Recuerdo el olor perenne de las hojas, y cómo sus curvas antinaturales formaban un sombrero de hongo gigante que se desplomaba al vacío. Más allá de la dantesca arboleda, la vista chocaba contra los muros grises de las antiguas residencias y el cuartel abandonado que cercaban la comunidad. Al llegar conté nueve viviendas, a cada cual más vertiginosa; las cabañas se enrollaban alrededor de los olmos, sequoyas y cipreses que Claude Bergy dedicara toda una vida –y una cordura- a alimentar, hasta hacerlos titanes de roble que sudaban arroyos de savia. Y porqué no aquí, me dije. Fue Tristán quien tuvo la idea, y yo pensé por más de un par de momentos que estaba loco aunque, a fin de cuentas, no había mejor lugar para dos locos como nosotros.
- Bueno, ¡pues seamos bienvenidos a una vida en las alturas!- fue lo primero que dijo, tras soltar las maletas en el suelo de caoba-. ¿Cómo te sientes?
- Mareado- contesté yo.
No mentía. Uno se asomaba por la gruesa obertura de la cocina y sentía la llamada del suelo; trastabillando, las manos buscaban las barras de hierro bajo los ventanales, diseñadas para un proceso de adaptación que era, diría yo, inevitable.
Yo, no sé porqué, no terminaba de convencerme. ¿No será un poco coñazo bajar la basura? ¿Si te duermes una mañana antes de ir al trabajo, serás capaz de descender sin sufrir un ataque de ansiedad? No contaba con la tenacidad de mi amigo, que echaba la imaginación al vuelo para cazar nuevas ventajas. Decía que el perfume de los olmos gigantes embriagaba a las chicas. Que estar rodeados de pulmones naturales nos darían más años de vida –igual que la fuente de la eterna juventud, sí-. Que era como un jardín para bebés gigantes. Bueno, dije yo, pero aquí cerca no tenemos estanco, ni supermercado, no hay ni para comprar chicles. Tristán, sentado en las escalinatas de piedra y cuero, pasados los puentes colgantes que hacían de arteria entre vivienda y vivienda, cerraba los ojos y e inflaba su pecho de verde serenidad. Decía: ¿Cómo no puede uno acostumbrarse a esto?. Yo me rascaba la nuca. Lo veía bien pronto con un taparrabos y charlando a voz viva con los pájaros.
Pero, y tal vez fuera decepcionante, la vida en Greenville no distaba tanto de la de cualquier otro lugar. Las tardes se llenaban con los eternos gritos y correteos de los niños, que jugaban a cazadores de la jungla en el jardín inferior. Se subían los extenuantes toboganes de sudor que eran al principio las escalinatas, se saludaba a los vecinos y luego, se les ponía a parir a puerta cerrada. Las ropas pendían de los hilos de bramante que alcanzaban las ruinas de los edificios colindantes, las nubes de humo huían de las cocinas. Pese a la acertada distribución de las chozas, ciertos olores llegaban a fin de cuentas donde quería el viento, hándicap del que eramos los segundos más damnificados, porque nuestra choza era la segunda más alta, y así la segunda más barata, y la segunda con más obsequios de parte de las letrinas y los mohosos fogones.
En cambio, ningún auto podía aparcar más de quinientos metros a la redonda, lo que implicaba que había que caminar bastante, incluso para llegar al pueblo más cercano. Las normas de Greenville eran estrictas, pero efectivas. A cambio, uno recibía el presente de despertar sintiendo gorriones en el balcón y las frescas hojas meciéndose al sereno albor del día. Tristán estaba tan agusto que no le preocupaba quién pudiera verle, o qué pudiera vérsele, cuando su plan de todos los domingos eran rondar en pelotas frente al desperezar de toda la villa.
Diréis que era un tipo singular, pero ¿qué diríais entonces de nuestros vecinos? Alrededor de la sequoya mayor, casi a ras de suelo, se entroncaba la choza Madre en que vivían los genios del mal que nos recibieron y entregaron la llave de cobalto que aún perdura en mi cajón. Bárbara, Deliant y Sergio no vestían nada que se pareciera a la piel, tocaban las mismas canciones noche tras noche con sus guitarras decrépitas, y la carne ni la tocaban. Os hablaríamos bien a gusto de la primera tarde que pasamos allí, pero no recuerdo que se viera nada, aparte del mar espumoso que gorgoteaba en sendas cachimbas de cristal, y merced al cual casi nos matamos tratando de regresar a ‘casa’. Me da el infarto si rememoro aquellos vaivenes del puente colgante, y los copos de humo que escupíamos bajo un firmamento que casi nos hablaba.
Lisérgicos o no, era gracias a estos tres que las cosas, más o menos, funcionaban. Con su servicio de préstamo, distribuían hornillos de plata, cubiertos, herramientas y hasta libros por todo el vecindario. Ellos levantaron el manantial de uso común para el lavado de ropas, su taller de costura y cómo no, el inefable negocio de todo tipo de sustancias. Se decía que nadie querría vivir así en los tiempos que corrían, pero ellos permanecían estoicos ante los dardos del resto de los mortales, medios de comunicación a la cabeza.
Había un algo de puro e intocable en el lugar que atraía a los ascetas como a moscas. Podríais preguntárselo si no a Olga, que ocupaba el ciprés apartado en la esquina del recinto, treinta pies bajo nosotros. Iba a describirla, pero… vaya. Sólo alcanzabas a ver sus pies inmóviles frente una silla de mimbre, que avanzaban en estampida hasta la terracita cada vez que algo se elevaba un decibelio por encima de su límite. Y era éste un límite muy intransigente. Fuera el agitar de unas llaves, el descorchar una botella, o un estornudo entre manos de silenciador, la abombada silueta de Olga no tardaba ni medio segundo en cruzar la portezuela y:
- ¡Chsssst! ¡Estoy intentando leer!
Para ella era tirarse un pedo y se desataba el caos. Imaginad lo mal que lo pasaba bajo la despótica sombra del dueño de la cabaña central. Está por resolver el misterio de cómo Francisco, que empezó de policía, luego pasó a vigilante nocturno y después portero de discoteca; terminó fundando su propia empresa exportadora de dulces. Cuando salía de viaje de negocios, la comunidad respiraba – y de paso se atiborraba gracias a la generosidad de su mujer Teresa, que nos acaramelaba a todos con productos de la empresa de su marido-, y sus hijos corrían y se desmelenaban sin grandes impedimentos, salvo aquellos “Chsssst”. Pero, ay cuando Francisco estaba dentro. Podías palpar la tensión con los dedos. No se conformaba el hombre con mantener a raya a su familia: extendía sus dominios al resto de la villa, amenazando a Bárbara y su troupe con demandarlos por ruidosos, a Tristán por escándalo público, y a Olga la mandaba callar a su santa madre sin más. Nosotros comentimos el error de intentar ser simpáticos con él. Alguien debió explicarnos que no era persona que digiriera bien los chistes sobre la derrota de su equipo por siete a cero. Aún nos duele la mirada que nos lanzó. En Greenville, unos impelían a otros a que se le plantara cara de alguna manera, pero todos preferían dejar dicha responsabilidad en manos del vecino, y apartarse cuando llegara ese terrible momento.
No obstante, lo que son las cosas, si no fuera por él tal vez nunca los habríamos conocido. Tristán y servidor se encontraban en su cocina, preparando una bandeja de pienso para los pájaros y un cuenco de ensalada para nosotros, mientras el señor Francisco irradiaba el patio con su encanto particular. “¡Que no comáis con la boca abierta! La culpa es tuya mujer que les das todos los caprichos me estáis volviendo loco seréis inútiles si no fuera por mí no sé porqué nos tuvimos que venir a este puto lugar y Olga, ¡el dedito te lo metes por el culo!”. Llegaron ruidos de pasos desde la cabañita del tope, pintada por entero de blanco, de cuyas ventanas se fugaban trepadoras varios metros hacia abajo. Francisco miró allí: “¡Y a ver si me pagáis la vajilla, jodidos!”. Tristán y yo creíamos que en la cabaña superior no vivía nadie, luego la locura se había apoderado al fin del pobre diablo. Entonces fue cuando se le contrajo el rostro y nos brindó un momento del todo insólito. Entró en casa con los puños bamboleando en el aire, para salir segundos después con aquello amarrado a la espalda. Aún me parece tener al lado la mirada desorbitada de Tristán, llevándose las manos a la cabeza mientras decía:
- Eso será de mentira, ¿no?
Francisco apuntó al aire. Ya estábamos a punto de tirarnos al suelo o de arrojarnos al vacío, lo que nos salvara más pronto.
- ¡Bajad aquí si sois tan valientes! ¡A la cara no tenéis huevos de decirme eso!
Era mediodía, y los mediodías hacían justicia a Greenville. Quiero decir que vimos claramente, en cuanto nuestras trastornadas cabecitas lo asimilaron, lo que le caía al tipo en plena cara: no eran gusanos, ni tiras de confetti, sino fideos. Blandos, fugaces; Francisco no se decidía a retroceder o hacer uso del rifle, y yo vi, cinco metros arriba, dos pares de brazos por fuera de las ventanas de la cabaña blanca, y la ristra de condimentos que caían como proyectiles sobre aquél atónito rostro.
Ya me contaréis qué clase de persona confesaría sin pudor que lo derrotó una carga de harina de trigo en tiras. “¡Porque están aquí mi señora y mis niños, que si no! ¡Ya nos vemos las caras!”. Y tras su desaparición llegaron por primera vez las carcajadas, estridentes y hermosas, de los dos jovenzuelos que se apoyaban en el alféizar con la sonrisa del triunfo. Al principio, lo que son las cosas, creímos que eran niños, hasta que nos vieron y, como si ya nos conocieran, nos invitaron a entrar. Al cruzar su puerta, en la que habían tapado la mirilla con una fotografía de Buenos Aires, me fijé por primera vez en esas miradas, no sé si inconsciente o distraída. Uno vestía la camiseta más desteñida que ha existido en madre Tierra – los lavados y mezclados se contaban por “poned aquí el número que queráis”-, y el otro, que era tan delgado y pálido y escurridizo como los fideos que acababa de arrojar, lucía una sonrisa que no se avergonzaba de estar por varias veces mellada; y lo coronaba una boina verde pistacho que todavía me pregunto de dónde la sacó.
- Caramba - dijo éste-, sí hay gente en este lugar. ¿Cómo os va?
- Me llamo Enrique, ¡encantados! Choquemos los meñiques . El de mi derecha es Abel, peores sus sobacos que la hiel.
- ¡En vuestra casa que estáis!
Encantados, dijimos. ¿Cómo no estarlo? La vida en la villa era tranquila, demasiado para nuestro joven y osado gusto. Cualquier novedad era bien recibida, tanto tuviera ésta la dicha de hablar en verso o dilapidar al vecino con comida. Tristán, que no salía de su asombro, quiso saber cómo se las habían apañado tan bien con Francisco.
- Ah, ¿con ese tunante?- la voz de Enrique era nítida, cariñosa con sus palabras, y aun así, tenía su deje adolescente-. Mucho ruido y pocas nueces. No se le ocurrió otra cosa que tirarnos toda su vajilla, no le debe sentar bien el aire de otoño; según él somos mal ejemplo para sus retoños.
Corrió a la ventana, sus manos formaron una bocina.
- ¡Me pregunto qué clase de ejemplo trata de dar él!
Por detrás del follaje que cubrían las ventanas, contestó un rebuzno que prometía llamar a la policía si no se le pagaba. Habló entonces Abel, cuya mirada se anclaba en nuestra frente, como si no le importara lo que hubiera debajo:
- Pues ya puede tener suerte con la cobertura, la va a necesitar.
Nos mostraron el interior de su reducido habitáculo, y digo habitáculo porque toda la cabaña se componía de una sola salita, letrina aparte. Si alguna vez ha existido una ludoteca en un árbol, era la de esta gente: junto al fregadero y los fogones, vimos unos estantes que se desplomaban bajo el peso de los libros -¡cuantos libros!-, marcos de fotografías, cuchufletas, recuerdos; una mesa desplegable, una montaña de prendas sucias y decoloridas, varios muebles desperdigados como en un vertedero y, al fondo, dando al frescor del elevado ‘patio’, una litera que crujió cuando sus dos propietarios se sentaron sobre ella y redondearon sus mejillas. No había un centímetro libre ni en paredes ni en suelo: la colección de relojes, matrículas robadas, lentes polvorientas y figuras de yeso y cartón - que ambos perlas curtían con más empeño que destreza- nos contaban su propia historia.
Era un caos reinante, sí, pero las más de las veces uno de ellos siempre sabía donde estaba cada cosa, aunque para encontrar un cuchillo de cocina debieran primero deshacer una montaña de objetos y descargar otra en distinto rincón de la casa. Caminar por allí era peor que atravesar un campo de minas. Pronto nos dimos cuenta de lo mucho que se compenetraban Abel y Enrique, si bien el primero era más bien distante, sereno, y el segundo era un frenesí de emociones que militaban a su antojo. Las acciones de uno se vertían en reacciones del otro, y así no se lo pensaron mucho cuando les dio por defenderse con la comida que estaban preparando. Se estuvieron partiendo la caja un buen rato cuando les preguntamos de qué trabajaban.
- Ah, pues que se vengan un día de éstos y lo vean.
- Sí, nos morimos de ganas.
Y así fue, en cuanto tuvimos un día libre los acompañamos a la plenitud de sus días libres. Nuestros sorprendidos ojos los perdían cuando correteaban por las escalinatas, sus pies burlaban los escalones de cuatro en cuatro, las manos corrían por las agarraderas de los puentes colgantes como si patinaran sobre hielo. El camino que a nosotros se nos hacía una tortura era para ellos un juego, como lo eran las largas horas que dedicaban a explorar todo contenedor en las inmediaciones; y en realidad no les hacía falta ir muy lejos porque los habitantes de la ciudad –me refiero a la de cemento y ladrillo, la vuestra- continuaban vertiendo sus bicicletas, juguetes, sofás y muebles en el antiguo cementerio de coches a dos manzanas de Greenville, sin que el ayuntamiento escuchara las quejas de la administración de nuestra villa. De ahí que Enrique y Abel se forjaran como recolectores de carroña, y con los hilos de cañas de pescar y los adornos de baño confeccionaban espléndidos colgantes y pulseras. Nos mostraron algo que, en nuestro hogar por entonces, era más que útil: el nuevo sentido que daban al término ‘reciclaje’, con sus pisapapeles, jarrones y ceniceros fabricados en base a lo que otros llamarían chatarra. Abel incluso había ingeniado una cajita de madera para la que se tardaban años en descubrir cómo se abría, y las vendía por las playas y las terrazas como ‘remedio para dejar de fumar’. Las más de las veces recogían muebles que perdieron una pata o una vitrina; los recomponían, pulían y subastaban en stands improvisados que duraban lo que la policía tardara en descubrirlos. Entonces, se volvían dos liebres a la carrera para proseguir la reventa al otro lado de la ciudad. Por lo general no volvían de su ‘jornada’ hasta pasada la medianoche, cuando nosotros ya llevábamos varias horas en el camión de la basura, y es por esto que nunca antes los habíamos visto.
Y era una lástima. Porque las pocas veces en que coincidimos, aparte de pasarlo todo lo bien que se podía, nos hacían olvidar los malentendidos que Tristán y yo no éramos capaces de resolver, no ronques cuando duermas, no traigas tú tías a casa; y nos evadían de la intransigencia de Francisco y las juergas que los Tres Lisérgicos se montaban noche que sí, noche que también. A eso de las cuatro de la mañana volvíamos de trabajar y, tan pronto nos desprendíamos en los baños comunales de los olores propios de nuestro trabajo, veíamos el destello de unas lamparitas de gas en el lúgubre techo abierto de la comunidad, y las dos risueñas sombras surgían desde lo alto, gritando con su bendito descaro:
- ¡Los amos! ¡Los putos amos de Greenville, sí señor!
Todo vino a cuento de que pagamos la dichosa vaijlla de Francisco, y les echamos un par de manos para pagar el alquiler cuando iban justos –es decir, siempre-. No nos sobraba el dinero, pero ellos lo necesitaban como el comer. Y si hubo día en que fuimos felices en el esperpento de urbanización que nos duró seis meses, fue estando con ellos. Podíamos sentarnos en los bancos de piedra al umbral del jardín y compartir charlas y copas de buen vino que Enrique decía ‘tomar prestado’ de las bodegas de Bárbara y compañía. Abel y Enrique no se duchaban muy a menudo y su morada era un hervidero de trastos y olores descorteses, pero los envidiábamos por varias razones. Sobrevivían sin un trabajo auténtico, y a decir verdad nos ganaban en salud: ni tabaco, ni maría, ni máquinas tragaperras como las que se dice que arruinaron a Francisco, que en los últimos días se transformó en una torva de insultos y trasiegos. Apareció cierta noche con medio cuerpo colgando por fuera de la escalera, veinte metros sobre el suelo, murmurando que “este lugar se va a ir al infierno bien pronto”.
No nos dio mucho tiempo para presenciar su espiral autodestructiva: unos días más tarde, dos tipos en harapos entraron a comprar materia en la vivienda de los Lisérgicos, que salieron cinco minutos más tarde esposados de manos y desaparecieron para siempre tras las puertas de un furgón policial. Los coches patrulla tiñeron el recinto de destellos rojos y azules. Se registró choza por choza, y si a nosotros no nos encontraron nada fue porque se nos había agotado la última bolsita unas horas atrás. Dicen que a Olga le entró un ataque de ansiedad al ver a cuatro tipos armados aniquilando el perfectísimo orden de su vivienda, y que los agentes aguantaron diez minutos en el piso de Enrique y Abel hasta que el sargento dijo aquello de ‘si éstos quisieran esconder droga aquí, se les caducaría antes de que la volvieran a encontrar’.
Fue la última anécdota del lugar que se podrá narrar. Nos echaron del servicio de recogida por llegar tarde repetidamente, Tristán yo no terminamos de arreglar nuestras rencillas, y añádanse unas gotas de incapacidad de adaptación a una vida sin televisor, microondas ni abrelatas eléctricos. Fue bonito el intento, y la redada, la gota colmante; después de aquello, cada uno quiso irse por su lado. Y todos los demás tuvieron la misma idea.
Como ya sabéis, el puñetero invento de ‘La Urbe Verde’ acabó como chiste recurrente para los medios sensacionalistas. Medio país se deleitó a costa de esos hippies antisociales que pretendieron convencerles de las ventajas de una vida alternativa, y el otro medio clamaba al cielo cómo era posible que una idea tan brillante acabara de manera tan ridícula. Cosas que pasan, es lo único que sale de mi boca cuando me preguntan por el fin de aquellos días.
Me sé, en realidad, de un buen par de tipos que siguen allí sin que nadie lo sepa. Pasarán unos cuantos años hasta que el ayuntamiento decida construir algo sobre la triste e inmensa hojarasca que es hoy Greenville. Por el momento, ellos persisten en el techo del mundo: se dedican a sus prodigios sobre los hombros de la sequoya y cantan noches enteras al son de sus lamparitas; y por lo que yo sé, siguen siendo los únicos y verdaderos amos del lugar.
Los amos de Greenville
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