No me interesa lo que vomite vuestra pálida conciencia.
Vuestros días transcurren en un antilimbo en el que no podéis evitar mantener la mente encendida, como si os aterrara cerrar los ojos por tan sólo un segundo. Os causa tanto pavor lo que os consume por dentro, que habéis desarrollado una preocupante dependencia por lo que sucede fuera; el torero agita su capote y vosotros lo corneáis sin preguntaros el propósito.
Llegáis al punto de engañaros, mirándoos al espejo y no viendo nada fuera de lugar, hasta que encendéis la televisión y, carcomidos por la obediencia, os comparáis. El vacío que se imprime en vuestros rostros al subir al metro, al esperar al autobús, al sentaros en el banco, os delata. Confíáis en un mundo que no habéis creado y aun así pedís felicidad.
Atisbáis un clavo suelto en el marco de una ventana y os apartáis, como si os aterrara adivinar vuestra propia sangre. Sois lineales y predecibles. Dejad atrás esa inocencia prefabricada y gritad; gritad hasta que los ventanales del mundo se estremezcan, dejad que sus añicos bailen al son de vuestra -ahora sí- despótica declaración. Empezad a pisotear en lugar de limitaros a andar por una cuerda floja. Mandad la ropa a otra vida, a otra constelación, a hacer puñetas. Danzad, cantad, expresaos. Hundid los puños en la arena y recoged con ellos cuanta impudicia os quepa para desnudaros ante los ojos de Dios. Moved la lengua por mí.
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