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Recorrió el fusil, del cuerpo al cañón, con los dedos. La luna llena escupía su brillo pálido en algún punto a sus espaldas, permitiéndole distinguir la pista arenosa que cruzaba la parte trasera del pabellón. A su derecha, bajo el desvencijado toldo, los coches de los oficiales permanecían ensombrecidos y silentes.
Muy a su pesar, extrajo el mechero por quinta vez. En él vio reflejado el lustre del foco solitario que copaba la caseta. Hizo girar la rueda, el vaho del gas invadió su nariz; el fulgor anaranjado convirtió sus ojos verdes en chispas. Había empezado la noche con el cuerpo erguido, firme, hasta perder la paciencia.
Había un buen número de insectos en el camino de tierra. Eran siseos, ululares, pasitos minúsculos por entre las piedras. A su espalda, más allá de la verja oxidada, se extendían los lindes del bosque, tenso y macabro. Allí respiraba una fauna que a menudo violaba el débil cercado del cuartel, y aparecía pululando por los patios, devorando la madera de los armarios, infiltrándose en las botas de cuero. A Pedro se le subían por las piernas, y él, sumido en la frialdad de la noche, tardaba en descubrirlos aún cuando ya escalaban la pendiente de su cuello.
Hubo un crujir de tierra. La primera reacción fue tirar el cigarro, pero podría no ser un oficial. Los ojos buscaron una anomalía en el espacio ténebre, la silueta dueña de los lentos pasos que se aproximaban. La tierra cedió paso a las dos suelas de cuero que avanzaban hacia la caseta: Pedro no distinguió nada. Finalmente, por el pequeño pasillo entre el pabellón principal y los garajes, creyó anticipar una cabeza sin más rasgos que la lisura del cráneo rasurado, la obtusidad de unas facciones recias, que se detuvieron a escasos metros de la escalerita del puesto vigía.
- Salamanca – se oyó.
Pudo entonces relajar un tanto los hombros, no así la postura. No hasta que Alcusa, quien había dado el santo y seña, lo ordenara. Cuando no estaba de instrucción, fuera del obligado protocolo ante demás oficiales, el sargento se comportaba de un modo diferente. Por lo general no se le podía odiar en exceso. No era uno de los suboficiales más exigentes, ni uno de los menos comprensivos. Ni siquiera compartía con ellos esa mirada expectante típica de los superiores, que sólo se relajaba cuando escuchaban el pertinente saludo y el nombre de su rango. Algunos compañeros le habían dicho a Pedro: ‘Es de los pocos buenos, nos trae vídeos cuando nos toca cuerpo de guardia, te habla de su familia y sus vacaciones en Almería, muy salao él”.
Pedro no lo evitaba menos que a cualquier otro sargento.
- Venga ese mechero, Higueras.
Se plantó a escasos centímetros de él. El foco halógeno, su estrecha luz, mostró la irrupción de aquellos ojos saltones, anclados en torno a unos huesos faciales que empujaban hacia fuera. Lo que no se pudo ver bien fueron los dedos de madera, tablillas blancas que se cernían sobre el cigarro; los labios se sumergían en la oscuridad.
Alcusa lo examinó unos segundos demasiado largos. No fue su clásico escudriñamiento, el interrogatorio ocular del que los reclutas no pueden evadirse cuando los superiores saben que has hecho algo malo. Cuando el zippo restalló, Pedro descubrió una nueva arruga sobre los pómulos enjutos. ‘Está como divertido’.
- Tenga usted- le devolvió el encendedor- y dígame que es mentira lo que me han contado hoy.
La saliva se despejó, trabajosamente. Ya había respondido a esto, ya se había dictaminado sentencia; y por lo que se veía, era un castigo sin línea de llegada. Aquella noche, el testigo le había llegado a Alcusa.
- El capitán Sampdero está al tanto, mi sargento- ahora Alcusa le daba la espalda. ¿Qué ocurría?-. Y los demás oficiales. Todo cuanto tuve que decir quedó escrito.
Divisó un delgado filamento de humo elevándose por encima del sargento. La línea cóncava de su cráneo no se movía, y tardó Pedro un instante en darse cuenta de que el sargento hablaba en voz baja.
- Yo no le he preguntado qué le dijo al capitán, sino qué no le dijo. El capitán puede que no conozca a los reclutas, como tampoco les conocen la mayoría de los oficiales. Los trabajos que les ocupan son otros. En la oficina, redactanto informes e inventarios, uno no puede saber qué les diferencia a todos ustedes. Pero yo sí.
Ladeó unos centímetros el rostro.
- Así que dígame.
Por alguna razón, Pedro atrajo hacia su pecho el fusil. Siguió como auscultándolo con los dedos. El rostro duro de Alcusa se encaró con él de nuevo, el cigarro pendido entre los labios. Entonces, Pedro borró la idea de que estaba contento.
- ¿Sabe una cosa, Higueras?- el filo de humo invadió los ojos-. Es usted un inútil. Y me lo está dejando en bandeja de plata. No hay muchos otros en los que pueda confiar, ahora usted está como maldito aquí. Ese chico tardará varias semanas en salir de la enfermería. Lo que ha hecho no tiene nombre.
- No lo tendrá para usted, mi sargento.
El tono desafiante surgió por su cuenta, sin remorderse. Tiempo atrás aquello no habría sucedido. Entre la oscuridad, los susurros de los insectos, la cuestión parecía reducirse a algo entre él y Alcusa.
El sargento subió la frente, la bajó con una calma intencionada. Parecía decirle: ‘comprendo’.
- Demos un paseo.
Y sintió la mano que lo condujo por la espalda, una mano que no tarda mucho en olvidar su mascarada amistosa y subírsele al cuello. Al poco de bajar la escalinata ya tenía el pescuezo en carne viva; un pulgar y un índice de cangrejo atenazando la nuca. Aún caminaba erguido, con la cabeza torcida por el dolor, pero era Alcusa quien lo guiaba por el descampado. Los brazos de Pedro danzaron unos segundos en el aire cuando el fusil cayó al suelo.
- Vamos a hacer un ejercicio de memoria –susurró el sargento-. Recuerde para mí el nombre y el apellido de ese soldado.
Pedro se los dijo.
- Bien, muy bien- vio pasar el balcón del comandante a pocos metros, podría gritar-. Pero me parece que también tenía un segundo apellido.
De pronto, tropezó. Alcusa lo levantó sin agacharse. Los dedos eran ya alicates oxidados.
- Eso es. Chico listo.
A medida que la mente de Pedro comprendía, vio cuatro, cinco figuras frente a la verja de entrada. Normalmente, la caseta de reconocimiento tenía las luces encendidas, pero aquella noche la única luz quedaba atrás, en un puesto vigía que se reducía a un círculo luminoso a sus espaldas. En principio no vio rasgos reconocibles en las siluetas. Botas, fusiles, gorras; podrían ser de cualquier soldado, podrían ser fantasmas. Sólo la espalda encorvada de uno de ellos, los tensos brazos cruzados frente a un torso ancho como un marco de puerta, lo iluminaron.
- Ya me imagino que todo ha sido cuestión de mala suerte, pero también se lo puedes contar a ellos.
Las tenazas se abrieron. Pedro apenas tuvo tiempo de protegerse con las manos, que ardieron al rozar el pavimento rasposo. Las botas, las piernas formaron un círculo en torno a él.
- Les hiciste sufrir unas cuantas noches de lo más tenso, ¿verdad?- su tono cambió a una ironía que nunca había aparecido en el amplio repertorio de voces de los suboficiales -. Este hombre es muy gracioso, ¿verdad? Díganme.
“Un mes de arresto, tronco, ya te vale” dice una garganta inconfundiblemente roída por el tabaco. “Mira que te dimos margen, todas las noches preguntándonos si ibas a tener un par de huevos por tus amigos”. Jamás había oído hablar así a Gómez. “Porque somos tus amigos, ¿no?”. Y la burla de Ulloa enlazó con la risa de bufón que por primera vez no tiene la menor gracia.
- El error de esta gente fue confiar en ti. Te guardaron las espaldas.
El cigarro cayó. Un grupo de minúsculos copos ardientes le rozó la frente.
- Es lo que pasa por confiar en una rata. Las ratas huelen mal, y como tales, hay que darles un baño a fondo.
Supo que la lucha sería en vano. El forecejo duró pocos jadeos, unas cuantas carcajadas, hasta que cinco pares de manos lo agarraron y lo condujeron, pista abajo, hasta el pabellón deportivo.
***
Iba en volandas. Él había compartido casi un año de comidas, guardias, ejercicios, castigos, rutina junto a ellos. Eran los mismos que le hablaban de sus novias en los catres y le pasaban latas de cerveza ‘recolectadas’ de la cantina. Todas esas sensaciones, los agradables recuerdos, se perdían a medida que cruzaba el pasillo de la piscina cubierta. Y se formaba, sobre ellos, el recuerdo de Elena. Le pediría que cerrara los ojos si estuviera presente.
- Encienda las luces, Rosell. Sólo las del fondo.
Sintió dos manos de menos; se oyeron unos pasos atolondrados en dirección a la caja de mandos. Los demás lo tendieron en el borde de la piscina. Aún cuando en el fondo de las aguas se encendieron los focos ovalados, ante él no distinguió más que un circo de risas sin nombre, uniformes inciertos danzando en la penumbra. De ella emergieron, una vez más, los huesos recios.
- Ya sabes lo que viene ahora. Muéstrate un poco digno.
Mientras se desabrochaba la guerrera, advirtió que esa noche el sargento lo había tuteado por primera vez. La fórmula protocolaria, el “sí, mi sargento”, era algo que pronto dejaría de tener sentido. Y al mismo tiempo, casi desearía que no lo tuteara nunca más. De vez en cuando no se oían los escarnios de los soldados, y Pedro podía perderse con el lento discurrir de las aguas. ‘Bien pronto estaré con ellos. Y con Elena. Sólo un poco más. Aguanta’.
- ¿Un pitillo? ¿No? Qué lástima –Alcusa se lo encendió para él-. Imbécil. Se te va la cabeza, le partes el cuello a un compañero por venganza, y ha de ser el hijo de mi hermana. Esta es la clase de historia que le cuentan a los soldados por las noches para que no se porten mal.
Un murmullo de voces artificiosas fingió reirse.
- Comprenderás que todo tiene su objeto. No somos unos monstruos, como tú. Sí, vale, comandancia ha mandado ya el arresto. Estarás de vigía y de imaginaria hasta pudrirte, se te pondrá el culo liso en el calabozo y no tendrás permiso hasta que los monos aprendan el español. ¿Te digo una cosa? Eso no es nada. Una colleja como mucho ¿Dónde está, digo yo, el verdadero respeto? Se trata de dar ejemplo, chaval. Al igual que deberías dárselo a los miles de compadres que nos vienen de tus islas. Y bien poco has sido capaz de dar hasta ahora.
Su dedo índice se adentró en la sombra.
- Estos son tus compañeros. Tus amigos. Guardaron silencio por ti. Demostraron ser personas, joder. No hicieron lo que los oficiales hubieran querido que hicieran, pero creo que eso nos importa poco. Te protegieron. Y tú te pasaste esas cuatro semanas como Pedro por su casa. Ellos quieren salir fuera a que les dé el viento en la cara, poder estar con sus familias, beber y follar un poco.
Alcusa se venció en un rictus agotado. Las manos surcaron el aire como lanzas, le constriñeron la nariz, empujaron su cabeza hacia atrás.
- ¿Es que no te importaban una mierda? ¿Te han educado en una selva? ¿Has aprendido algo en todo este año?
Sintió la patada bajo la pantorrilla desnuda. Sintió la piel desollándose, débil ante la rigidez de la bota curtida en mil instrucciones.
- I ndio de mierda. Me deshonras a mí, al servicio. Hasta a tu raza.
Y el fuego bajo la nuca, y el gemido de los riñones. Y los juramentos del sargento, esto por mi sobrino.
Los dedos le bailaron sobre la superficie húmeda, al borde de las aguas. Allí olía a algo. Creyó reconocerlo: era el perfume de la carta de Elena. Había llegado un par de días después de que sucediera todo. Las palabras proliferaron por encima de la algazara, ahogaron los ecos divertidos que rozaban las sombras del pabellón.
Tendrías que ver cómo crece. Aunque me cuesta cada vez más caminar, me anima siempre pensar en lo que pronto tendremos. Y las pataditas, en el fondo son hermosas.
Habrán aún más golpes de botas, y los escupitajos caerán sobre las llagas sangrantes. A una orden, Pedro se verá arrojado a un infierno helado por unos brazos y manos que no puede contar ya.
No dejaré de pensar en ti, y hacerlo me dará fuerzas, porque todo esto me da un miedo tremendo, y ese miedo a veces grita más fuerte que mis sueños, mis deseos. No lo puedo evitar: es una camisa de fuerza, todo me oprime y yo quiero gritarte tan fuerte que me oirías aunque estuvieras destinado en otro mundo.
Estaba debatiéndose por mantenerse a flote. Las extremidades se movían por inercia, una brazada, otra más, y cada vez habían de pelear un poco más por alcanzar la superficie. Los solados brillaban tras un manto brillante y húmedo. No había alcanzado el fondo de la piscina cuando empezaron a desvanecerse las luces, los uniformes, el vivo recuerdo de esas facciones duras como el ladrillo, las letras en papel perfumado.
Un día ya podrás hacerlo. Saldrás de permiso y lo sostendrás bien alto.
Cuando la mano lo asió por el cabello y lo mantuvo sumergido, Pedro comenzó a contar segundos. Llevaba cuarenta cuando vio bailar las burbujas, y se le empezaron a cerrar los ojos; y sobre la profundidad surgió el velo rojo que dolía al principio; luego se hizo agradable, silencioso, y entonces los segundos pasaron mucho más aprisa.
Ya lo tengo decidido. Se llamará Pedro, igual que su padre.
Muy a su pesar, extrajo el mechero por quinta vez. En él vio reflejado el lustre del foco solitario que copaba la caseta. Hizo girar la rueda, el vaho del gas invadió su nariz; el fulgor anaranjado convirtió sus ojos verdes en chispas. Había empezado la noche con el cuerpo erguido, firme, hasta perder la paciencia.
Había un buen número de insectos en el camino de tierra. Eran siseos, ululares, pasitos minúsculos por entre las piedras. A su espalda, más allá de la verja oxidada, se extendían los lindes del bosque, tenso y macabro. Allí respiraba una fauna que a menudo violaba el débil cercado del cuartel, y aparecía pululando por los patios, devorando la madera de los armarios, infiltrándose en las botas de cuero. A Pedro se le subían por las piernas, y él, sumido en la frialdad de la noche, tardaba en descubrirlos aún cuando ya escalaban la pendiente de su cuello.
Hubo un crujir de tierra. La primera reacción fue tirar el cigarro, pero podría no ser un oficial. Los ojos buscaron una anomalía en el espacio ténebre, la silueta dueña de los lentos pasos que se aproximaban. La tierra cedió paso a las dos suelas de cuero que avanzaban hacia la caseta: Pedro no distinguió nada. Finalmente, por el pequeño pasillo entre el pabellón principal y los garajes, creyó anticipar una cabeza sin más rasgos que la lisura del cráneo rasurado, la obtusidad de unas facciones recias, que se detuvieron a escasos metros de la escalerita del puesto vigía.
- Salamanca – se oyó.
Pudo entonces relajar un tanto los hombros, no así la postura. No hasta que Alcusa, quien había dado el santo y seña, lo ordenara. Cuando no estaba de instrucción, fuera del obligado protocolo ante demás oficiales, el sargento se comportaba de un modo diferente. Por lo general no se le podía odiar en exceso. No era uno de los suboficiales más exigentes, ni uno de los menos comprensivos. Ni siquiera compartía con ellos esa mirada expectante típica de los superiores, que sólo se relajaba cuando escuchaban el pertinente saludo y el nombre de su rango. Algunos compañeros le habían dicho a Pedro: ‘Es de los pocos buenos, nos trae vídeos cuando nos toca cuerpo de guardia, te habla de su familia y sus vacaciones en Almería, muy salao él”.
Pedro no lo evitaba menos que a cualquier otro sargento.
- Venga ese mechero, Higueras.
Se plantó a escasos centímetros de él. El foco halógeno, su estrecha luz, mostró la irrupción de aquellos ojos saltones, anclados en torno a unos huesos faciales que empujaban hacia fuera. Lo que no se pudo ver bien fueron los dedos de madera, tablillas blancas que se cernían sobre el cigarro; los labios se sumergían en la oscuridad.
Alcusa lo examinó unos segundos demasiado largos. No fue su clásico escudriñamiento, el interrogatorio ocular del que los reclutas no pueden evadirse cuando los superiores saben que has hecho algo malo. Cuando el zippo restalló, Pedro descubrió una nueva arruga sobre los pómulos enjutos. ‘Está como divertido’.
- Tenga usted- le devolvió el encendedor- y dígame que es mentira lo que me han contado hoy.
La saliva se despejó, trabajosamente. Ya había respondido a esto, ya se había dictaminado sentencia; y por lo que se veía, era un castigo sin línea de llegada. Aquella noche, el testigo le había llegado a Alcusa.
- El capitán Sampdero está al tanto, mi sargento- ahora Alcusa le daba la espalda. ¿Qué ocurría?-. Y los demás oficiales. Todo cuanto tuve que decir quedó escrito.
Divisó un delgado filamento de humo elevándose por encima del sargento. La línea cóncava de su cráneo no se movía, y tardó Pedro un instante en darse cuenta de que el sargento hablaba en voz baja.
- Yo no le he preguntado qué le dijo al capitán, sino qué no le dijo. El capitán puede que no conozca a los reclutas, como tampoco les conocen la mayoría de los oficiales. Los trabajos que les ocupan son otros. En la oficina, redactanto informes e inventarios, uno no puede saber qué les diferencia a todos ustedes. Pero yo sí.
Ladeó unos centímetros el rostro.
- Así que dígame.
Por alguna razón, Pedro atrajo hacia su pecho el fusil. Siguió como auscultándolo con los dedos. El rostro duro de Alcusa se encaró con él de nuevo, el cigarro pendido entre los labios. Entonces, Pedro borró la idea de que estaba contento.
- ¿Sabe una cosa, Higueras?- el filo de humo invadió los ojos-. Es usted un inútil. Y me lo está dejando en bandeja de plata. No hay muchos otros en los que pueda confiar, ahora usted está como maldito aquí. Ese chico tardará varias semanas en salir de la enfermería. Lo que ha hecho no tiene nombre.
- No lo tendrá para usted, mi sargento.
El tono desafiante surgió por su cuenta, sin remorderse. Tiempo atrás aquello no habría sucedido. Entre la oscuridad, los susurros de los insectos, la cuestión parecía reducirse a algo entre él y Alcusa.
El sargento subió la frente, la bajó con una calma intencionada. Parecía decirle: ‘comprendo’.
- Demos un paseo.
Y sintió la mano que lo condujo por la espalda, una mano que no tarda mucho en olvidar su mascarada amistosa y subírsele al cuello. Al poco de bajar la escalinata ya tenía el pescuezo en carne viva; un pulgar y un índice de cangrejo atenazando la nuca. Aún caminaba erguido, con la cabeza torcida por el dolor, pero era Alcusa quien lo guiaba por el descampado. Los brazos de Pedro danzaron unos segundos en el aire cuando el fusil cayó al suelo.
- Vamos a hacer un ejercicio de memoria –susurró el sargento-. Recuerde para mí el nombre y el apellido de ese soldado.
Pedro se los dijo.
- Bien, muy bien- vio pasar el balcón del comandante a pocos metros, podría gritar-. Pero me parece que también tenía un segundo apellido.
De pronto, tropezó. Alcusa lo levantó sin agacharse. Los dedos eran ya alicates oxidados.
- Eso es. Chico listo.
A medida que la mente de Pedro comprendía, vio cuatro, cinco figuras frente a la verja de entrada. Normalmente, la caseta de reconocimiento tenía las luces encendidas, pero aquella noche la única luz quedaba atrás, en un puesto vigía que se reducía a un círculo luminoso a sus espaldas. En principio no vio rasgos reconocibles en las siluetas. Botas, fusiles, gorras; podrían ser de cualquier soldado, podrían ser fantasmas. Sólo la espalda encorvada de uno de ellos, los tensos brazos cruzados frente a un torso ancho como un marco de puerta, lo iluminaron.
- Ya me imagino que todo ha sido cuestión de mala suerte, pero también se lo puedes contar a ellos.
Las tenazas se abrieron. Pedro apenas tuvo tiempo de protegerse con las manos, que ardieron al rozar el pavimento rasposo. Las botas, las piernas formaron un círculo en torno a él.
- Les hiciste sufrir unas cuantas noches de lo más tenso, ¿verdad?- su tono cambió a una ironía que nunca había aparecido en el amplio repertorio de voces de los suboficiales -. Este hombre es muy gracioso, ¿verdad? Díganme.
“Un mes de arresto, tronco, ya te vale” dice una garganta inconfundiblemente roída por el tabaco. “Mira que te dimos margen, todas las noches preguntándonos si ibas a tener un par de huevos por tus amigos”. Jamás había oído hablar así a Gómez. “Porque somos tus amigos, ¿no?”. Y la burla de Ulloa enlazó con la risa de bufón que por primera vez no tiene la menor gracia.
- El error de esta gente fue confiar en ti. Te guardaron las espaldas.
El cigarro cayó. Un grupo de minúsculos copos ardientes le rozó la frente.
- Es lo que pasa por confiar en una rata. Las ratas huelen mal, y como tales, hay que darles un baño a fondo.
Supo que la lucha sería en vano. El forecejo duró pocos jadeos, unas cuantas carcajadas, hasta que cinco pares de manos lo agarraron y lo condujeron, pista abajo, hasta el pabellón deportivo.
***
Iba en volandas. Él había compartido casi un año de comidas, guardias, ejercicios, castigos, rutina junto a ellos. Eran los mismos que le hablaban de sus novias en los catres y le pasaban latas de cerveza ‘recolectadas’ de la cantina. Todas esas sensaciones, los agradables recuerdos, se perdían a medida que cruzaba el pasillo de la piscina cubierta. Y se formaba, sobre ellos, el recuerdo de Elena. Le pediría que cerrara los ojos si estuviera presente.
- Encienda las luces, Rosell. Sólo las del fondo.
Sintió dos manos de menos; se oyeron unos pasos atolondrados en dirección a la caja de mandos. Los demás lo tendieron en el borde de la piscina. Aún cuando en el fondo de las aguas se encendieron los focos ovalados, ante él no distinguió más que un circo de risas sin nombre, uniformes inciertos danzando en la penumbra. De ella emergieron, una vez más, los huesos recios.
- Ya sabes lo que viene ahora. Muéstrate un poco digno.
Mientras se desabrochaba la guerrera, advirtió que esa noche el sargento lo había tuteado por primera vez. La fórmula protocolaria, el “sí, mi sargento”, era algo que pronto dejaría de tener sentido. Y al mismo tiempo, casi desearía que no lo tuteara nunca más. De vez en cuando no se oían los escarnios de los soldados, y Pedro podía perderse con el lento discurrir de las aguas. ‘Bien pronto estaré con ellos. Y con Elena. Sólo un poco más. Aguanta’.
- ¿Un pitillo? ¿No? Qué lástima –Alcusa se lo encendió para él-. Imbécil. Se te va la cabeza, le partes el cuello a un compañero por venganza, y ha de ser el hijo de mi hermana. Esta es la clase de historia que le cuentan a los soldados por las noches para que no se porten mal.
Un murmullo de voces artificiosas fingió reirse.
- Comprenderás que todo tiene su objeto. No somos unos monstruos, como tú. Sí, vale, comandancia ha mandado ya el arresto. Estarás de vigía y de imaginaria hasta pudrirte, se te pondrá el culo liso en el calabozo y no tendrás permiso hasta que los monos aprendan el español. ¿Te digo una cosa? Eso no es nada. Una colleja como mucho ¿Dónde está, digo yo, el verdadero respeto? Se trata de dar ejemplo, chaval. Al igual que deberías dárselo a los miles de compadres que nos vienen de tus islas. Y bien poco has sido capaz de dar hasta ahora.
Su dedo índice se adentró en la sombra.
- Estos son tus compañeros. Tus amigos. Guardaron silencio por ti. Demostraron ser personas, joder. No hicieron lo que los oficiales hubieran querido que hicieran, pero creo que eso nos importa poco. Te protegieron. Y tú te pasaste esas cuatro semanas como Pedro por su casa. Ellos quieren salir fuera a que les dé el viento en la cara, poder estar con sus familias, beber y follar un poco.
Alcusa se venció en un rictus agotado. Las manos surcaron el aire como lanzas, le constriñeron la nariz, empujaron su cabeza hacia atrás.
- ¿Es que no te importaban una mierda? ¿Te han educado en una selva? ¿Has aprendido algo en todo este año?
Sintió la patada bajo la pantorrilla desnuda. Sintió la piel desollándose, débil ante la rigidez de la bota curtida en mil instrucciones.
- I ndio de mierda. Me deshonras a mí, al servicio. Hasta a tu raza.
Y el fuego bajo la nuca, y el gemido de los riñones. Y los juramentos del sargento, esto por mi sobrino.
Los dedos le bailaron sobre la superficie húmeda, al borde de las aguas. Allí olía a algo. Creyó reconocerlo: era el perfume de la carta de Elena. Había llegado un par de días después de que sucediera todo. Las palabras proliferaron por encima de la algazara, ahogaron los ecos divertidos que rozaban las sombras del pabellón.
Tendrías que ver cómo crece. Aunque me cuesta cada vez más caminar, me anima siempre pensar en lo que pronto tendremos. Y las pataditas, en el fondo son hermosas.
Habrán aún más golpes de botas, y los escupitajos caerán sobre las llagas sangrantes. A una orden, Pedro se verá arrojado a un infierno helado por unos brazos y manos que no puede contar ya.
No dejaré de pensar en ti, y hacerlo me dará fuerzas, porque todo esto me da un miedo tremendo, y ese miedo a veces grita más fuerte que mis sueños, mis deseos. No lo puedo evitar: es una camisa de fuerza, todo me oprime y yo quiero gritarte tan fuerte que me oirías aunque estuvieras destinado en otro mundo.
Estaba debatiéndose por mantenerse a flote. Las extremidades se movían por inercia, una brazada, otra más, y cada vez habían de pelear un poco más por alcanzar la superficie. Los solados brillaban tras un manto brillante y húmedo. No había alcanzado el fondo de la piscina cuando empezaron a desvanecerse las luces, los uniformes, el vivo recuerdo de esas facciones duras como el ladrillo, las letras en papel perfumado.
Un día ya podrás hacerlo. Saldrás de permiso y lo sostendrás bien alto.
Cuando la mano lo asió por el cabello y lo mantuvo sumergido, Pedro comenzó a contar segundos. Llevaba cuarenta cuando vio bailar las burbujas, y se le empezaron a cerrar los ojos; y sobre la profundidad surgió el velo rojo que dolía al principio; luego se hizo agradable, silencioso, y entonces los segundos pasaron mucho más aprisa.
Ya lo tengo decidido. Se llamará Pedro, igual que su padre.
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