Me hubiera gustado no conocerla en una gasolinera, y me hubiera encantado encontrármela en alguna villa italiana o en la periferia de París en lugar de allí. Uno busca una apertura romántica por naturaleza, supongo; pero creo que la realidad tiene muy mal gusto para el sentimentalismo.
Es Junio de 2002. Salgo por la puerta trasera de una estación de servicio; sin compañía, porque he decidido que ya soy mayor. Camino hacia donde no hay horizonte y veo la formación de gansos formando una V cuyo vértice rompe en dirección contraria a la que avanzo. Deambulo por los contadores de la gasolinera y descubro, tras uno de ellos, a una chica de piernas largas y nariz afilada. Esa será la primera y última vez en la que nuestras vidas se hallen, a la vez, en una situación parecida.
Trato de conocerla a lo largo de ocho largos años sin conseguir nada más que una fotografía incapaz de revelarse. Sé que a los once años solía robar en tiendas, y que a los dieciséis escribía poesía con una mano prodigiosa, y que a los veintidós pisó la universidad por primera vez. Y sé que a los veinticinco, al fin, se ha dado por vencida.
Su corta trayectoria le ha resultado más que suficiente para asumir la inestabilidad del tiempo: la felicidad tiene, para ella, tres minutos de vida; la satisfacción, quizá una tarde; la estabilidad, en su máxima expresión, cuarenta y ocho horas.
La poesía quizá fue lo único capaz de apaciguar ese tormento; al menos así fue durante la adolescencia, etapa que para cualquiera es turbulenta y para ella significó un paseo eterno sobre la cuerda floja. La poesía lograba mantenerla días calzando las mismas botas, persiguiendo un mismo fin, estancando una sensación inmutable. Un día descubrió que escribir no servía de nada si no había nadie que pudiera entender. Así que dejó de escribir.
Tardó varios años más de lo habitual en llegar a la universidad. Cualquiera diría que el motivo de dicho retraso fue una dispersión excesiva; que la chica apuntaba hacia mil direcciones sin decidirse a avanzar hacia ninguna. Pero la universidad sólo fue un alto en el camino desde el que poder volver a desintegrarse.
Desde su retina, la vida está sometida a infinidad de alucinaciones ópicas. La senda que parece amplia se estrecha. La ciudad lejana se le aparece súbitamente de frente. El acompañante hermoso se convierte de pronto en una violación del orden.
Toca todo cuanto quiere tocar y alcanza todo cuanto desea alcanzar sólo para huir con todas sus fuerzas en cuanto surge la ocasión y, días más tarde, encerrarse en su habitación y meditar sobre lo que pudo ser y no fue.
Un amigo se mudó a Madrid hace poco. Me llamó por teléfono para contarme cómo le iban las cosas. Noté, por la voz, que trataba a toda costa de alejar algo de la conversación. “La vi ayer, sabes”, confesó finalmente. “Estaba en un pub irlandés en el centro, tomándose una cerveza con un tipo que daba toda la impresión de acabar de conocer”.
Miré por la ventana y busqué gansos formando una V. “Para nada”, señalé. “Está junto a la estación de servicio, recostada contra un contador de gasolinera”.
Es Junio de 2002. Salgo por la puerta trasera de una estación de servicio; sin compañía, porque he decidido que ya soy mayor. Camino hacia donde no hay horizonte y veo la formación de gansos formando una V cuyo vértice rompe en dirección contraria a la que avanzo. Deambulo por los contadores de la gasolinera y descubro, tras uno de ellos, a una chica de piernas largas y nariz afilada. Esa será la primera y última vez en la que nuestras vidas se hallen, a la vez, en una situación parecida.
Trato de conocerla a lo largo de ocho largos años sin conseguir nada más que una fotografía incapaz de revelarse. Sé que a los once años solía robar en tiendas, y que a los dieciséis escribía poesía con una mano prodigiosa, y que a los veintidós pisó la universidad por primera vez. Y sé que a los veinticinco, al fin, se ha dado por vencida.
Su corta trayectoria le ha resultado más que suficiente para asumir la inestabilidad del tiempo: la felicidad tiene, para ella, tres minutos de vida; la satisfacción, quizá una tarde; la estabilidad, en su máxima expresión, cuarenta y ocho horas.
La poesía quizá fue lo único capaz de apaciguar ese tormento; al menos así fue durante la adolescencia, etapa que para cualquiera es turbulenta y para ella significó un paseo eterno sobre la cuerda floja. La poesía lograba mantenerla días calzando las mismas botas, persiguiendo un mismo fin, estancando una sensación inmutable. Un día descubrió que escribir no servía de nada si no había nadie que pudiera entender. Así que dejó de escribir.
Tardó varios años más de lo habitual en llegar a la universidad. Cualquiera diría que el motivo de dicho retraso fue una dispersión excesiva; que la chica apuntaba hacia mil direcciones sin decidirse a avanzar hacia ninguna. Pero la universidad sólo fue un alto en el camino desde el que poder volver a desintegrarse.
Desde su retina, la vida está sometida a infinidad de alucinaciones ópicas. La senda que parece amplia se estrecha. La ciudad lejana se le aparece súbitamente de frente. El acompañante hermoso se convierte de pronto en una violación del orden.
Toca todo cuanto quiere tocar y alcanza todo cuanto desea alcanzar sólo para huir con todas sus fuerzas en cuanto surge la ocasión y, días más tarde, encerrarse en su habitación y meditar sobre lo que pudo ser y no fue.
Un amigo se mudó a Madrid hace poco. Me llamó por teléfono para contarme cómo le iban las cosas. Noté, por la voz, que trataba a toda costa de alejar algo de la conversación. “La vi ayer, sabes”, confesó finalmente. “Estaba en un pub irlandés en el centro, tomándose una cerveza con un tipo que daba toda la impresión de acabar de conocer”.
Miré por la ventana y busqué gansos formando una V. “Para nada”, señalé. “Está junto a la estación de servicio, recostada contra un contador de gasolinera”.
2 comentarios:
Me siento un inválido cuando te leo.
Ojalá entendiese lo que se te pasa por la cabeza.
Escribas lo que escribas, consigues volvernos por unos minutos ese personaje que en realidad no somos. ¿Y que nunca seremos?
Y, como siempre, me quedo con alguna frase tuya...
"Un día descubrió que escribir no servía de nada si no había nadie que pudiera entender."
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