Diatribas estivales





Una amiga siente devoción por la frase de Charles Chaplin en El gran dictador: "pensamos demasiado, sentimos muy poco". Puede decirse que dicha afirmación figura como subtítulo en el manual de su filosofía de vida. Suele decir que procura no pensar en el por qué de sus emociones o sentimientos: los acepta tal cual se manifiestan y rara vez reflexiona en torno al dónde le llevarán. Para ella, el acto de "sentir" es todo un arte, y para que dicho arte exista en su aspecto más puro, debe estar separado del pensamiento.

"¿No estás tú de acuerdo? ¿No le damos demasiada importancia al raciocinio sin prestarle atención a lo que, en esencia, nos define realmente?". En lo que estoy de acuerdo es en que nos hemos empeñado durante milenios en escindir corazón de mente. Parece que los griegos acapararon toda la originalidad que nuestra raza es capaz de dar de sí. Es imposible sentir sin pensar en lo que se está sintiendo, y tampoco es posible pensar sin sentir lo que se está pensando. El error lo cometemos obstinándonos en enarbolar una bandera u otra.





La foto de arriba muestra el modelo de lámparas Rabat, de la compañía Oty Light. Su coste total supera los 1.000 euros, una cifra que no privó a mis padres de adquirirlas para el confortable salón de su hogar. Supongo que ahora estaréis haciendo estimaciones acerca del nivel económico de mis progenitores; la respuesta es sí, para cualquier pregunta que tengáis.

He mantenido con ellos no pocas discusiones respecto al sentido de todo esto. Donde ellos ven una inversión justificada, yo veo una dilapidación monetaria. Donde ellos ven formas magníficas, yo veo un amasijo de hierros. Hierros de los caros. Ellos reivindican su derecho a invertir sus ganancias en lo que les plazca; en este caso, se han decantado por pagar el diseño, no la funcionalidad. Reconozco que me muero de ganas por decirlo:

Creo que les han tomado el pelo.

El último simposio se saldó con una recíproca acusación de esnobismo. Ellos creen que yo rechazo sus lámparas porque soy incapaz de reconocer el verdadero arte, más allá del que formalmente esté aceptado como tal. Yo considero que ellos se empeñan en catalogar sus lámparas como "arte" sólo porque los vendedores y los catálogos mobiliarios indican dónde está la clase, dónde no está y cuánto se debe pagar por ella.

Sólo soy capaz de sacar una conclusión irrefutable de todo esto: si el valor es relativo, el dinero es la ciencia menos exacta que existe.




María termina el bachillerato con unas notas excelentes. La expectación palpita en su entorno, especialmente en el familiar: "¿qué vas a estudiar?" "¿A qué universidad irás?". La muchacha entra en la cocina y proclama lo siguiente: "Papi, mami, que me tomo un año sabático, ¿vale? El mes que viene me voy a Amsterdam; perfeccionaré mi inglés, me buscaré un trabajo y esas cosas. Si eso ya nos vemos en Navidad. ¡Besos!".

Vean ahora a Papi y Mami privados de su capacidad de reacción con el tenedor en la mano, preguntándose qué especie de insecto tropical habrá hecho enfermar a la niña. El principal tema de conversación en los días posteriores gira en torno a la descarada comodidad de que goza la juventud en comparación con generaciones anteriores: parece mentira que la chica no quiera estudiar por el momento cuando, en su día, ellos estuvieron como locos por empezar una carrera y labrarse un futuro de forma inmediata.

Después, más de la mitad de los estudiantes universitarios terminan sus respectivas carreras y pronto comprueban con horror que el despiadado cosmos laboral no les debe nada. Desconcertados, alterados, aburridos, empiezan a hacer planes para ocupar su tiempo como mejor puedan. Unos inician una segunda carrera mientras trabajan de tardes en un supermercado. Otros se decantan por un máster de nombre extenso y precio lacerante. Y otros, ante la poco prometedora oferta de perspectivas, se toman un año sabático. ¿Alterará algún día el producto el orden de los factores?

Puedes, podías, podrás


Confiaba en la dimensión corpórea de las palabras.

No fue infundada su fama de vivir en otro escalón, de deslizarse por el mundo a un ritmo distinto y siempre plácido. Todo cuanto captaban sus sentidos adquiría de inmediato dos dimensiones diferenciadas: la puramente sensorial -el aroma aceitoso de las patatas, los serenos filamentos plateados del río, la magnética aridez de la arena-, y otra, única e indefinible, que se empeñaba en conferirle a la estructura morfológica de las palabras. Para ella, "azulado" no era tan sólo un vocablo, sino la semilla de una virtualmente interminable cadena de vocablos. La fonía de la palabra, a-zu-la-do, formaba un altorelieve propio que, como un repentino nenúfar sobre el agua, se erigía al instante en su profundidad interior.

"Azulado" era, así pues, la sugestión del azur, la lozanía de la azucena, el dulzor del azúcar. Pero también podía ser la oscuridad del zulo o la náusea del azufre. "Maleta" traía, con la misma rapidez, la estampa viajera del malecón al amanecer y la perversión de lo malvado. Amaba los cuerpos de "equivocarse" y de "alteración" por el baile de las vocales, empeñadas en doblegarse unas a otras, como pugnando por un hueco en la cima de la palabra. Desarrolló esta poco corriente capacidad (capaz, capataz, capicúa) como quien ejercita un músculo (muscular, muscaria, música), hasta que pronto fue incapaz de sentirse ella misma sin dedicar unos minutos de cada día a su particular sublimación grafológica.

El primer chico al que amó no se libró de este filtro. "Roberto" sonaba como la rosa, como la ribera y el roble, como la vega y el verso. Roberto dio pronto lugar a una exquisita y continua tridimensionalización: la amapola del amor, el mirlo en la mirada, el secreto del sexo, la lábil lava del labio, el abracadabra en el abrazo.

Pero cuando Roberto, ya en un terreno en el que las palabras perdían su utilidad, comenzó a comportarse de una forma muy distinta, los cuerpos empezaron a mutar de forma inesperada. El secreto se hizo sed; la amapola, amarga; el abracadabra se tornó aborrecible. "Roberto" tenía ahora la dimensión de la rotura, de lo romo y lo robado, del vertedero y el barro. La pirámide se derrumbaba, la vértebra mundanal se descoyuntaba. La dimensión del mundo interior se replegaba sobre sí misma y ahora había que comenzar de cero.

Volaron los añorables años. Cedieron los rocosos recuerdos. Se inflamaron los instintivos instantes. Los campos de trigo se secaron. El sol se recogió en su solsticiada soledad. Quedaron enrarecidas las ramas de los árboles. Hasta que llegó la estación de la cosecha.

"Fernando" sonaba a fertilidad, a la firmeza del magnetismo férreo, a la feroz embestida de una felicidad incapaz de frenar.


Monkey Element


Ya no necesitamos escribir cartas. Internet nos ha puesto en bandeja una alternativa más cómoda y veloz; también más fría y estéril, lo cual nos trae francamente sin cuidado. Se dijo que Correos desaparecería pronto, pero la demanda se ha adaptado sabiamente a los mecanismos por los que se rige la sociedad contemporánea: ahora, en lugar de repartir nostalgias y sensaciones, repartimos folletos del Corte Inglés, facturas de Iberdrola y multas de tráfico.


En lo presente, Correos es una institución que desea privatizarse pero que ninguna empresa desea comprar. El eterno huérfano repudiado. Desde el seno de la empresa (o las entrañas del caimán, si lo prefieren) observo cómo todos, tanto empleados como ciudadanos de a pie, se ven arrastrados por ese lodazal de incertidumbre: recortes presupuestarios, reducción de personal, mutilaciones salariales, y un refrito de caos estructural como resultado. En la Pobla de Vallbona hay unos 26.000 habitantes y la oficina de correos alberga únicamente diez carteros. Desde el momento en el que llega el camión del correo hasta la hora de cerrar, no hay ni un momento para el descanso. Las cartas se acumulan en montañas sin nombre, los certificados llegan con suerte a su destino y la oficina se inflama de reclamaciones. He visto llorar de impotencia a más de la mitad de mis compañeros. La dirección, preveyendo el inminente final de la organización, exige del empleado cada vez más para pagarle cada vez menos. Se sabe perfectamente que llegará un momento en el que sólo serviremos para entregar paquetería, momento éste en el que FedEx y compañía nos devorarán antes de la hora del almuerzo. Servidor, al ser un mero sustituto, sólo entra y sale esporádicamente de este universo chirriante; pero ha conocido a multitud de empleados que, tras 30 años al servicio de la mensajería, no tienen más herencia que una hernia discal, una pensión risible y una enorme carga sobre los hombros en la que desilusión, monotonía y hastío se conjuran para componer una masa ya indestructible.


No todo es tan terrible. Para algo hemos sido bendecidos con la habilidad de improvisar, así como con la capacidad de ensimismamiento de la que hablaba Ortega y Gasset. Finalmente, uno encuentra una salida; tirando de fuerza de voluntad o golpeándose el cráneo contra la pared, pero la encuentra. En suma, no existe apenas diferencia entre éste y la gran mayoría de los trabajos.


Y eso es justamente lo que me preocupa.


En la entrevista que me hicieron para cierta cadena de heladerías de cuyo nombre no quiero acordarme, nos instruyeron en una amplia variedad de artimañas y subterfugios para, no se me ocurre mejor forma de decirlo, poseer al cliente. "Ofrécele siempre el cono de mayor tamaño; si escoge el pequeño, señálale que ese es el tamaño infantil". Como comercial telefónico, no hubo un sólo momento en el que no me viera obligado a mentir, ocultar y engañar como un bellaco... so riesgo de perder el contrato, cosa que hice voluntariamente a los tres días sin mucho de qué arrepentirme. El mundo no se rige por leyes constitucionales o judiciales, sino económicas. A nuestro sistema no lo construye la política, sino el beneficio. La botica del abuelo y el videoclub Fernández fueron pasto de las llamas hace ya mucho tiempo. En medio de esa inexorable marabunta en la que todo es verde y tintinea como miles de monedas chocando contra una bandeja de plata, quedamos nosotros justo en el medio, desprovistos de voz y de voluntad. Mejor sería decir que vamos siempre a la zaga de la estampida, atados al ramal por medio de cuerdas asombrosamente frágiles. Henry Miller opinaba que a veces era preferible morirse de hambre a verse atrapado en una situación así.


Más nos vale ejercitar cuanto podamos nuestras maravillosas facultades de abstracción e imaginación. El futuro parece empeñado en programar cada segundo de nuestra vida. Cada vez que veo un cartel publicitario me obligo a recordarme que, detrás de todo ello, hay una persona que cobra para convencerme de que necesito ese producto. Y no es precisamente esa persona la que hace posible que ese producto llegue a mi hogar. Yo nunca quise pagar por mi felicidad; quise merecerla. Es curioso cómo lo segundo ha dejado de ser creíble en favor de lo primero.