Varios meses atrás, cuando anocheciera y la negrura se cernió sobre ellos hasta ahuyentarlos, Andrea tomó la precaución de trazar una ‘X’ firme sobre una gran roca de perfil plano que, resoplando, empujó hasta colocarla bien cerca del cementerio improvisado. El viento y las angustiosas horas se encargaron de erosionar la tiza verdosa que aún resistía como podía cuando Andrea y esa ‘cosa del chubasquero’ la alcanzaron. Andrea se sentó sobre la marca y encendió otro. Cerró la portezuela del mechero de gas con insolencia, recordando a la mala pécora ricachona que interpretó en el piloto de un serial cuyo nombre no quiso recordar, y escudriñó a Adolfo aunando aires de niña pija y capataz.
Adolfo no necesitó interrogarla con la mirada. Con la mano derecha iba arrastrando una pala carcomida por el óxido, que dibujaba un trazo seco allá por donde se dejaba caer; ese sonido evocaba en Andrea unas uñas tétricas rasgando una pizarra. Ris, ras. La capa del chubasquero bajó y pudo ella reencontrarse con el pelo corto, alisado hasta rozar lo militar y que inspiraba de todo menos confianza o simpatía. La nariz puntiaguda husmeó el aire mojado y permaneció suspendida en lo alto hasta que una gota solitaria se dio de bruces en su frente, que era extrañamente plana, decaída, “ni un ápice de este fantasma es normal”, como si una gorra hubiera estado siglos ceñida a ella.
- Más vale que te des prisa- le ordenó-. No quiero calarme más de lo que ya estoy con todo eso.
Adolfo había cerrado los ojos y ella hubiera jurado que olisqueaba las nubes como un animal en celo. Permaneció así unos segundos en los que Andrea no existió. Después irguió la pala en el aire, la hundió en la tierra y el hoyo comenzó a formarse. Las manos de Adolfo eran de cadáver. Blancas como una nevada, no había sangre que extraer. Si no fuera por la suciedad en las uñas se diría que brillaban de tiesa blancura. No tenía costumbre de mirar a los ojos, Dios sabría porqué, pero con la terrible nulidad que en éstos había era de agradecer. La pala removía tierra, se agitaba velozmente y se hundía de nuevo, y había tal destreza, casi violencia en su manejo, que Andrea siguió con sus cigarros para disimular el miedo, y la llama del mechero tardó en mantenerse porque el temblor en la mano surgió de la nada.
- Supongo que a ti todo esto te importa una mierda-. Andrea pensaba “tengo todo el derecho del mundo para ensañarme con este mamón. Lo tengo” -. Sólo lo haces para que no te cojan.
No contestó sino el hundir y agitar de la pala.
- Si no hubieras estado allí esa noche, si no hubieras hecho ninguna de las estupideces que pariste en un solo momento, no tendrías porqué estar aquí. Estarías con tus plantas y tus jardines, viendo crecer los geranios, qué se yo, lo que hagas.
Por un momento cayó en la cuenta de lo cínica que creía estar siendo. Soy una cínica y además hipócrita. En el fondo, y no tan en el fondo, lo sentía por aquel muchacho. Tampoco estaría ahí, dale que dale con la pala, de no ser por ella. Ni Dios en persona podría juzgar quién era más culpable. Mas detrás de su apariencia, indescriptible, lejana, tenía que haber un corazón herido. A punto estuvo de decirle con toda honestidad: “lo siento”. Sólo que entonces Adolfo le lanzó uno de sus lánguidos vistazos y Andrea recordó la sangre, el frenazo, el color del cielo estrellándose y las huesudas manos que labraron el maldito hoyo; el infierno de lo peor que había soñado –y de hecho provocado- era el calor con que recordaba lo sucedido: el atropello, la mirada de pánico, el golpe de aire gélido embriagando el paraje; una mano que se tapa la boca, la náusea.
- Me das asco.
Ella había dicho eso en tono bajo pero perfectamente audible. Y miró para otro lado. No quería ninguna respuesta, no necesitaba. La pala dejó de sonar. Sin volverse pudo sentir el escuálido chubasquero plantado frente a ella, rígido y expectante. Él, o aquello, sostuvo la herramienta con ambas manos sin mirarla.
“Cómo puedo darte asco cuando soy el único que sabe quién eres realmente, lo que hay aquí abajo, niña del norte, “luz de mi vida”, es tan mío como tuyo; soy el único brazo al que te puedes agarrar, y es irónico porque yo también dependo del tuyo para no acabar en un calabozo, eso sí, me pregunto cuantas horas de tu vida dedicabas antes a actuar, dime cuántas ahora, lo tuyo es un arte sin ensayos, lo que te doy es desaliento, y tú eres peor que una manzana llena de gusanos”.
- ¿Decías algo?- dijo Andrea. Esos labios se habían movido, ¿verdad?
Adolfo volvió a cavar. Murmuraba que “aquí huele a muerto pero yo no he sido. ¿A que sí, Andrea?”
Quince minutos después tocaba fondo. El golpe contra el metal abollado finalmente llegó, y Andrea se incorporó por primera vez y corrió a extraer la pesadísima caja. Resollando entre mares sudorosos la sacó del hoyo, la arrastró a la superficie y desenredó sendos cordeles de tela flexible que lo aseguraban cerrado. Adolfo no la ayudó, de hecho apenas pestañeó; si hubiera intentado tocar la caja lo hubiera frenado una ristra de mordiscos o lo que Andrea tuviera a mano.
Cómo era posible que oscureciera tan rápido. Al final todo volvía a su posición original, la luna quieta y resplandeciente, los aullidos que juraría se escuchaban a lo lejos. El viento meció las zarzas que cercaban el pequeño claro en que estaban, y Andrea cogió aire muy despacio y con los ojos cerrados, mientras rogaba a la memoria que no le dejara derrumbarse como lo hizo aquella noche, que recordara cuánto se había fortalecido. Mamá no permitas que vuelva a sentirme igual, ya nada es igual.
Cuando la pesada tapa cayó a tierra, arrastró una cortina de polvo que cubrió las zapatillas de la cosa del chubasquero. Adolfo se cubrió de nuevo la cabeza, sólo miraba al horizonte. Segundos después la verdadera lluvia cayó.
***
La puerta emitió un quejido tétrico, abandonado, al abrirse muy lentamente. Andrea se limpió loz apatazos con toda la precaución que pudo, casi acariciando la lona de fibra en la que cayeron los restos de tierra húmeda. Por un instante, baciló. ¿Habrá salido? Los pasillos le eran irreconocibles, la vencían con un silencio desconocido. Hasta la avenida que dormía diez metros por debajo parecía muerta. Cerró la puerta sin descuidar el sigilo y la franja de luz que procedía del rellano se encogió, se hizo una tira ridículo y se extinguió en negrura.
Los dedos le guiaron, surcaron el gotelé del pasillo principal y la llevaron a la cocina.. Pensó en encender la luz un segundo. Pensó en servirse agua, no, vino. Pensó en emborracharse a la velocidad de la luz.
Se desabotonó la chaqueta negra, empapada, y la arrojó cerca del fregadero, sin importarle las migas de pan que descansaban allí. Se despojó de zapatos, y tras un par de inmensos segundos, se desenfundó del jersey, la camisa, los pantalones, sujetador y bragas de un solo “al carajo”.
El balcón era diminuto pero ofrecía unas vistas que la enamoraron desde la primera vez. Había visto las franjas de urbanizaciones, columna vertebral del barrio, extendiéndose hasta el ecuador del panorama; y sí, la vista alcanzaba al silencioso mar, distante y sordo, pero no lo suficiente como para no imaginar su rumor.
Ahora tanteaba la única barandilla que la separaba del vacío. Tal vez había un mundo mejor, en el que la crueldad y la escasez de humanidad con que en ese momento vestía a todos sus semejantes fuera algo extraño, rarezas en minas de diamantes. Nunca había olvidado la pureza con que ella creía distinguirse de pequeña, cuando consideraba que el noventa y nueve coma nueve por ciento de las almas restantes estaban manchadas y perdidas en un caos, faltas de valores, de cuerpo, selva de ignorancia en la que sólo ella –y si acaso unos pocos más- relucía. Ahí abajo también vio una larga hilera de farolas, y una de ellas parpadeaba sin decidirse a expirar. Creyó que así se sentiría por el resto de sus días: peleando por conservar un destello que la abandonaba.
Le dio la espalda al horizonte. Sus ojos no miraban más al frente. Cruzó el comedor, sintió la suave alfombrilla de piel acariciar sus pies desnudos. Paró frente al sofá en que la depositara Jean Paul la noche anterior, miró con desdén al reloj de la esquina de la mesa. Casi pasó por alto que ésta estaba movida descaradamente hacia delante, señal de que él se había quedado dormido con los pies apoyados en ella, esperando a que volviera.
Pero Jean Paul estaba tendido en la cama. Ahora Andrea sí que notó el frío que no sintió en la terracita, y de hecho todo lo que recordaba del día era el calor, hervían entrañas, fiebres desde los albores que al caer la noche se habían convertido en brasas. Sí, todo lo que pedía su cuerpo eran unos segundos de frío.
Jean Paul pensó que ya podía dejar de fingir que estaba dormido. Al girarse, se acabaron las dudas que ofrecía el inquietante silencio que reinaba desde que Andrea entró en el cuarto. Ella ofrecía todo un cuerpo, erguido ante él con abismal rigidez, coronado por una mirada que en la oscuridad intuó pícara, cómplice. Sólo había pánico, en realidad, en los ojos ocultos de Andrea, verdadero miedo y la sensación de que nunca sería nada digno para Jean Paul, ni para ningun otro, ni para un simple despojo de carne. Hubiera seguido allí plantada como un vegetal, noches y noches infinitas, de no ser porque él la tomó del brazo y la arrastró a su vaivén de gemidos tímidos que luego se hicieron gritos y nunca pararon de crecer, y Jean Paul pensó que ya que habían despertado de un largo letargo, ¿porqué no despertar también a todo el vecindario?
Andrea quedó agotada, y más desnuda y más calada hasta los huesos que antes, y más manchada que nunca.
Epílogo
Se había dado cuenta, tras recibir en el rostro la apacible brisa del Mediterráneo, que esa era la primera vez en mucho tiempo que se cogían de la mano. Retomaban una costumbre que, de algún modo, la retraía a su adolescencia, sin que uno se lo hubiera pedido al otro. El pedregal que bordeaba la Bahía des Anges se perdía con el bañar del sol diáfano y las olas que arrojaban tiras de espuma que llegaban hasta su mejilla, aún diez metros más allá de la costa. Caminaban juntos como quien tiene todo el derecho de gozar la tierra que pisa, como si la ciudad fuera hija de ellos y no al revés. Jean Paul palpó un momento el suave proyectil espumoso y sintió esa pequeña sorpresita al tacto, terminados esos seis años de perilla que, ya desaparecida –como símbolo de un renacer- todavía le resultaba extraña al contacto lampiño. Se sentía ligero, despreocupado. Qué extraño era, tanto él como ella eran personas sin horario fijo, casados con las artes y en cierto sentido, esclavos de su propia libertad. No sabían cuando tendrían vacaciones, como tampoco contaban con un horario o agenda fija en sus trabajos; no obstante, eran esas las primeras vacaciones que gozaban desde que se conocieron.
Dos niños en alpargatas y sin camisa pasaron como una exhalación a su lado, y ellos se volvieron para verlos cimbrear dos palos al aire, jugando a ladrón y policía. Se sentían ahora con el placer de pode mirar lo nimio y pasajero: ahora que lucía ese sol, y volaban tan cerca las gaviotas, y ese mar de cuadro impresionista al lado, y este aire tan casto, ¿cómo no sentirse, aunque le pareciera increíble, inmensamente feliz y no extrañarse por ello? Niza también había envejecido como él, y esa madurez por partida doble ejercía su mejor perfil, el astuto, resabido y silencioso espíritu que se sienta en un banco y admira el panorama.
Andrea perdió contacto con su mano y casi cayó de bruces sobre la vereda portuaria de piedra; un bache, tal vez, la hizo trastabillar y ella pareció patinar varias veces no supo si en tierra o en aire, mezclando una mirada aterrorizada con una sonrisa enfermiza. Finalmente no se golpeó, pero quedó nada menos que sentada de culo para regocijo de su novio y de todos los transeúntes, que no eran pocos, y las risotadas venían hasta de parte de las gaviotas. Jean Paul, doblegado de tanto desternillo, le tendió una mano y la llamó torpe, porque no había otra palabra. Andrea disfrutaba, claro, de su propio ridículo; tanto, que no advirtió el hilillo de sangre a un costado del pie, muy probablemente al haberse rozado contra el pavimento. Ahora sí era buen momento para maldecir a las chancletas, claro que sentir ese dolor agudo y estar partiéndose de risa terminaba por ridiculizarlo todo y prolongar la carcajada, deliciosa, de una Andrea que pronto tendría la oportunidad de debutar en el Principal de Alicante. Casi con insolencia atisbaba ahora un futuro prometedor, sólo superado por un presente lleno de caricias, paseos al son del mar y tropezones para enmarcar.
- Vamos a limpiarte ahí- él señaló una fuente circular que presidía la plazoleta que daba pie al puerto, donde descansaban las palomas. Allí habían muchas otras parejas, más de la mitad veraneantes como ellos y algunas acompañadas de sus hijos pequeños. El lugar invitaba a descansar quince minutos a la francesa, con esos bancos – por entero blancos y si un solo desconchón- y el cristalino mecer del agua que caía en finas cortinas desde una plataforma rectangular hasta la base de la fuente.
Con suma delicadeza, él levantó su pierna y le introdujo el pie en el agua. El punzón helado creció desde la planta hasta la punta de los dedos, y Andrea se retorció cómicamente para exagerar el contraste de la herida con la tibieza del agua. Tuvo poco tiempo para saborear la sonrisa de Jean Paul, que era espléndida porque salía sin que nadie se lo pidiera, sin que hubiera que rendir cuentas. Tal vez si no hubiera girado la vista a la izquierda no se hubiera topado con aquél periódico que bajaba y revelaba el rostro enjuto, la nariz afilada y la mirada de sapo sobre el banco. No era lo que pensaba, pero le supo al mismo bolo alimenticio condensado en un nudo de la garganta; el equilibrio se rompía y los recuerdos adquirían la textura de la náusea despertando de un sueño que jamás podría ser eterno. Si Jean Paul no se hubiera agachado a atarse los cordones mientras tanto, hubiera alcanzado a ver al espectro de las navidades pasadas: una pupila que se dilataba y después encogía.