IV

Un sorbo, y con eso bastará.
Desarmar el lienzo de tu mirada
- que se amarra al barranco de unos labios
para recoger cuanto caiga de ellos –
durante una sola noche, no más.
Y acaso, de sueño en sueño, hilvanar
un bordado bufón de ti. Por fin,
arderá el espectro de no tocarte.
Diezmando el lago con esperas, cuento
pestañas del calendario. Un martes
menos, otro de más. Te verterás
mañana en las costas de blancas sábanas
que alumbran deseos secos. Donde
se pierden los sorbos que no me das.
Un sorbo, quiero; una gota y
nada más.

...y poco más

Se guardó la tarjeta envuelta en sudor. La invitación había llegado con un misterio atrayente ahora convertido en cruel; un espejo que desdoblaba un camino bordado de tensiones. Habían dejado los postres, los puros con su cinta rosa y las conversaciones suspendidas en las mesas del salón, y ahora sacaban el mechero mientras se apretujaban en las americanas.
- Será la última vez que podamos hacerlo, ¿no? – sonrió Jorge-. Cada vez que te imagino en un altar…
‘Nandín, chacho, es como no verte a ti’, le había dicho. Le devolvió la sonrisa como quien devuelve un empellón. Con un gesto le instó a que se colocaran bajo la escalera de piedra, donde el viento no molestara a la llama ni a los dedos, deshaciendo sin prisa y sin pausa los grumos de marrón oscuro. El de Jorge tenía un tono un tanto más claro, y por algún motivo que Nando juzgó puramente estético, aparentaba saber mejor.
Sabía desde hacía varias horas que ya no podría escapar de la fatiga; a pesar de que Jorge seguía siendo Jorge – y eso en el fondo era bueno-, estaba deseando pasar lo que quedaba de boda en cámara rápida, como un rápido muestrario de fotos de un viaje fallido; comprimir el cóctel y el embarazo del tradicional baile de los novios. Volver a casa lo antes posible.
Pensó que tocaba hablar por hablar.
- ¿Qué tal está la cosa por Extremadura? – y señaló con la frente lo que Jorge tenía entre las manos. Éste ya se desenvolvía con la lámina de papel.
- Jodida, como en todas partes. Ésta es del Mario, le llaman el Mercachifle, ¿sabes?. No sufras, ahora haremos un exchange.
Para colmo, los zapatos nuevos, ‘en los probadores no apretaban’… y la gruesa americana, y la camisa de franela parecían escasos ante la creciente brisa helada. Las temperaturas habían acogido su regreso a la ciudad con el despecho de costumbre, manifestado en el viento que sondaba la profundidad del patio, a través de los frisos de mármol y el saludo de los leones petrificados a la entrada. A pocos metros se extendía la alfombra roja, y las velas apostadas a la entrada del mesón permitían a ese carmesí pronunciarse por encima de la seriedad de una noche sin estrellas.
El humo pronto marcó un trazo rectilíneo, de los labios al claroscuro del patio. Llegó el manto cálido y a la vez nulo a los párpados y a los músculos.
- Me ha gustado eso que me has dicho antes.
Jorge cerraba los ojos y atendía a otra cosa.
- Yo también me hubiera aburrido lo mío de no haber estado aquí Carlos y tú – prosiguió.
Le contestó una sonrisa perdida en la neblina.
- No me canso de decírtelo, tío – no, Jorge no se cansaba, era cierto -. Tengo muchos primos, todos en el barrio los conocen, pero al que no conocen es al mejor.
Nando miró con algo de extraño recelo ese brazo que se le cernía sobre los hombros.
- Aparte que es verdad – siguió Jorge -. Carlos no quería venir. Si no llegas a estar aquí… descarado. La leche, necesitaba yo verte.
Recordaba las fallidas explicaciones, dejando el pastel de chocolate a medio terminar; se incomodaba. Ciertos temores y deseos persistían, pero todo lo demás se expelía cómodamente contra los antiguos muros de piedra.
- Me gustaría pedirte un favor.
‘Oh, sí, claro’ contestó un apurado Jorge; y sus manos intercambiaron lo que llevaban.
- No me refería a eso – ‘éste Jorge, más despistado y lo llamarían genio’ -. Estaba pensando, sabes, en un favor estúpido; más que este. Y no acepto un no por respuesta.
Y se lo pidió, pero lo hizo en términos incompletos, como si quisiera disfrutar con esos segundos necesarios para comprender. Jorge se había sentado en una rampa que escapaba de la farola más próxima, quedando tan sólo iluminado de vientre para abajo. Sus piernas dejaron de balancearse.
- Entiendo.
Pensó que ese instante no podría repetirse, no podría escribirse, no debía borrarse. Ah, la tía Macarena se había llevado la cámara digital.
- Entiendo, entiendo, la madre que te trajo, ¡Nandito! ¡No me lo puedo creer!
Tuvo que aceptar el abrazo, que llegó más rápido de lo que esperaba: Jorge siempre había sido más ágil que él. Ahora sí veía la descarada blancura de los dientes, y sus manos lo apresaban entre los hombros.
- Has de comprender – le dijo con calma -, que todo esto no debe saberse. Sí, tu creerás que es el momento ideal, pero…
- ¿Pero qué? Ahora mismo montarías la guinda que le falta a todo esto. Un verdadero vendaval, ya lo creo. Además, ¿tú has visto cómo están la abuela y el tío Benito? Lo que necesitan oír algo así…
Un empuje de origen incierto pedía a Nando que confesara no haber pensado en nadie más que en él mismo al contar su pequeño secreto. Pero optó por tomar otro ignorarlo, mientras analizaba el desagradable contenido que ‘vendaval’ tenía en aquél momento.
- Y lo oirán, primo. Pero ahora no, no quiero. Y Paula tampoco quiere, cosas… cosas suyas, entiéndelo.
Porque ‘entiéndelo’ era un estoque que desarmaba siempre a Jorge, que relajó los brazos y asintió con seriedad. Rápidamente esgrimió de nuevo su sonrisa de bufón.
- Qué bárbaro – se llevó ambos dedos a los labios y aspiró-. Y qué grande estás. De aquí a poquito, casado y con hijos. No pinta mal tu día de mañana. Chato, nunca pensé que alguien pudiera quererme como padrino… puedes contar conmigo, ya lo creo.
La brisa levantó una pequeña polvareda que provenía de los campos circundantes.
- Cuídala, porque se lo merece. Es una tía estupenda – dijo Jorge.
Lo era. Y Nando sólo hubiera pedido estar con ella. Con su brazo al lado, la seriedad obligada en ciertas convenciones se volvía un tanto más soportable. Pero en cambio no podría haberse escabullido con Jorge. Paula sabía lo que venían a decir esos ojos enrojecidos; de inmediato, una mirada censora, y la noche se hubiera desteñido con la incomodidad que se disimula torpemente por educación. Sin Paula, con Paula. Sin hijos, con hijos. Un abismo vacío dos pasos atrás y una comitiva de espadas dos pasos al frente. Siempre pisando un terreno húmedo en el que los pies sólo habían dejado de patinar al reunirse con Jorge; un primo al que querer pero que también dejaba abiertos muchos interrogantes. ¿Qué eres tú, Jorge? Tan camaleónico, brillante unos días y hermético unos otros. ¿Un solterón sin remedio? ¿Un carismático trastorno bipolar? ¿Una desdeñosa e irónica respuesta a las esperanzas de la familia?
Fue una vez para él algo más. Por muchos años, un mentor; un profesor de danza caído de otro siglo, que le enseñó a no caerse en la lactancia, le descubrió nuevos pasos de baile en la adolescencia, le abrió las puertas al gran escenario en la juventud, hasta que de pronto se acabó la función. Y sólo quedaban ecos fuera de compás.
Aquél sería el último momento de esparcimiento que podría compartir con él. Al menos, con él y aquel denso frío de humo. Al tiempo que aceptaba esa idea, la enfilaba ante sus ojos; como si lo que quisiera hacer no correspondiera con lo que estaba haciendo. De nuevo el barranco y la espada, de nuevo la encrucijada. Pasaron dos camareros de camino a la bodega. El haz de la farola hizo relucir algo que llevaban en las manos, muy probablemente las bandejas plateadas con las que habían repartido puros y presentes. Nando les sonrió, escondiendo la mano. Se llevaban de nuevo las bandejas a algún almacén perdido y sombrío, hasta que llegara la hora de blandirlos de nuevo en el magno salón donde las paredes sonreían de azul celeste y todo eran promesas, pajaritas al cuello, cubertería fina, difusos reflejos en las cristaleras; tintineos.
- Todo en general me tiene acojonado – dijo al fin.
No tiene porqué ser el final de nada. Ni tampoco el principio de algo. Fíjate.
Nando, espeso, se había detenido a pensar en si no estaba más guapo con la boca cerrada. Pero pronto vio un dedo que se le ponía al frente para insistir en lo que debía captar su atención.
En el segundo caserío, los dos camareros, ahora con pañuelos blancos en vez de bandejas, se habían plantado en el otro extremo de la alfombra roja. Nando vio claramente cómo a la entrada se recortaba una tercera silueta – portero, maestro de ceremonias; un extra más en el extenso reparto de los servidores nupciales – y le entregaba a uno de los camareros lo que parecía un traje de frac negro envuelto en plástico.
Aún tratando de exprimir la deducción más rebuscada, Nando no terminaba de comprender. ‘Y ahora éste dará su golpe de gracia y dará un discurso desatinado sobre lo que realmente quería decir… ‘
- Ese tipo – masculló su primo, escupiendo hebras de tabaco -. Nos ha estado sirviendo esa sopa y ese pollo tan ricos ahí dentro, pero aún no se puede ir a casa. No. Le queda otra cláusula en el contrato, ja, ja. En esa casa es donde Julia y Tristán bailarán a Sabina, y el padre de la novia se sentará con los ancianos mientras tú, yo y los demás invitados arrasamos las reservas de vodka y JB.
"Será algo grandioso, ¿cómo decíamos tú y yo en los partidos? Tremebundo. Casi tanto como lo que ha sucedido hace un par de horas en el altar. Casi tanto como ese discurso que el novio no quería leer, seguro que por eso le ha quedado precioso."
"Pero míralo, míralo bien cómo se lleva el traje. Para este tipo, la cosa es así, y poco más. Camisa blanca por frac negro, servir el champán y todo eso, como manda la casa. Seguro que en verdad acaba de recordar dónde ha dejado las llaves de su coche. Pensará: ¿qué habrá últimamente para ver en el cine? O contará las horas que faltan para volver a casa y tirarse a su novia."
"Entre tanto, la gente que pide canciones pasadas de siglo, se va a llorar, alguno dirá que no se sentía así en mucho tiempo. O en toda la vida."
Pasaron unos segundos. Con su aspirar, Jorge reavivó una pequeña lumbre a uno o dos dedos de su boca. ‘Y ahora tratará de desliar todo el nudo con una rápida frase…’.
- Aquí estamos, primo, fumando manteca fina a la luz de la luna. Y no hay nada más. No habrá nada más.
Las tres figuras desaparecieron en el interior del caserío, dejando a Nando y a Jorge totalmente sólos en el patio. Más allá de la verja blanca, pasaron dos conos de luz: era el primer automóvil que veían en toda la noche. Una altiplanicie de hierro y ladrillo, velada por el humo y la niebla de Octubre, exponía los límites de una Madrid desnuda de su tráfago interno. En la lejanía se mostraba más suya, más vasta y misteriosa.
Solemnemente, todo se desvanecía. Los minutos anteriores no contaban y era como si el rostro de Jorge fuera uno de los que se ven al despertar. Tenía los pómulos al rojo vivo, a pesar del frío.
- Por cierto – irrumpió Jorge -. Patricia sabe escogerse las amigas. Son de toma pan y moja.
Nando le empujó con eso que no era sino cariño. En otro tiempo, hubiera pensado de su primo: qué vulgar, soez, rompebragas; siempre igual. Pero ese siempre igual era el colofón perfecto para quererlo, y para abrazarlo; cosa que si no hizo fue porque pensó en el baile, donde habrían momentos de sobra para ver llover besos, abrazos y hasta algún principio neurótico.
Será mejor que volvamos o sospecharán. Eso lo acordaron sin abrir la boca, como tantas otras cosas. Una calada final, y los círculos brillantes rodaron cuesta abajo por la rampa hasta que el viento los redujo al color de la noche. Regresaban al salón cuando vieron a todo un río de familiares e invitados que atravesaba la alfombra, en olas ordenadas por apellidos y costumbres en común.
- Se acabaron los postres. Creo que se nos ha ido la olla un poco aquí.
El brazo de Jorge ya no le parecía molesto.
- Pero esto no ha hecho más que empezar, primo. Vamos al baile a que nos den las diez…
- Y las once, y las doce, y las…
- Jorge, pórtate bien – le palmeó un par de veces la barriga -, y quizá me lo piense y te ayude con esas niñas de toma pan y moja.
- Eh, me pido la castaña. Te regalo esa tan sofisticadilla, toda para ti. Quiero verte pegadito a ella.
Tú lo que quieres es que me crucifiquen, ¿no?
- Bah. Dentro de unos meses, eres tú el que va a estar en el centro de la pista. Esta será la última vez, primo. ¡La última!
El portero que minutos antes era camarero les saludó y cedió paso al interior del caserío. Su sonrisa era la misma, pero los ademanes habían tomado una faz distinta. Tras ellos se mezclaban varias generaciones de voces enredadas, y el viento de Getafe arreció un poco más.

Sobre el césped


Se abre el enorme clamor, como aguas del mar ante Moisés; y en ese pasillo animal, ese rugido por encima de los focos y la noche, surgen los dorsales y los guantes, los tacos aniquilando el césped recién plantado. Los pañuelos y las rosas les acarician los brazos, en un remolino de bellos coloridos; y mientras un altavoz nombra sus apellidos, una furia, una unánime voz apabullante los repite en una corta ovación que unifica el fondo norte, el sur, y millones de laditos expectantes frente al monitor del salón o del bar. Los contrincantes se pierden en sus estiramientos, los miran con nerviosismo mientras arremolinan los brazos y ocupan sus posiciones, igual que álfiles y peones invaden suavemente un tablero de ajedrez; y en un flanco del inmediato campo de batalla, el comandante de la embarcación se mantiene al otro lado de la retícula blanca que cierra el océano verdoso, mientras grita las últimas órdenes y, de paso, demuestra al dios propietario – consumiendo un puro tras una lujosa mampara de vidrio a más de cien metros de altura- que él y sus contramaestres hacen bien su trabajo.

Los capitanes se colocan al frente y en su apretón de manos contrasta, además de la contienda entre el frío soplo del norte y el ardoroso arenal de sudamérica, la tensión, los miedos, las urgencias de una nación y un ideal aplastados en la palma de una mano. La moneda surca el aire y la ágil mano del colegiado protege su resultado; la voltea y agita, como si todo fuera crucial para el devenir del encuentro, y los jugadores aceptan el resultado con más protocolo que resignación. No es momento de regresar, pero allí flotan, ante todos, sus recuerdos resucitados: pateando un balón lleno de costuras, causan delirio en el patio del colegio, en la pista fangosa del parque, en la cancha imaginaria con dos piedras haciendo de portería; y con su facilidad, con los trucos que han aprendido de sus ídolos, dejan atrás a compañeros y arrancan aplausos en las chicas que cuchichean en las gradas. Y los rubores y las bocas abiertas de los familiares, ¡Ay mi niño, es un prodigio!, las miradas sinceras de los monitores de gimnasia, “no sabe lo que tienen en casa, señora”, y ese gol frente al que el portero, calco de una estatua, poco ha podido hacer; en los brazos de avioneta de la futura promesa ése es un tanto que vale un título, un mundial, una vida entera. La campana coge por el pescuezo a los chiquillos, que retrasan un par de minutos más el partidillo hasta que regresan irremediablemente a clase, entre comentarios emocionados por las mejores jugadas y críticas contra las artimañas de los insoportables.

Tan lejano y tan próximo todo aquello. Tan indiferente y tan elemental: el portero, el central y el ariete, así como el míster – que ya tuvo su ocasión de gloria y la vio volar con un tres a cero en contra-, tienen presentes estas nostalgias que atentan contra la supuesta frialdad que todo deportista ha de ilustrar como un estandarte. Afirman, con ese aliento previo, que toda la sangre derramada, todos los sudores, desafíos, levántate del suelo, chaval, y batallas de los últimos años tienen por objetivo ayudar a ese chico del pasado, definirlo; y no definir a los espectadores y televidentes que lo mismo les ovacionarán al primer toque que les insultarán al cometer un error. Se aprietan los cordones mientras piensan en todo menos en los cordones; se repiten las últimas instrucciones mientras lo memorizan todo salvo las instrucciones. Un silbato descansa entre dos labios severos; el clamor resquebrajará después un eje del campo y, cuando el balón eche a rodar, todos los fantasmas y glorias del pasado no significarán nada; hasta el próximo encuentro.

Acuario


- No- dijo él-. No querría hacerlo.
Se había estirado hasta que las piernas, antes enmarañadas entre las de ella, se volvieron paralelas. Ella sintió un roce gélido surcando las puntas de los dedos de sus pies, y cerró los ojos un instante.
Él había comenzado a hablar. Y por lo que se adivinaba, iba a decir algo totalmente inesperado. Retuvo la mirada un par de segundos más.
- No. Prefiero hacer esto.
Se inclinó con suavidad y pasó los labios por la frente desnuda.
- O esto.
Ladeó la cabeza para poder desgustarle el lóbulo de la oreja, que se escurrió como un pedazo de carne tierna por entre los los labios húmedos.
- O esto.
Y jugó por tercera vez con los labios, esta vez para acariciar el inferior de ella, tan despacio que tuvieron que cerrar los ojos para notarlo. Ahora se sentían nadar dentro de un acuario cálido.
- Pero nada más.
Las paredes eran de un color ambarino muy brillante. Si hubieran optado por un transcurso distinto esa noche, si hubieran permanecido en el restaurante para postergar la cena de negocios, si aún estuvieran moviendo piernas y caderas en la pista parpadeante, ¿qué hubiera sido de todo aquello?
A este pensamiento, él le añadió gotas de su inspirada cosecha. ‘Habrían pasado años hasta tener otra oportunidad para decirlo. Habría recorrido una noche larga y tortuosa en la intimidad de mi habitación, escribiendo una frase que quizá jamás hubiera llegado a pronunciarse’.
Ella miraba a su amigo, que ya no era tal sino un dúo alarmente de ojos grises que la arrastraban, sin pedir permiso, al fondo del acuario. Miraba a su amigo y se preguntaba porqué había de ser su amigo.
- Has crecido mucho últimamente, Marcos.
Él se adelantó. Entre sus brazos, ella giró el cuerpo y hundió la espalda contra él. Ahora ambos miraban en la misma dirección: la puerta de marrón antiguo no ahogaba un frenético ritmo de fiesta que provenía del sótano. A poco de que amaneciera, ella dudaba de que quisiera hacer cosa al día siguiente.
Sería domingo. ¿Porqué no quedarse en la cama, estirando las horas, hasta que tal vez él cambiara de opinión?
- Podrías apagar la luz. Es buen momento.
La lamparita murió de pronto y Marcos siguió haciéndole cosas que no hubiera hecho en ningún otro momento, sin llegar a hacerle lo que había deseado en todo momento.