El declive de cada civilización se puede medir por la cantidad de fruta que se encuentra en su dieta habitual.
La fruta fue ofrenda una vez. Todo cuanto había que hacer era estirar el brazo; aprender a cultivarla fue cuestión de instinto y experimentación. Tras su crecimiento no había interés alguno, más allá del que el mundo natural mostraba por compartir su espacio con nosotros.
Ahora bien, al hombre nunca le ha gustado demasiado compartir. Pronto halló la forma de explotar el regalo incondicional que la naturaleza ofrecía en forma de alimento. Se desarrolló la moneda como solución al primitivo intercambio mercantil; el trueque cayó en favor del interés comercial y la gula adquisitiva. Con el tiempo, las necesidades más básicas de nuestra raza pasaron a formar parte de esta espiral: el hombre se olvidó incluso de cagar al aire libre: las empresas fabricantes de retretes se reservaron el derecho de permitirnos evacuar lo que por cuestión de genética siempre ha habido que evacuar. Al alimento le ocurrió lo mismo con la generosa contribución de la química, que tuvo a bien agregar sus aditivos, sus pesticidas, su bollería industrial y sus propiedades adictivas inducidas de forma artificial. La fruta, una vez manjar obligatorio, perdió su trono en favor de los derivados lácteos, las golosinas, las bolsas de patatas fritas y las bombas de azúcar. Y entonces el hombre hizo exactamente lo mismo que llevaba haciendo milenios: echar mano de lo primero que se tiene al alcance.
“Alimentarse” es un anacronismo. Ahora se trata de comer; comer a sorteo, comer hasta hartarse, comer por comer. Que no nos extrañe si en los siglos próximos se nos hace pagar por el oxígeno. O por vomitar. De todos modos, nuestro estómago debe estar deliberadamente sellado para que no sepamos qué ocurre ahí dentro, así que... qué más dará.
1 comentario:
Ah... devórame pues.
Publicar un comentario