Es al estar a solas con la música cuando los veo danzar en el aire: esos cinco soldados de una carne que ya no existe, esos dedos que silban, rasgan, sostienen, viajan, y sin que yo pueda evitarlo, se llevan los míos por el camino. Al fin y al cabo, es ahí donde has de estar, detrás del altavoz, en la sala de espera del sonido. Porque tú nunca hiciste las paces con esa voz chillona, rasgada que te obligaba a pedir las cosas de otra forma. Por eso fluía de ti aquella paz al sentarte entre acordes y arpegios; a fin de cuentas, era tan sólo otra voz la que ahí empleabas. El sonido que construías y manipulabas era demasiado cálido y auténtico como para incubarlo en tu garganta.
Me pregunto a menudo cuál fue la última canción que escuchaste. Deseo que sea una canción insignificante, una canción que pudieras olvidar antes de caer; que nada, ni de forma remota, pueda vincular a tu muerte lo mismo que te identificó en vida. Quizá ya sea tarde: hay demasiadas notas que parecen llevar tu pseudónimo inscrito. En todas ellas tiembla esa incomprensible paz, esas valientes sonrisas que sólo eras capaz de destapar con una guitarra entre las manos.
A Raúl
(Keep on touch, my friend)
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