Ante él, el mar se ondulaba desacompasado; a través de la humedad del cristal contemplaba una difusa extensión azul que se reducía a lo que el ojo de buey permitía ver. Ni ahí encontró la claridad, ni siquiera bajo una noche sin estrellas; y desdeñó los haces cónicos que desprendían los focos del lateral del barco.
Hacía varias canciones que no prestaba atención a lo que daba la espalda, refugiándose de la familia, los invitados, el colorido sin sabor de los trajes – o disfraces, a sus ojos-, los camareros que transportaban con indiferencia manjares en miniatura sobre bandejas de plata. En otros momentos semejantes se distraía recorriendo los muslos de las huéspedes más jovenes, muy esmeradas en que el mundo supiera de cuánto esfuerzo y sueldo habían invertido en broncear, maquillar, ocultar. Disfraces, sí. El único incapaz de enmascararse era él, si bien ese distanciamiento era a veces justo lo que le consolaba, en el salón de baile se sentía bien distinto. Aflicción era una palabra bonita en aquél momento, cuando no quedaba valor para deletrear otras cosas. Agradecía oscuramente que se hubieran mantenido las luces tenues, que tuviera al alcance una esquina débil como la que le amparaba. En cierto modo creyó haber perdido los recursos con que se armaba para desvestir lo que siempre le atemorizaba. El discreto encanto de la burguesía no era discreto cuando no había escondite posible, ni tenía encanto cuando se veía débil ante lo que, lo sabía, era una simple capa de escarcha; un toque de seda y oro para que la verdadera Mierda latente fuera invisible e inodora para cualquiera.
Miró de reojo a Bertrand, la cuarta o quinta copichuela ya, revoloteando al paso de mujeres a las que doblaba en edad. Y en estupidez. No daba crédito: el pesimismo había dado lugar a la tristeza, para que esta cediera el paso a la soledad y ésta a la actual aflicción, para que a su vez ésta se arrodillara ante la plena desesperación. Quería salir de allí, si es que había pasillo, camarote o armario empotrado que le permitiera huir de la patraña flotante en la que le habían colocado.
Pronto se le acercaría Madre, oh sí, y tendría que ponerle esa mano en el hombro como si con eso levantara cien ánimos. Para ella era todo muy sencillo, en verdad: Basta con hacer como que sonríes, buscarte una muchacha “adecuada para ti” (qué recoño significaba eso), animarte, y ya verás como todo sale a pedir de boca, el camino se iluminará, te decidirás por una carrera y finalmente… y finalmente qué. Cuando se hubiera establecido, qué. Probablemente podría entonces seguir fingiendo sonrisas, fingiendo amor por su muchacha adecuada, fingiendo que podía fingir y que el ambiente que le rodeaba era inmaculado como los trajes y las chaquetas ceñidas sobre hombros de grandes tipos que también sabían fingir. Todo lo demás eran dudas, pequeñeces de la edad del pavo que quedaban atrapados entre los dientes.
En realidad el mar era precioso. Sólo deseaba que apagaran las estúpidas luces de cubierta, derroche energético sin precedentes, para poder verlo tal como el cariño de la luna lo quería. Distinguiría pues peces de vivos colores, acudiría algún delfín a entablar amistad, se tiraría al mar para hacer el amor con las sirenas. Frunció el ceño. Dadme alguna copa para que la pueda estrellar.
Su hermana Annaise sí que había desmostrado ser resuelta. Al paso de cientos de pulpos – no los del mar, sino los que llevan anillos de casado en el dedo-, tan pancha y alegre ella. Porque todo era fácil. Nada había que plantearse cuando se viajaba de Atenas a Estambul, de Oslo a Zurich, y de vuelta al barco mientras se pagaba sin pestañear la gasolina del Porsche – si es que no lo había sustituido por otro-, la estética dental, zapatos de diseño que se deshilachaban tras dos fiestas, sin perder su diseño eso sí, y hasta José Feliciano en directo para nuestros camaradas.
“Madre, yo te agradezco lo que tú y el buitre de padre, esté donde esté con sus cheques mensuales que huelen a burdel, intentais hacer por mí. En el fondo soy yo, que he salido no sé si demasiado listo o demasiado tonto, alguien sabrá la respuesta. Quizá haya remedio temprano para mí, un transplante de cerebro no debe salir tan caro, y con ello a buena fe que me olvidaría de todo, lo conseguiríais. Haría algo útil con los versos que escupo cada mañana y me descacharraría, a la puta basura sin remisión. Me pregunta Dominique si me gusta ese piano, sí; tanto como los chistes que él y sus colegas médicos o contables, no recuerdo ni lo que son, se cuentan con la gracia de una hermandad de croquetas. Me muero por todo esto, nada como andar de un lado para otro sobre esta moquetita azul y sentirme una nada entre tanto miasma de Emporio Armani y tabaco importado. Justo los dos olores que más aborrecía el padre de mis padres.”
Había tenido tan poco tiempo para conocer a su abuelo que le costaba creer lo mucho que perduraba su memoria, esos relojes antiquísimos que arreglaba con suma pasión y las enciclopedias que le regalaba. Era más que un recuerdo, un estandarte. Evocaba los abrazos, sus besos y creía tenerlos todavía cuando se despertaba en medio de la noche. Flotaba ahora en el salón un sentimiento generalizado, representación abstracta de todo lo que luchaba en su contra; sabía que no quería ser “así”, sin acertar a definir del todo bien ese “así”.
Con el paso de las horas, la algarabía se hacía rugido, y hasta el bramido de la sirena del navío le transmitía una mayor paz. Le pareció oir un grito agudo que destacaba sobre la algazara, y al volverse pasó por alto el cuerpo inerte de Jean Pierre bajo varios brazos tratando de recomponerlo – “¡es que no sabes beber!”- y descubrió a pocos metros el collar de perlas, el mentón con una delicia de curva, tostada por una radiante naturalidad. No había prestado demasiada atención a ningún rostro en particular desde que subió, así que aquél contuvo todo su respirar en un eterno segundo, la música parecía emerger directamente de ella. La chica lo había mirado fijamente. Quiso agarrar la mirada extrañamente resbaladiza, felina, y convertirla en el epicentro de todas las imágenes bellas que anidaban en su memoria. Se llevaba a los labios una mano que sostenía una copa de cristal, si acaso el cristal la sostenía a ella, porque todo sonaba con el susurro de la delicadeza. La mirada parda se había deslizado por el incierto iluminar del salón, y como un jirón de seda sobre un río de alquitrán le había alcanzado muy despacio.
Pronto hizo estimaciones que sin darse cuenta se hicieron vivos deseos. Tal vez Annaise conociera el nombre de los dos ojos pardos, podría tomarlos de la mano y acercarlos sutilmente, dejarlos envueltos en un baile que empezaría con la sombra del protocolo, conocéos y divertíos, este es mi hermano, encantado, ¿te sientes a gusto aquí?. Y todo eso, la antesala de una aventura sin precedentes. Darían vueltas sin mirar a los trajes ceñidos, se lo contarían todo con un par de tímidas miradas que sólo retrasarían por unos minutos la caída al vacío, hasta violar en silencio con ese ingenio desconocido para todos los que allí bebían y reían; unos compases atrevidos, algo al oído, y busquemos un camarote en el que jamás volvamos a escuchar este piano insufrible. El barco nos pertenece, y la vida, y nosotros mismos. Ahora sí era precioso el mar. No me importará como se llame. Son solo un par de labios, y las tiernas caricias y el restallido de su lengua contra la mía.
No advertía cuan violento se había puesto su corazón. Ya no se oía el piano, y Feliciano ni siquiera podría cantar; los golpes de pecho anegaban todo lo demás, y sólo se detuvieron, traicionándole de una forma que en el fondo sí esperaba, cuando los ojos pardos lo miraron una vez más y advirtió que sólo miraban a través de él. Sin duda el resplandor del mar era mucho más atractivo que su figura opaca. Él solo era un estorbo, tronco plantado que soportaba cómo ella torcía la mirada con indiferencia.
El collar de perlas se esfumaba tres segundos después, entre corbatas oscuras y brindis y las sonrisas exultantes de la multitud. Era un tronco. Y como tal había que talarlo. Nadie quiere malas raíces a bordo. Si aquello fuera un cuadro, rogaría al artista que lo repintara para poder borrarlo a él. Igual que un ciego a tientas por un pasillo, ni veía dónde estaba ni dónde debía ir. Pero al mismo tiempo, y ya no podía negarlo más, no hacía ningún esfuerzo por pedir unos ojos nuevos; a lo mejor no tenía coraje para gritarlo, a lo peor le daba lo mismo. A lo mucho peor era su destino.
Quería una copa.
Buscaba al camarero, ya decidido a arrebatarle el primer brebaje que tuviera, y hasta lo haría con desdén, la cortesía nunca me ha servido para nada. La luz tenue se apagó por completo entonces: las lámparas parecieron agonizar, el piano calló y las risas se volvieron interrogantes. Palpó el nervio del vocerío cuando el motor del barco, que en ese lapso fue perfectamente audible, tosió y tremendamente se detuvo. Un estruendo creciente precedió entonces al ladear del mundo que vino a continuación. Rodaron las copas, los trajes rojizos y los médicos borrachos; pudo agarrarse a tiempo al pasamanos cobrizo frente a la ventana para ver el mar inclinándose cuarenta y cinco grados a la izquierda, y creciendo. Las lámparas ladeaban enloquecidas, caían disueltas en añicos y la multitud se amontonaba frente los pasillos de salida, más de uno cayó sobre la moqueta y se vio aplastado por la inminente estampida. Su primer impulso fue seguir a la muchedumbre, Madre, Annaise, ¿dónde estáis? Pero apenas dio un par de pasos se quedó donde estaba, asido al pasamanos. No torció la vista del océano. Las luces laterales aún seguían encendidas, agonizando bajo el despertar de las aguas. Aquello le volvía a latir bajo el pecho, pero esta vez no sentía temor.
Con todo naufragaban la aflicción, la soledad, el pesimismo y hasta los hermosos ojos pardos. Mientras veía a Bertrand afanándose en mantenerse en pie a pesar del vino, ese que muy probablemente le impediría salir de allí con vida, cayó en la cuenta de que se veían delfines al fondo, riendo y burlándose con sus medias sonrisas y girando sobre sus lomos plateados. El cristal del ojo de buey se cubría de grietas. Las sirenas harían aparición junto a los niños mamíferos y se agolparían al costado del barco, pasándose despacio el dedo índice a través de los labios.
El agua pronto comenzó a calarle los tobillos.
Hacía varias canciones que no prestaba atención a lo que daba la espalda, refugiándose de la familia, los invitados, el colorido sin sabor de los trajes – o disfraces, a sus ojos-, los camareros que transportaban con indiferencia manjares en miniatura sobre bandejas de plata. En otros momentos semejantes se distraía recorriendo los muslos de las huéspedes más jovenes, muy esmeradas en que el mundo supiera de cuánto esfuerzo y sueldo habían invertido en broncear, maquillar, ocultar. Disfraces, sí. El único incapaz de enmascararse era él, si bien ese distanciamiento era a veces justo lo que le consolaba, en el salón de baile se sentía bien distinto. Aflicción era una palabra bonita en aquél momento, cuando no quedaba valor para deletrear otras cosas. Agradecía oscuramente que se hubieran mantenido las luces tenues, que tuviera al alcance una esquina débil como la que le amparaba. En cierto modo creyó haber perdido los recursos con que se armaba para desvestir lo que siempre le atemorizaba. El discreto encanto de la burguesía no era discreto cuando no había escondite posible, ni tenía encanto cuando se veía débil ante lo que, lo sabía, era una simple capa de escarcha; un toque de seda y oro para que la verdadera Mierda latente fuera invisible e inodora para cualquiera.
Miró de reojo a Bertrand, la cuarta o quinta copichuela ya, revoloteando al paso de mujeres a las que doblaba en edad. Y en estupidez. No daba crédito: el pesimismo había dado lugar a la tristeza, para que esta cediera el paso a la soledad y ésta a la actual aflicción, para que a su vez ésta se arrodillara ante la plena desesperación. Quería salir de allí, si es que había pasillo, camarote o armario empotrado que le permitiera huir de la patraña flotante en la que le habían colocado.
Pronto se le acercaría Madre, oh sí, y tendría que ponerle esa mano en el hombro como si con eso levantara cien ánimos. Para ella era todo muy sencillo, en verdad: Basta con hacer como que sonríes, buscarte una muchacha “adecuada para ti” (qué recoño significaba eso), animarte, y ya verás como todo sale a pedir de boca, el camino se iluminará, te decidirás por una carrera y finalmente… y finalmente qué. Cuando se hubiera establecido, qué. Probablemente podría entonces seguir fingiendo sonrisas, fingiendo amor por su muchacha adecuada, fingiendo que podía fingir y que el ambiente que le rodeaba era inmaculado como los trajes y las chaquetas ceñidas sobre hombros de grandes tipos que también sabían fingir. Todo lo demás eran dudas, pequeñeces de la edad del pavo que quedaban atrapados entre los dientes.
En realidad el mar era precioso. Sólo deseaba que apagaran las estúpidas luces de cubierta, derroche energético sin precedentes, para poder verlo tal como el cariño de la luna lo quería. Distinguiría pues peces de vivos colores, acudiría algún delfín a entablar amistad, se tiraría al mar para hacer el amor con las sirenas. Frunció el ceño. Dadme alguna copa para que la pueda estrellar.
Su hermana Annaise sí que había desmostrado ser resuelta. Al paso de cientos de pulpos – no los del mar, sino los que llevan anillos de casado en el dedo-, tan pancha y alegre ella. Porque todo era fácil. Nada había que plantearse cuando se viajaba de Atenas a Estambul, de Oslo a Zurich, y de vuelta al barco mientras se pagaba sin pestañear la gasolina del Porsche – si es que no lo había sustituido por otro-, la estética dental, zapatos de diseño que se deshilachaban tras dos fiestas, sin perder su diseño eso sí, y hasta José Feliciano en directo para nuestros camaradas.
“Madre, yo te agradezco lo que tú y el buitre de padre, esté donde esté con sus cheques mensuales que huelen a burdel, intentais hacer por mí. En el fondo soy yo, que he salido no sé si demasiado listo o demasiado tonto, alguien sabrá la respuesta. Quizá haya remedio temprano para mí, un transplante de cerebro no debe salir tan caro, y con ello a buena fe que me olvidaría de todo, lo conseguiríais. Haría algo útil con los versos que escupo cada mañana y me descacharraría, a la puta basura sin remisión. Me pregunta Dominique si me gusta ese piano, sí; tanto como los chistes que él y sus colegas médicos o contables, no recuerdo ni lo que son, se cuentan con la gracia de una hermandad de croquetas. Me muero por todo esto, nada como andar de un lado para otro sobre esta moquetita azul y sentirme una nada entre tanto miasma de Emporio Armani y tabaco importado. Justo los dos olores que más aborrecía el padre de mis padres.”
Había tenido tan poco tiempo para conocer a su abuelo que le costaba creer lo mucho que perduraba su memoria, esos relojes antiquísimos que arreglaba con suma pasión y las enciclopedias que le regalaba. Era más que un recuerdo, un estandarte. Evocaba los abrazos, sus besos y creía tenerlos todavía cuando se despertaba en medio de la noche. Flotaba ahora en el salón un sentimiento generalizado, representación abstracta de todo lo que luchaba en su contra; sabía que no quería ser “así”, sin acertar a definir del todo bien ese “así”.
Con el paso de las horas, la algarabía se hacía rugido, y hasta el bramido de la sirena del navío le transmitía una mayor paz. Le pareció oir un grito agudo que destacaba sobre la algazara, y al volverse pasó por alto el cuerpo inerte de Jean Pierre bajo varios brazos tratando de recomponerlo – “¡es que no sabes beber!”- y descubrió a pocos metros el collar de perlas, el mentón con una delicia de curva, tostada por una radiante naturalidad. No había prestado demasiada atención a ningún rostro en particular desde que subió, así que aquél contuvo todo su respirar en un eterno segundo, la música parecía emerger directamente de ella. La chica lo había mirado fijamente. Quiso agarrar la mirada extrañamente resbaladiza, felina, y convertirla en el epicentro de todas las imágenes bellas que anidaban en su memoria. Se llevaba a los labios una mano que sostenía una copa de cristal, si acaso el cristal la sostenía a ella, porque todo sonaba con el susurro de la delicadeza. La mirada parda se había deslizado por el incierto iluminar del salón, y como un jirón de seda sobre un río de alquitrán le había alcanzado muy despacio.
Pronto hizo estimaciones que sin darse cuenta se hicieron vivos deseos. Tal vez Annaise conociera el nombre de los dos ojos pardos, podría tomarlos de la mano y acercarlos sutilmente, dejarlos envueltos en un baile que empezaría con la sombra del protocolo, conocéos y divertíos, este es mi hermano, encantado, ¿te sientes a gusto aquí?. Y todo eso, la antesala de una aventura sin precedentes. Darían vueltas sin mirar a los trajes ceñidos, se lo contarían todo con un par de tímidas miradas que sólo retrasarían por unos minutos la caída al vacío, hasta violar en silencio con ese ingenio desconocido para todos los que allí bebían y reían; unos compases atrevidos, algo al oído, y busquemos un camarote en el que jamás volvamos a escuchar este piano insufrible. El barco nos pertenece, y la vida, y nosotros mismos. Ahora sí era precioso el mar. No me importará como se llame. Son solo un par de labios, y las tiernas caricias y el restallido de su lengua contra la mía.
No advertía cuan violento se había puesto su corazón. Ya no se oía el piano, y Feliciano ni siquiera podría cantar; los golpes de pecho anegaban todo lo demás, y sólo se detuvieron, traicionándole de una forma que en el fondo sí esperaba, cuando los ojos pardos lo miraron una vez más y advirtió que sólo miraban a través de él. Sin duda el resplandor del mar era mucho más atractivo que su figura opaca. Él solo era un estorbo, tronco plantado que soportaba cómo ella torcía la mirada con indiferencia.
El collar de perlas se esfumaba tres segundos después, entre corbatas oscuras y brindis y las sonrisas exultantes de la multitud. Era un tronco. Y como tal había que talarlo. Nadie quiere malas raíces a bordo. Si aquello fuera un cuadro, rogaría al artista que lo repintara para poder borrarlo a él. Igual que un ciego a tientas por un pasillo, ni veía dónde estaba ni dónde debía ir. Pero al mismo tiempo, y ya no podía negarlo más, no hacía ningún esfuerzo por pedir unos ojos nuevos; a lo mejor no tenía coraje para gritarlo, a lo peor le daba lo mismo. A lo mucho peor era su destino.
Quería una copa.
Buscaba al camarero, ya decidido a arrebatarle el primer brebaje que tuviera, y hasta lo haría con desdén, la cortesía nunca me ha servido para nada. La luz tenue se apagó por completo entonces: las lámparas parecieron agonizar, el piano calló y las risas se volvieron interrogantes. Palpó el nervio del vocerío cuando el motor del barco, que en ese lapso fue perfectamente audible, tosió y tremendamente se detuvo. Un estruendo creciente precedió entonces al ladear del mundo que vino a continuación. Rodaron las copas, los trajes rojizos y los médicos borrachos; pudo agarrarse a tiempo al pasamanos cobrizo frente a la ventana para ver el mar inclinándose cuarenta y cinco grados a la izquierda, y creciendo. Las lámparas ladeaban enloquecidas, caían disueltas en añicos y la multitud se amontonaba frente los pasillos de salida, más de uno cayó sobre la moqueta y se vio aplastado por la inminente estampida. Su primer impulso fue seguir a la muchedumbre, Madre, Annaise, ¿dónde estáis? Pero apenas dio un par de pasos se quedó donde estaba, asido al pasamanos. No torció la vista del océano. Las luces laterales aún seguían encendidas, agonizando bajo el despertar de las aguas. Aquello le volvía a latir bajo el pecho, pero esta vez no sentía temor.
Con todo naufragaban la aflicción, la soledad, el pesimismo y hasta los hermosos ojos pardos. Mientras veía a Bertrand afanándose en mantenerse en pie a pesar del vino, ese que muy probablemente le impediría salir de allí con vida, cayó en la cuenta de que se veían delfines al fondo, riendo y burlándose con sus medias sonrisas y girando sobre sus lomos plateados. El cristal del ojo de buey se cubría de grietas. Las sirenas harían aparición junto a los niños mamíferos y se agolparían al costado del barco, pasándose despacio el dedo índice a través de los labios.
El agua pronto comenzó a calarle los tobillos.
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