La náusea (parte II)


Tuvo algo más que un buen rato para rememorar lo ocurrido. Mientras removía con aire ausente la taza de café, sosteniendo la cuchara con dedos livianos, centró su mirada unos minutos en la familia que acababa de entrar en la cafetería. Papá parecía severo, correcto, pero al mismo tiempo se adivinaban en sus gestos y su expresión el contorno inconfundible del amor sin condiciones, orgullo de padre por sus hijos. Estos eran dos, un niño y una niña, ésta última algo mayor que su hermano, a quien le leía con excitación la lista de ingredientes de una lata de cola. “Pero yo he oído que esto tiene una fórmula secreta y sólo la sabe un señor que está encerrado”. Su hermana le ofreció entonces una improvisada explicación de la fórmula y con sus palabras conmovió a Andrea, que no se reconocía en la desbordante imaginación de la niñita. Por primera vez desde la noche anterior, Andrea se tomaba unos segundos para observar a los demás, en vez de prestar atención a obsesiones y debates interiores a los que mimó agitadamente desde siempre.
Consideraba que no había forma de ser una buena actriz sin poseer un mundo interior tan inquieto como oculto a ojos de los demás. La imagen de aquellos dos niños, cándidos y despiertos, rebosantes de entusiasmo, la condujo por unos momentos a cruzar el extremo opuesto de la feroz frontera en la que creía encontrarse en ese momento.

***


La tentación de romper el lienzo a brochazos no decrecía. “Ahí estás, triste querubín, y yo sin saber qué hacer contigo. ¿Cuánto debo añadirte, quitarte, hasta que estés perfecto? Ya que te me has aparecido en sueños podrías echarme un cable. Quiero pintarte, de eso estoy seguro. Dime al oído cómo debo hacerlo, porque si no juro que me tiraré por la ventana, o mejor me emborracharé primero y luego me tiraré”.
Los amigos de Andrea, en realidad sus únicas amistades desde que residía en España, le habían proporcionado varios libros que según ellos le ayudarían en esa búsqueda de la perfección artística, incluso tratados de psicología y filosofía con los que podría ahondar en la razón de ser de su viejo monstruo. Jean Paul no tenía dudas: lo que más amaba en la vida era pintar. Y además había logrado vender varios cuadros a una buena suma, una buena razón ésta para seguir adelante. Cada cierto tiempo, y cada vez con más frecuencia, se embarcaba en un nuevo proyecto y un incendio que salía no se sabía de donde crecía dentro, nadie lo extinguía y finalmente el cuadro, o mejor dicho la idea inicial, quedaba desterrada; inacabada. “Esos libros son interesantísimos pero a mí me entran como un caramelo con sabor a ceniza. Ojalá fuera más despierto”.
Miró a su alrededor. Desde que huyera de su familia no recordaba haber dormido bajo un techo tan acogedor. Los estantes de fina caoba, la mesa con la superficie de cristal pulido, el blanco reluciente de las paredes. No era la casa de ninguna millonaria y sin embargo lo parecía.
No se sintió orgulloso de su impulso, pero dejó el pincel en la base del lienzo y huyó a la cocina hasta y se sirvió algo de vino en su copa; la vació de un trago. Luego se sirvió algo más y recostó la espalda contra la nevera mientras concentraba sus incertidumbres en la lámpara amarilla del techo. Resopló, agachó la cabeza. El vino oscilaba de un lado a otro del cristal, con ese rojo sangre que imaginó desollando las paredes del hígado sin sobrecogerse.
En el suelo de la cocina había algo brillante y minúsculo.
Se agachó con la copa temblorosa, fruncido el ceño. Al principio creyó tener ante sí un pedacito de purpurina suspendido en la crema de las baldosas.
En realidad provenía, podía jurarlo, de un abrigo de Andrea; un regalo para ella en las navidades pasadas, cuando aún se estaban conociendo Le encantó la textura de dicho abrigo grisáceo sobre el que destacaban seis botones revestidos por una capa de lo que parecía purpurina grisácea, lo compró sin mucho pensar. Si una migaja de dicho botón acabó en el suelo de la cocina es porque Andrea llevaba el abrigo puesto cuando perdió el conocimiento.
Pensaba constantemente en cómo habían mutado esas pupilas. Como si imploraran auxilio, aprisionadas en un cuerpo equivocado. Nunca pensó que alguien pudiera reflejar tanto miedo, si es que era miedo, y lo peor era haberlo descubierto en unos ojos familiares. Jean Paul se describía a si mismo como un alma inquieta, revoltijo maleable. Pensar en Andrea siempre frenaba esa inestabilidad, pero no recordando ese círculo profundo hinchándose y encogiéndose como lo hizo.

***


Andrea se acercó a la cabina y descolgó el teléfono. Durante unos segundos su única compañía fue el zumbido que llegaba desde el otro lado de la línea. Ante sí ya apenas distinguía las teclas o el azulado de la cabina, sólo la sensación de estar frente algo que podía marcar un antes y un después. Al marcar el número se dio cuenta de que solo estaba cumplendo con lo que sus pensamientos gritaban desde por la mañana, y con ello bien podría triunfar, bien podría ahogarse para siempre.
La asaltó un recuerdo. Tenía catorce años cuando se presentó a su primera prueba, un anuncio de televisión que para el bien de todos no llegó a emitirse. Se recordó a sí misma de mil maneras pero ante todo, intranquila; y el director que se creía Spielberg decía “quiero que me lo des todo… sé tu misma… olvida todo lo que has visto… dame tu energía”, y otros pedruscos que escupía su boca y cruzaban el aire por encima de Andrea y se estrellaban. Nadie distinguió el talento de la muchacha aunque solo había de fingir estar enferma y decir el nombre del producto, la frase “ya te llamaremos” fue la única de la que sacó algo en claro. No volvería a dudar. En cierto sentido no volvería a escuchar a ningún director tonto del culo, ni a nadie. La frontera entre lo necesario y lo prescindible la delimitaría ella misma.
“Pero ya no tengo catorce años, ese recuerdo me ha movido por mucho tiempo pero la rabia nunca es buena por mucho tiempo, o quizá sí, ¿no me ha ido acaso bien desde entonces? Tal vez si marco este número destruya a esta niña de catorce años, no tengo porqué ser esclava, esclava de ningún recuerdo, esclava de mí misma…”
Al diablo, y marcó el numero.
Le llegaron hasta seis, siete tonos, pero sabía que él siempre tardaba en contestar. Ocho, nueve tonos. Tal vez no estuviera en casa. Siempre estaba en casa. Diez, once. ¿Quieres hacer el favor de contestar?
- Sí.
La afirmación fue tan brusca que Andrea tuvo el impulso de colgar para llamar unos minutos más tarde, cuando estuviera más preparada. Más allá de la cabina, el sol ya se escondía tras las viviendas grises del casco antiguo de la ciudad. El crepúsculo invernal envolvía una brisa que soplaba con renovada insistencia. Se aferró a su abrigo de tela negro y cerró la mano en torno a uno de los botones grises.
- Soy yo. ¿Recuerdas donde nos vimos por última vez? Quiero que vayas allí.
La pausa que siguió no le gustó nada, pero Andrea se había zambullido demasiado como para volver atrás.
- Podríamos vernos mañana- le contestó aquél tono vacío, neutro y a la vez como aflautado, y Andrea sintió la mano de un esqueleto aferrándola por la muñeca.
- No me has entendido. Quiero que vayas allí ahora.
Se mordió el labio inferior mirando a izquierda y a derecha. Aunque las palabras se diluyeran, añadió: “por favor”.

***

Jean Paul acababa de hablar con Marina por teléfono y colgó aún más derrotado de lo que ya se sentía frente al querubín que no había manera de terminar, y que había optado por apartar a un lado del salón en el que no molestara. Marina estaba siempre pendiente de cómo progresaba la carrera de su amiga, pero cuando preguntó a Jean Paul por la prueba de aquella mañana éste tuvo que fingir. Andrea siempre lo llamaba a él, o a Marina, para contar los pormenores de la audición inmediatamente después de terminar. Esta vez no había llamado a ninguno de los dos y tampoco contestó a las llamadas.
Se estremeció por unos segundos. Allí había una fractura que después de cerrada por muchos años volvía a asomar, le golpeaba la nuca para contarle que después de todo no se había marchado.
El querubín de los sueños rotos, la pupila sibilina de Andrea, la cena que se le quemaba. Jean Paul se veía asfixiado por los eslabones que precedían el final de una larga cadena de despropósitos. Al menos ahora ciertas cosas se perfilaban con más claridad. Las noches que llevaban sin hacer el amor, el desmayo de origen incierto y ahora la inexplicada ausencia. Definitivamente todo apuntaba a una incómoda dirección.
Se dijo a sí mismo: “No hay nada que dure eternamente. Deberías estar preparado para cualquier cosa”. Al mirar a su izquierda vio el reloj sobre la mesita de cristal. Estaban a punto de cumplirse venticuatro horas del desmayo.

***


Se recostó contra las puertas del coche y encendió un cigarro, demasiados llevaba ya ese día, y atisbó el horizonte. Costaba pensar que fue allí donde sucedió todo. Aquella ocasión, en pleno verano, todo acontenció en una inquieta dispariedad entre situación y ambiente: el sol irradiaba como si quisiera coronar al estío y derramaba haces enérgicos a lo largo de toda la campiña. Incluso las viñas y las alquerías del fondo, la meseta verde musgo que delimitaba el alcance de la visión parecían acoger el baño dorado con una radiante sonrisa, y ésta se había perdido tan pronto como el otorno barriera la luz y el invierno drenara la vida, interponiendo los desmayos y la náusea en ese oscurecer de la tierra. El sol apagado yacía en algún lugar tras los algodones oscuros que invadieron el cielo en octubre y acabaran por dominarlo en noviembre. Las franjas del crepúsculo ya asomaban el rostro. Andrea centraba sus esfuerzos en calcular cuánto tiempo tenían para desenterrar la pesadilla, hundirla de nuevo y volver a casa antes de que fuera tarde para cualquier excusa inventable.
Allí Jean Paul la esperaría sobre el sofá, con algo de suerte ya dormido, y ella sólo tendría que despertarlo rozando sus labios por la frente y al abrir los ojos se reencontraría con la Andrea de siempre, que llevaba un buen tiempo extraviada sin saber hasta qué punto los demás lo habían notado o no. Fue la primera vez en todo el día que recordó a Jean Paul, la primera en mucho tiempo en que la animo el deseo de buscar su sonrisa antes que la de ella misma. Todo ese futuro inmediato se dibujaba fríamente ante ella, frente a la campiña despojada de color y sabor; Andrea se regodeaba en cierto sentido, sorprendida de sí misma y de esos mustios cálculos, la sensación de llevar el timón ante una brava tempestad.
Había escuchado ya el rumor de un par de motores que finalmente no habían cruzado el camino en el que descansaba ahora su auto, pero se puso en guardia tan pronto como escuchó el tercero. Aquél cascajo sordo, el asfixiado tubo de escape que desprendía auténticos bombazos de chatarra orquesal sólo lo había uno en el mundo. Los dedos le pidieron un enésimo cigarro mientras su piel se preparaba para mutar como un camaleón. Sólo había una manera de hacer las cosas, y ello requería que interpretara una vez más -para un solo espectador convertido en vasallo- y no se sintió abrumada sino envalentonada. No se detuvo una vez, desde luego no lo haría ahora.
El Ford Fiesta más acabado del mundo se detuvo frente a ella. Un mano insolente con el cigarro, la otra quieta en el bolsillo: así contempló Andrea el descender del chubasquero negro que para nada disimulaba la maraña de cobardía, pusilanimidad y gafas de pasta que venían debajo. Además estaba igual de raquítico, igual de “me desplomo en cualquier momento” y esas manitas lívidas se apagaron bajo los grandes bolsillos del chubasquero una vez cerraron el coche con llave. Las zapatillas deportivas, con sus eternas tres franjas blancas y tan desconchadas como el coche de su dueño –que presumía de una capa de polvo bien profunda, y ruedas que contaban remiendos y marcas de fango por millares.
- Aquí estoy- espetó el que podía haber sido el piolar de un gorrioncito que trata de parecer humano. De hecho, dado que era la cosa más extraña que Andrea había visto jamás, bien podría ser un alienígena torpemente infiltrado entre nosotros.
- Quítate ese chubasquero. No te pongas más en evidencia.
“El chubasquero es mío y conmigo se queda”. Andrea enarcó una ceja que rápidamente descendió de nuevo, agotada. No estaba como para reabrir discusiones que no tenían fin. Adoptara la postura que adoptara, el gallito estaba a su merced.
Espero que recuerdes dónde la dejamos- dijo Andrea dando un paso al frente, y tratando de encontrar algún rastro de verdadero carácter en los inquietos ojitos de rana galopando tras el cristal.
- Es posible-. Adolfo no había movido las manos de los bolsillos. Echó un vistazo al cielo encapotado como mecánicamente-. ¿Seguro que no quieres un chubasquero? Porque he oído que va a llover, y hablo de precipitaciones largas y tempestuosas. Siempre que nos vemos, llueve, incluso en verano, cuand…
Ella ya estaba a lo lejos, caminando sin necesidad de volver la vista atrás, menos aún para molestarse en mirarlo mientras decía: “espero que hayas traído tu herramienta, jardinero”.
Adolfo refunfuñó y contempló la espalda de Andrea, más bien ancha para ser femenina. De hecho era más ancha que la suya. Reconocía las formas grisáceas del tapiz celeste: eran estratocúmulos. “Me gustan mucho los estratocúmulos”. Rebuscó con sus largos dedos huesudos hasta reconocer la llave del maletero y lo abrió.
- Por cierto, hoy es mi cumpleaños- le dijo al aire.

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