En el interior de la carta debe haber un naipe con el rey de espadas. Sara sabe que el naipe es la última oportunidad, el filo de la navaja; lo coloca dentro del sobre segundos antes de cerrarlo. La carta baja de la cocina del piso de Sara hasta el buzón amarillo de la calle Clara Campoamor (dos minutos), se registra en la oficina de correos de San Juan (media mañana), se despacha hacia el puerto de Alicante (25 millas) y atraviesa 15.000 kilómetros repartidos entre tierra, aire y mar –con un tifón de por medio- hasta alcanzar Lane
Cove, donde Ryan Hollins llega a una casa que ya no es su casa, sin la menor intención de comprobar su correo. El interior del salón es un cementerio desnudo donde el eco de las pisadas compone la textura de la transición, el paso de una vida que se marcha a una nueva que viene. La vieja minicadena cuánto sacaría yo por esto en Ebay aún está en el suelo, así que aprovecha para escuchar algo de un Franz Ferdinand que le rescata de inoportunos pinchazos de nostalgia. Pero coincide que la voz de George, vecino (ex vecino) cuyas orientaciones sexales despiertan (despertaban) cierta inquietud en Ryan, se cuela por la ventana coincidiendo oportunísimamente con una pausa entre canción y canción. George está sacando al perro y conversa con otro vecino; se oye comercial, teléfono y algún que otro término no lo suficientemente intrascendente como para que Ryan no visualice momentáneamente el interior de su buzón atestado de facturas atrasadas. Así que no es la compasión del tifón, ni el servicio de correos, ni las vicisitudes del tiempo, sino la voz afeminada de George lo que coloca el rey de espadas entre los dedos de Ryan.
Ryan acaricia el naipe con los dedos. Después decide viajar hacia adentro para que las caricias continúen. Arena entre los dedos de los pies, y los pies de Sara subiendo sobre los suyos para alcanzarle la barbilla con los labios; la brisa a los pies del castillo de Santa Bárbara, las sábanas de la cama formando el altorrelieve de dos cuerpos que se empeñan en crear una obra de arte pintada en unión y movimiento. Ryan rememora, también, la voz de Sara era como una rosa dentro de una botella de vino dejando escapar repetidamente esa palabra que al principio no entendía. “Eso será porque los australianos no conocéis la realeza”, dijo ella después. Ahora Ryan se enfrenta a un problema, porque no ha escrito una carta en su vida. Apenas sí sabe rellenar un papel. Pero recuerda la nota que le dejó a cierta muchacha de Nápoles junto a la cama, precisamente pocos días después de hacer el amor con Sara. Sorry for leaving, you were so asleep, didn’t want to bother. It was nice to meet you. Si cerrara los ojos,
podría ver a Analisa recorriendo las entrañas de la cueva de la Sibila, donde todavía pone en práctica el juego que tiende un puente con su infancia: soy una sacerdotisa, aspiro los efluvios de la cueva y mi voz suena como si procediera del vientre de una ballena, y convenzo a los peregrinos de que puedo precedir su futuro. Merodea por la eterna sombra bajo las rocas tropezoidales, aspira los gases que desaparecieron hace más de dos mil años y siente que todo clarea en su mente. Y que las contradicciones que han definido su vida y sus acciones tienen un sentido. Y que el Gran Error fue un acierto, porque sólo ella pudo ver la mano de Silvio alzando la pistola Tanfoglio modelo 40 siempre la guardo en el segundo cajón si alguna vez ocurriera algo ya sabes qué hacer y su padre nunca habría superado otro suicidio en la familia. Analisa piensa que su ciudad salpica sangre, pólvora, magma volcánico y podredumbre de pescado por todas partes, y puede que ya sea hora de pensar en una nueva odisea, una destrucción creativa, una ruptura unificadora, un billete de avión justo a tiempo para poder ver una vida esfumándose a través de una rancia ventanilla junto al motor y
volver al barrio de Miraflores. Alfredo puede colgar un diploma más en la sala de estudio y bordar otra condecoración en el uniforme, y coser otro punto de sutura en la conciencia, porque cada mañana tiene que convencerse de que su oficio cumple un cometido importante, convencerse de que realmente ha contribuido a hacer del mundo un sitio más hermoso y seguro, y de que renunciar ahora sería lo mismo que dar por fallidos doce años de servicio, y de que todo cuanto hizo y vio en Afganistán no fue abominación sino lógica, y de que desde allí no pudo hacer nada por evitar que Teresa se hundiera, y de que su matrimonio ya estuvo condenado a morir desde mucho antes de lo que enviaran allí, y de que todo hombre nace con el derecho de equivocarse una vez en su vida, y de que jamás sintió nada por la joven napolitana, y de que no fue inútil ese último intento en el que envió una carta a su ya casi ex esposa con seis folios de sentimientos desbocados y una carta con la reina de copas.
3 comentarios:
Tus relatos cada vez dejan menos juego a palabras ajenas.
Es tedioso, delicado, elegante. Una combinación de historias que dejan al caviar en mal lugar.
Sigue así.
La humildad viste con esmoquin,
el don de la escritura
con la lógica del corazón.
Te imagino sentado, tú, hombre escualido,escribiendo, redactando, imaginando...
Que bonito sería abrazarte cuando pones el punto y final a tus relatos
y decirte
"Me encanta cuando sin ser consciente
juegas a ser Borges"
Enhora buena pues ayer hablamos
y más tarde, ambos vomitamos.
¿Cómo sería un texto a medias?
cuanto menos...curioso.
Un lujo asomarse a estos textos.
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