Le ley de la trayectoria urbana

Ana, pelirroja, regordeta y de manos extremadamente pequeñas y delicadas, camina hacia Talbot Street, donde una mañana más preparará y servirá el desayuno a los residentes del Days Inn. Su jefe, no obstante, le reserva una bienvenida poco menos que desalentadora: la dirección del hotel se ha visto obligada a reducir la plantilla, y dado que ella es la empleada más reciente, le ha tocado la pajita más corta. La dura respuesta verbal de Ana no se hace esperar. Kieran, de recia frente irlandesa y espalda profusamente encorvada, se hace cargo de la situación de la joven y no le toma en cuenta la salida de tono. Una vasija con leche hirviendo se escurre de las inquietas manos de la española, derramando su contenido directamente sobre las manos del irlandés, que pronto cobran el aspecto de haber sido diezmadas por una hueste de avispas.

Kieran conduce de camino al médico mientra una fina llovizna salpica las aceras de la ciudad. Algo se estrella contra el cristal delantero, dejando un repentino salpicón carmesí. El volantazo le lleva a estrellarse contra una farola en pleno cruce de Lower Abbey con Malborough. El primer grupo de testigos se apelotona junto la quebrada capota del auto; un joven afroamericano, embutido en un grueso anorak naranja, le pregunta si se ha lastimado. "Tendrá que llamar a la grúa, no parece que pueda arrancar por ahora". Kieran rebusca en su abrigo de piel, pero pronto cae en la cuenta de que, con las prisas, se ha dejado la cartera y el móvil en el trabajo. "No se preocupe", le tranquiliza el joven, "yo llamaré por usted".

Este joven se llama Salomon. Poco más tarde entrará en un Tesco para comprar café, leche y algo de queso suizo. Nota que cada día le pesan menos los bolsillos. No recuerda haberse visto tan necesitado dinero en sus cinco años en Europa. "El verano pasado sí que estuvo bien, ¿verdad?" le dice una voz a su espalda, y se gira para toparse con una nariz aquilina y una sonrisa roída que detesta a horrores. Necesito una ciudad más grande para librarme de tumores como tú, Françoise. "Oye, zurullo marfileño, si me haces un favor hasta pasaré por alto lo que acabas de decir". Salomon paga rápidamente sin devolverle la mirada al escuálido francés. "No me digas que pasas de eso, Salo, que nos conocemos. Sé que vas muy apretado últimamente. Y me debes un favor". Salomon sale con las bolsas sin mirar atrás. Lo único que te debo es una paliza, tío. "Bueno, sabes dónde encontarme y cuánto pago". El abultado anorak naranja desaparece del campo de visión de Françoise. "Nos vemos en unos días, Black & Decker", murmura. Su expresión se vuelve apacible al dirigirse a la dependiente. "¿Cómo va todo, Jana? No me gustan nada esas ojeras. No sé si te sienta demasiado bien la noche irlandesa". Desliza sutilmente una notita junto a las monedas. "Esta será mucho mejor que la anterior, ya lo verás. Cuídate mucho, pichón". Jana le devuelve la sonrisa y, merced a una curtida técnica de distracción, se guarda el papelito en un bolsillo del uniforme antes de que nadie llegue a verlo.

Horas más tarde, Jana cruzará el Penny Bridge mientras la superficie del Liffey espeja la creciente oscuridad en que se sumerge la cúpula de la ciudad. La notita indica una calle en las afueras de la ciudad como dirección, y las dos de la madrugada como hora del evento. Jana se siente momentáneamente aturdida. No queda nada de aquella deleitosa, casi embriagadora codicia, que le llevaba a sobrevivir el espacio de tiempo entre el lunes y el viernes ansiando repetir la experiencia del fin de semana previo. Todo aquello había sido vencido por una marea de realidad: la sensación de saberse esclavizada, degradada al nivel de herramienta lúdica para una masa de acaudalados turistas sedientos de erotismo. Junto a la puerta del Oliver St John's Pub, el viejo Ian le saluda con una leve inclinación de cabeza, y pronto esa voz a medio camino entre el arañazo y el soplo de una gaita comienza a cantar Whiskey in the Jar. "Siempre consigues animarme, Ian", sentencia Jana. "¿Animarte? A las chicas como tú habría que pagarlas sólo por verlas sonreir". Varias monedas caen en el estuche de la guitarra, y la sabia felicidad de Ian asoma un poco más por entre la profunidad de su pálida barba. "¡Que Dios te bendiga!".

Extrañamente, el callejón está menos abarrotado que de costumbre... pero el estuche reúne muchas más monedas de lo habitual. Un último tintineo hace que el anciano alce la cabeza: Frente a él, una pelirroja rechoncha le contempla cruzada de brazos. En su rostro, definitivamente extranjero, Ian adivina la momentánea relajación de un alma insatisfecha; el pasajero libertino que se escinde por unos instantes de la sobria rutina de su tránsito. "Buenas noches tenga usted, señorita", y se quita el sombrero. "Me pregunto si podría volver a tocar esa canción... me gusta tanto cómo la interpreta...". Ian se mesa la barba y sonríe. "Tan guapa, y sola un viernes por la tarde... ¿de dónde sale usted, hermosura?". Ana baja la cabeza, más halagada que avergonzada. "Creo que de España, aunque ya ni lo recuerdo", contesta. El anciano deja que suenen unos acordes al azar, a modo de preámbulo. "¿Sabe una cosa, joven? Hay una aventura en cada uno de nuestros días. Y lo mejor es que no podemos hablar de protagonistas ni secundarios... todos son protagonistas. Menos yo, que como espectador torpe y bobalicón, no sé hacer otra cosa que tocar canciones como ésta". Los arpegios inundan el paseo, mientras alrededor de Ana se entrecruzan miles de trayectorias humanas que marchan entre sueños hacia a la siguiente aventura en el húmedo mosaico de la ciudad de Dublín.





1 comentario:

nunca contentos dijo...

Creo que leería este pasaje cien veces. O más. Me encanta el cruce de lineas que vamos formando en una ciudad. Muchas veces nos cruzamos sin tocarnos. Otras chocamos y sin embargo no llegamos ni a vernos.
Fantástico. Has transmitido al detalle cada hilo cruzado en esas calles irlandesas.