Yo no supe qué era la luz hasta pasados los tres años de edad. Les explico.
Mi pijama era grueso, de lana granate; se estaba calentito ahí dentro. Mis rodillas se hundían en la gran alfombra negra que cubría el suelo de la habitación. Mis manos cabían en los desagües de la cocina y a veces tropezaba al caminar.
La principal preocupación de mis progenitores era mi ritmo biológico de sueño, insoportablemente anárquico aun teniendo en cuenta mi edad. Mi padre, harto de batallar contra un enemigo aplastantemente superior en recursos energéticos - y acústicos -, tuvo la ocurrencia de contarme un cuento antes de acostarme.Me gustó tanto que le pedí otro para la noche siguiente... y para todas las siguientes de la siguiente. A pesar de contar con un narrador notablemente culto y amante de la lectura, no había manera humana de conocer cuentos suficientes como para dejarme satisfecho. Me hago cargo de la tortura que padeció este hombre, absolutamente hastiado de narrar una y otra vez la gastrectomía del lobo feroz o el desalojo doméstico de los tres cerditos.
Cierta noche llegó armado. Colocó un peso considerable a los pies de mi cama: 366 y más cuentos, se llamaba. "A partir de ahora, podré leerte un cuento distinto cada día". ¡Albricias! ¡Un cuento para cada día del año! ¡Habíamos descubierto América! Sí, era real: un libro cuya valiosa fuente de maná resultaba inagotable; no como mi padre, que con su obsequio pudo despedirse de unas ojeras que ya comenzaban a estigmatizarlo.
Pero entonces me doy cuenta de que soy un niño, y como tal, noto cómo ciertos rasgos inherentes al ser humano despiertan en mí con un coraje y un apetito exentos de autocontrol. Rasgos como la curiosidad. Porque toda vez que estoy aburrido de repasar las ilustraciones de Simbad, Ali-Babá o Aladino, me da por empezar a prestar más atención a esos símbolos, esas manchitas de tinta que las acompañan. Me enfurece tanto no comprender esos símbolos que estoy dispuesto a realizar un salto lunar en medio de la Tierra.
Ahora bien... nuestro lenguaje es insuficiente para describir el verdadero modus operandi del aprendizaje inconsciente, de la fantasía evolutiva, del milagro. Mucho menos cuando éstas tres se dan la mano. Simplemente, buscaba una gema... y excavé. Excavé con punzón, con picos y palas, con piolets, con uñas y con dientes de leche. Y vi cómo aquella tozuda capa de cal iba cediendo. Capa tras capa. De la cosa al símbolo, del símbolo a la letra, de la letra a la palabra, de la palabra a la oración, de la oración a la luz.
El niño grita emocionado, papá y mamá corren incrédulos al cuarto. Suspiran de puro alivio: "ahora sí que no le quedan excusas para retenernos por las noches". Pero hay que ver, el niño está a punto de estallar. El niño ha reflotado la Atlántida, ha sofocado el incendio de Roma, ha sacado a Diógenes del barril. Lo imposible se derrite entre sus dedos... y ni siquiera es plenamente consciente de lo que acaba de conseguir.
Porque, damas y caballeros, acaban de asistir ustedes al descubrimiento del Amor. Así es. El chiquillo se ha enamorado. Y ya se sabe que el primer amor no muere jamás.
Y suerte que sea así, porque no todos conocen este sentimiento a tan tierna edad. De hecho, los hay que jamás lo hacen. Los hay que se empeñan en alimentarse de odio y terminan intoxicados. No hablamos de amor carnal, claro, pero lo que importa aquí no es el objeto del sentimiento, sino el sentimiento en sí. Por algo la pasión es ciega. No se ama la joya, sino cómo la joya encaja en nuestro dedo. No se ama al amado, sino a la ilusión de una vida junto a él. No se vive del papel, sino de las maravillas de tinta que flotan en su superficie.
De hecho, aquí me tienen. Enamorado tan bobamente como en ese primer día. Y no creo que vaya a cansarme nunca. Si ustedes no están seguros de haber encontrado su amor, nunca es tarde para hacer un poco de espeleología. No tengan ninguna prisa. A veces la capa de cal se resiste... pero a mí siempre me sobra una mano.
Mi pijama era grueso, de lana granate; se estaba calentito ahí dentro. Mis rodillas se hundían en la gran alfombra negra que cubría el suelo de la habitación. Mis manos cabían en los desagües de la cocina y a veces tropezaba al caminar.
La principal preocupación de mis progenitores era mi ritmo biológico de sueño, insoportablemente anárquico aun teniendo en cuenta mi edad. Mi padre, harto de batallar contra un enemigo aplastantemente superior en recursos energéticos - y acústicos -, tuvo la ocurrencia de contarme un cuento antes de acostarme.Me gustó tanto que le pedí otro para la noche siguiente... y para todas las siguientes de la siguiente. A pesar de contar con un narrador notablemente culto y amante de la lectura, no había manera humana de conocer cuentos suficientes como para dejarme satisfecho. Me hago cargo de la tortura que padeció este hombre, absolutamente hastiado de narrar una y otra vez la gastrectomía del lobo feroz o el desalojo doméstico de los tres cerditos.
Cierta noche llegó armado. Colocó un peso considerable a los pies de mi cama: 366 y más cuentos, se llamaba. "A partir de ahora, podré leerte un cuento distinto cada día". ¡Albricias! ¡Un cuento para cada día del año! ¡Habíamos descubierto América! Sí, era real: un libro cuya valiosa fuente de maná resultaba inagotable; no como mi padre, que con su obsequio pudo despedirse de unas ojeras que ya comenzaban a estigmatizarlo.
Pero entonces me doy cuenta de que soy un niño, y como tal, noto cómo ciertos rasgos inherentes al ser humano despiertan en mí con un coraje y un apetito exentos de autocontrol. Rasgos como la curiosidad. Porque toda vez que estoy aburrido de repasar las ilustraciones de Simbad, Ali-Babá o Aladino, me da por empezar a prestar más atención a esos símbolos, esas manchitas de tinta que las acompañan. Me enfurece tanto no comprender esos símbolos que estoy dispuesto a realizar un salto lunar en medio de la Tierra.
Ahora bien... nuestro lenguaje es insuficiente para describir el verdadero modus operandi del aprendizaje inconsciente, de la fantasía evolutiva, del milagro. Mucho menos cuando éstas tres se dan la mano. Simplemente, buscaba una gema... y excavé. Excavé con punzón, con picos y palas, con piolets, con uñas y con dientes de leche. Y vi cómo aquella tozuda capa de cal iba cediendo. Capa tras capa. De la cosa al símbolo, del símbolo a la letra, de la letra a la palabra, de la palabra a la oración, de la oración a la luz.
El niño grita emocionado, papá y mamá corren incrédulos al cuarto. Suspiran de puro alivio: "ahora sí que no le quedan excusas para retenernos por las noches". Pero hay que ver, el niño está a punto de estallar. El niño ha reflotado la Atlántida, ha sofocado el incendio de Roma, ha sacado a Diógenes del barril. Lo imposible se derrite entre sus dedos... y ni siquiera es plenamente consciente de lo que acaba de conseguir.
Porque, damas y caballeros, acaban de asistir ustedes al descubrimiento del Amor. Así es. El chiquillo se ha enamorado. Y ya se sabe que el primer amor no muere jamás.
Y suerte que sea así, porque no todos conocen este sentimiento a tan tierna edad. De hecho, los hay que jamás lo hacen. Los hay que se empeñan en alimentarse de odio y terminan intoxicados. No hablamos de amor carnal, claro, pero lo que importa aquí no es el objeto del sentimiento, sino el sentimiento en sí. Por algo la pasión es ciega. No se ama la joya, sino cómo la joya encaja en nuestro dedo. No se ama al amado, sino a la ilusión de una vida junto a él. No se vive del papel, sino de las maravillas de tinta que flotan en su superficie.
De hecho, aquí me tienen. Enamorado tan bobamente como en ese primer día. Y no creo que vaya a cansarme nunca. Si ustedes no están seguros de haber encontrado su amor, nunca es tarde para hacer un poco de espeleología. No tengan ninguna prisa. A veces la capa de cal se resiste... pero a mí siempre me sobra una mano.