo el cuerpo, conteniendo un aparente estallido de furia verbal... y sin embargo, hablando con serenidad -. Si todos hicieran lo que tú... el mundo se habría ido a la mierda, ¿sabes?
Hitler habría ganado aquella guerra. Y se verían esvásticas hasta en el carnet de conducir. Los dientes apretados, un sanguíneo relieve trazándose en sus brazos. Las palabras no terminaban de salir.
Fredrick notó cómo se le nublaba la vista por unos segundos. Movió las manos en el aire, sin saber si estaba buscando un punto sólido de apoyo o una explicación convincente.
- Si todo el mundo pensara como yo, Walt, no habría ninguna guerra.
"¡Pero sí la hay, imbécil de mierda!" rugió su hermano, y fue lo último que le escuchó decir antes de que el obús estallara a menos de quince metros, arrojándoles al suelo por la fuerza de la onda expansiva y produciéndoles inmediatas heridas por los guijarros que salieron proyectados desde el foco de la explosión. Friedrick y Walter quedaron inmersos, durante un espacio de tiempo difícil de medir, en un campo en el que no existía el sonido, ni funcionaba el tacto, ni apenas la vista. Pero el olfato resistía ahí, como timón de emergencia del organismo. Ese olfato que permitió guiarles a través de un confuso submundo de acrimonia, humo, pólvora, madera tiznada, roca desmenuzada, yeso, llamas. Carne.
Cuando se recobraron de aquél confuso momento, se vieron a unos cien metros de distancia. Friedrick se agazapaba detrás de una columna torcida, cerca de la esquina de la estación. Walter se había sentado y apoyaba su espalda contra la base de la gran fuente.
Miró a su hermano pequeño. Sabía que se reuniría con Petra y huirían hasta Munich, y si Alemania tampoco era segura probarían suerte en Suiza o en Italia.
Friedrick miró a su hermano mayor. Sabía que se uniría a la resistencia, y si no lograban detenerlos allí en Ebelseen lo intentaría en Liezen o en Murau.
Se dieron cuenta de que, en realidad, no sentían lástima ni piedad alguna por el otro. Lo que se desarrollaba en sus mentes era una idea mucho más fuerte que cualquiera de las emociones que podían llegar a sentir. Por unos segundos se miraron y retuvieron esa instantánea en sus cabezas, sabiendo que podría ser la última vez que se vieran... y que en caso de volver a verse, la consideración que uno tuviera del otro se habría convertido en otra cosa. Fredrick sería ya por siempre un cobarde para Walt, y Walt sería ya por siempre un fanático para Fiedrick.
Levantaron sus brazos. Se dijeron adiós. Partieron en direcciones opuestas.
El niño siguió atrapado entre los cascotes.





Vicisitudes

El gegant del pi
ara balla, ara balla
el gegant del pi
ara balla pel camí...

El niño que estaba a mi lado no cantaba. Me gustaba porque era muy, muy rubio, mucho más que los demás niños. Más rubio que la niña más rubia. ¡Y qué ojos tan azules! Su mamá tenía que ser guapísima, pero no tanto como la mía. Con las mesas se había hecho un círculo, y todos los niños y niñas estábamos en ese círculo, y la profesora nos hacía cantar. El que estaba a mi izquierda me dijo un secretito al oído. No le entendí, pero yo quería hacer lo que hacían los demás. Así que cogí al niño rubio de mi derecha y le conté otro secretito, aunque no decía nada; sólo vocecitas. No le pasó el secretito al otro niño, ni dijo nada. Estaba tristísimo, seguro que echaba de menos a sus papás.
- Me llamo Josep- le dije.
Se dio la vuelta. ¡Qué ojos tan azules!
- Me llamo Jordi- y ya no parecía tan triste.


- La pelota ya ha pasado tres veces por aquí, a ver si te fijas más.
Era como un enano al lado de Oscar. Jordi quería ser dibujante; Oscar, jugador de fútbol, aunque seguro que sería camionero, como su padre. Habíamos notado que Jordi era muy chistoso, incluso con los profes- en clase de Lengua le habían hecho llenar toda la pizarra con la palabra "huevos" escrita correctamente, y él preguntaba si podía escribir con la tiza roja, ¡qué tío!- pero cuando Oscar o Sergi o cualquiera de los chicos malos se metía con él, se volvía muy serio. Yo también me hubiera puesto serio así, claro, pero yo estaba serio casi todo el rato. Cristina dibujaba una mariposa en el suelo del patio. Me gustaba un montón. Le había dicho a la profe que yo tendría que ser el delegado porque era el más inteligente de la clase. Y todos le habían dado la razón, menos Jordi.
Jordi me gritaba algo desde la portería.
- A mí me han dicho que te has besado con Cris en el lavabo. Y que te bajó los pantalones.
- Eso es mentira.
- ¡Se lo digo a la profe!
Entonces alguien gritó muy fuerte, y de pronto la cara se le puso blanca y echó a correr. Oscar venía tras él con un palo en la mano, Jordi, mira que eres tonto, nos han metido otro, vamos a perder por tu culpa, Ricky Ricón.


Se acababa un verano que, en el mejor o peor de los sentidos, había sido diferente. Muchas cosas estaban cambiando; era como si estuviéramos abandonando un pasillo que no volveríamos a ver jamás. Aún así, nosotros íbamos un paso por detrás de los demás: mientras los del instituto nos contaban lo que era ponerse ciego de Vodka o tocar un coño, Jordi y yo nos pasábamos las tardes paseando por Salou en bicicleta o viendo películas en casa. Incluso habíamos grabado algún corto con la videocámara que le habían regalado por su decimoquinto aniversario. Aquella tarde llovió por primera vez en meses.
- No la entiendo - murmuró de pronto.
Creía que hablaba de la película, pero sus ojos no miraban a la pantalla. Me giré hacia él. Supuse que había que dejarle continuar.
- La última tarde que vino aquí... se tumbó en el sofá, así como estás tú ahora... me dijo que tenía algo de sueño, y que si podía descansar. Pues vale, le digo. Y de pronto me giro, y está totalmente desnuda... y me mira con esa cara...
Pronto dejaríamos de ser amigos. Eso pensaba yo. Tenía ganas de acabar con aquella pantomima y gritar, mira, Jordi, la verdad es que Míriam está conmigo, ya no tienes que preguntarte qué coño ha pasado con ella. Pero crecer no me había dado la valentía que yo aguardaba. Pensé que iba a llorar, pero se tragó las lágrimas de alguna manera.
- ¿Te has quedado con el final?
Ahora sí que se refería a la película. American History X había causado sensación ese verano: era la cuarta vez que la veíamos juntos.
- ¿A qué te refieres?
- Él se piensa que está equivocado, que tiene que cambiar y que ha de prevenir a su hermano. Pero a su hermano lo mata el negro ese de mierda. A eso se le llama ser un inocentón.
Estaba cruzado de brazos, y no sé qué había en su mirada que yo no había visto nunca. Me di cuenta de que hablaba totalmente en serio.


Entré en el Zampa por primera vez en cinco años. Era el único bar familiar que quedaba en un barrio que había perdido toda su identidad arrabalera. Oscar me dio un efusivo abrazo. El trabajo, la bebida y el tabaco habían hecho pagar a sus carnes un módico precio por sus servicios. Su mirada cansada y su sonrisa torcida me invitaban a sentarme mientras pedía una jarra de cerveza para mí.
Joder, Josep. Tú no sabes lo que ha llovido desde entonces. El Jordi, a saber qué está haciendo ahora. Yo no sé si sabes lo del nene. ¿No lo sabes? Bueno, desde que se juntó con esa gentuza, no tuvo muchos problemas para ligar. A las tías de ese rollo les va el tema del gimnasio, las botas militares, la cabeza billar... una de éstas pivas se le arrimó demasiao y él la dejó preñada. Entonces, cuando se entera, el tipo se cabrea de la hostia y se rompe la mano contra un cristal. Luego pilló un curro en un supermercado, o en un almacén, no lo sé, y se hizo del Opus Dei. No es coña. Hace mucho que no lo veo por el barrio, ya sabes que en Santa Coloma no está muy bien visto ser como es él. ¿Que por dónde para? No tengo ni idea, y si te digo la verdad, no lo quiero saber. La última vez que nos cruzamos casi le enchufo. Ya le levantaba el puño y él va y me suelta: "Va, tío, que somos colegas" y yo le digo: "no, éramos, nazi de mierda". Pero claro, al final no le metí, piensas, y si luego me arrepiento, y esas cosas. Lo conozco desde que era crío. Hay que ver lo que cambian las cosas. Con la gente del insti me cruzo a veces por la calle y qué tal, cómo te va, todo de puta madre. Pero él pasa de largo y me mira mal, con sus colegas pelaos detrás. Cómo cambian las cosas. Igual la próxima vez sí que le meto. Últimamente, entre el jefe y la parienta, estoy que peto de los nervios. Como alguien me toque los huevos...
Aún continuaba su discurso cuando un muchacho subsahariano que se dirigía al aseo tropezó con su taburete. Media jarra de cerveza fue a parar al jersey de mi amigo. Oscar se quedó desconcertado un segundo. Luego sonrió y le dijo al chico que no pasaba nada.