Tiempos Modernos (una partitura)

De pequeño creía firmemente que nada cambiaría. Era una valiente creencia a la que me aferraba con la desesperación del héroe de caballerías. La ciudad seguiría siendo la ciudad, papá y mamá nunca dejarían de ser papá y mamá, la vida en el rellano de la escalera se mantendría en su ángulo de inmortalidad. No había otro destino para mi entorno que quedar paralizado; hermosamente aislado en una parcela ajena a la historia. No tenía edad para entender el tiempo.

Un día superé a mi padre en altura; al mirar abajo, vi a un imbécil. Por alguna razón, los consejos de mi madre dejaron de resultar fiables. El colegio se transformó en instituto, donde mis deseos mudaron de piel a ritmo de aguja de las horas. A veces tenía que ver con los estudios -las clases de historia; en especial las dedicadas a la revolución industrial, me fascinaban-, y otras con el sexo femenino, que despertaba ahora una atracción diferente, irracional. El ritmo empezaba a despertar; me parecía, quizá, que las cosas empezaban a moverse un tanto más deprisa de lo que hubiera deseado.

Me fui a Madrid para estudiar una carrera. El inmortal rellano de la escalera fue reemplazado por uno frío y casi hostil, un oscuro basamento sobre el que se levantaban cientos de obstáculos y retos desconocidos. La comida perdió su aroma a años ochenta. Las hojas en blanco se convirtieron en facturas. Un día enfermé y, al mirarme en el espejo, me eché a llorar. Llamé a mi padre para pedir consejo. Tal vez me había precipitado al tacharle de lo que le taché; las cosas iban definitivamente a toda velocidad, en cualquier caso.

Pese a todo, sobreviví. Aprendí, me fortalecí, dirían algunos; yo creo que tan sólo avancé en la línea recta que a cada uno se le ofrece desde que llega al mundo. El progreso comenzó a medirse en diplomas y acreditaciones. Licenciatura, diplomatura, contrato por valor de un año (una mujer llamada Aurora como paréntesis), acuerdo prematrimonial, contrato indefinido, libro de firmas de la boda (Ricardito y Sarita como doble paréntesis), solicitud de prestación de paternidad, libro de familia. La velocidad era ahora absurda, insostenible; no había tiempo para detenerse y contemplar esos hermosísimos detalles tan vivos de sentido.

Sara y Ricardo crecieron sanos y felices. Cada uno con sus baches y tonterías justificables por edad, pero sin salirse de lo esperado. De hecho, nada en ellos se salía de lo esperado. En una tarde de esas en las que uno se siente con la fuerza suficiente como para enfrentarse a la atrocidad del vacío, reconocí en mi interior que mis dos hijos no eran especialmente inteligentes, ni especialmente hermosos, ni carismáticos ni talentados. Tampoco eran lo contrario. Nadie era especialmente nada. Llegué a subdirector de la empresa. Gané lo suficiente como para comprar una casita en el Vendrell, muy cerca del campo.

Ahora mis hijos ofician de imbéciles a ojos de sus hijos. Aurora está un poco más débil que el año pasado, pero mantenemos la costumbre de salir a pasear todas las tardes. En ocasiones creo que todo es brillante; en ocasiones creo que todo es absurdo. En realidad todo sigue manteniendo la obediente línea de no salirse de lo excepcional. Eso sí: no me había dado cuenta, hasta hoy, del ritmo al que realmente pasa el tiempo, y ese ritmo no es otro que el de una apacible, hermosa y definitivamente excepcional lentitud.


1 comentario:

nunca contentos dijo...

Aunque quiera, me faltan las palabras.
Todo es especialmente nada.
Todo es definitivamente excepcional.