Comprendió que lo consideraban un viento perfecto para un campo imperfecto. Que él era la persona que ella bien podría necesitar.
Así interpretó las sonrisas confidentes, los espontáneos juegos y chistes a los que le empujaban todos aquellos rostros que surgían de las calles, asomaban por sus esquinas. Uno a uno, se fundían en una compañía cada vez más agradable. Cada minuto que pasaba se encontraba más a gusto y nada lo parecía impedir, como si los acontecimientos hubieran concordado en brindarle una noche inolvidable. Llegó a buscar su mano mientras caminaban al frente, rodeado por un grupo de extraños que bien pronto se convertirían en amigos.
Se había sorprendido al conocerla. La palidez de su cara. Los labios eran finos y purpúreos, un trazo de pintura de coral. Pero tan pronto rió él por primera vez, se unió ella, y el eco de las carcajadas surcó la ciudad; despertaron la plaga que avivaba el fuego de las calderas y brindaba nuevas amistades venidas de la nada.
Acabaron siendo unos nueve, diez. Y formaron un círculo cuando así lo ordenaron el disfraz de saltimbanqui, y la mujer de la vara de fuego que trazaba círculos anaranjados en la plaza desierta, bajo las estrellas; los acróbatas, payasos y forzudos desterrados.
Era una función circense que se había emplazado en medio de ‘su’ plazoleta, lugar en que cientos de historias que Ella vivió se retorcían ahora; despertaban bajo tierra. Los niños bailaban alrededor de los tristes payasos, se subían a las pesas de los forzudos, abrían la boca de admiración ante los poderes del mago. Él, ella y toda su troupe se adentraron en los destellos y los recuerdos conscientes. Quisieron sentirse niños de nuevo. Fue cuando el mago pidió a los presentes que formaran círculos, y que toda persona en ellos apoyara la mano derecha en el muslo izquierdo de quien tuvieran al lado.
Así sentirían, dijo el mago, una nube fría que los uniría por siempre jamás. Una corriente imparable de energía a través del círculo.
Nuestro protagonista se había despistado. A su lado no se había sentado ella, la de los labios morados, sino una de sus amigas; uno de los nuevos rostros. Todos se pusieron en cuclillas, dibujaron nerviosas sonrisas, movieron sus brazos.
Y entonces, el silencio se hizo dueño y señor de la plaza. Se velaba por millones de muertos. Las luces y las voces de los edificios se apagaron. Pendió una nueva clase de corriente.
“Cerrad los ojos”, dijo el mago, “notad la energía”. Y el chico lo notó. El goce de un cuello que se eriza como si lo acariciara un pez de espinas de hielo. Abrió los ojos, y encontró la mirada de ella frente a frente, como único grito verdadero en el eje de un hermoso silencio. El púrpura se había incendiado. Ahora era un carmesí radiante y húmedo.
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