La ansiedad es indefiniblemente innecesaria. Nos resulta odiosa cuando deberíamos estar en deuda con ella: si aparece, es para indicarnos que algo necesita un giro, y por lo tanto no debemos perder la costumbre de examinarnos sin miedo.
Nunca será bienvenida, pero tampoco suele visitarnos sin motivo. Pretendemos echarla a patadas de nuestro domicilio cuando deberíamos invitarla a té y pasteles y charlar un poco con ella.
Hace dos días volvió a visitarme. Tardé un poco en reconocerla. Esperas
sentado frente a la boca del metro. Tus manos, entrelazadas, son las de un adulto. El hombre a tu derecha ha montado un trípode frente a las escaleras de la estación y ahora coloca una cámara sobre él. Sientes el impulso de entrar en cuadro y adulterar la realidad que pretende capturar; infiltrarte en un carrete anónimo, inmortalizarte a costa de un extraño. En la avenida,
el tráfico es un ritmo desacompasado de saetas que cortan peligrosamente el aire entre individuo e individuo. De pronto cruza una saeta que va a la cola de todas las demás, y aparece al otro lado de la calle el abrigo a cuadros grises y negros. Caminas en busca de su calor. Sus brazos rodean tu cuerpo con entusiasmo.
- Vayamos al parque- dice la sonrisa-. Quiero fumarme un cigarro en paz.
Os sentáis en las escaleras que dan a la entrada del conservatorio. Es mediodía del 6 de diciembre y la ciudad parece aletargada, envuelta en la lentitud de la sábanas. Puedes hablar con ella y sentir esa deliciosa verdad que reside entre silencio y silencio: es una conversación entre dos almas que se aman sin porqué.
- Había pensado que podíamos comer en ese italiano de allí. Sé que el centro te agobia y allí podríamos estar tranquilos.
Nunca será bienvenida, pero tampoco suele visitarnos sin motivo. Pretendemos echarla a patadas de nuestro domicilio cuando deberíamos invitarla a té y pasteles y charlar un poco con ella.
Hace dos días volvió a visitarme. Tardé un poco en reconocerla. Esperas
sentado frente a la boca del metro. Tus manos, entrelazadas, son las de un adulto. El hombre a tu derecha ha montado un trípode frente a las escaleras de la estación y ahora coloca una cámara sobre él. Sientes el impulso de entrar en cuadro y adulterar la realidad que pretende capturar; infiltrarte en un carrete anónimo, inmortalizarte a costa de un extraño. En la avenida,
el tráfico es un ritmo desacompasado de saetas que cortan peligrosamente el aire entre individuo e individuo. De pronto cruza una saeta que va a la cola de todas las demás, y aparece al otro lado de la calle el abrigo a cuadros grises y negros. Caminas en busca de su calor. Sus brazos rodean tu cuerpo con entusiasmo.
- Vayamos al parque- dice la sonrisa-. Quiero fumarme un cigarro en paz.
Os sentáis en las escaleras que dan a la entrada del conservatorio. Es mediodía del 6 de diciembre y la ciudad parece aletargada, envuelta en la lentitud de la sábanas. Puedes hablar con ella y sentir esa deliciosa verdad que reside entre silencio y silencio: es una conversación entre dos almas que se aman sin porqué.
- Había pensado que podíamos comer en ese italiano de allí. Sé que el centro te agobia y allí podríamos estar tranquilos.
Te descubre ese año y medio de vida que te has perdido. Sus labios saltan de piedra en piedra: está la casa rural que regentan sus padres, el viaje a Italia en el que casi pierde la cordura, la pederastia revelada de su tío, la exposición artística en Alicante. Tú devuelves cada gota de su experiencia con otra: tus viajes, la gente extraordinaria a la que has conocido, tu visión de la vida comparada con la que tenías la última vez que comiste con ella. Tomáis
un café en una mesa al aire libre. El hombre que se acerca tiene una expresión lánguida y risueña al mismo tiempo: os vende poesías a cambio de una aportación voluntaria en metálico. “Me paso el día entero en una oficina; si no hiciera esto, me moriría”. Se marcha para dejaros unos poemas infectados de una ingenuidad insólita. Ella dice que seguramente sigue siendo virgen.
- Yo también tengo poemas. Sigo escribiéndolos. Podrías venirte a mi casa y escucharlos; luego podríamos volver a ver “El último Tango en París”.
Lleváis una hora allí, pero vuestros cafés no se han consumido.
- Te diría que te quedaras a dormir- continúa ella-, pero mañana vuelve Vicente. Él y yo tenemos que hablar, aunque creo que sé exactamente lo que va a pasar. Me veo haciendo las maletas.
Sus cuadros han cambiado. Crees que empieza a asomar en ellos algo que tiene poco que ver con la técnica o la habilidad: la autora empieza a conseguir que sus obras sean prolongaciones suyas, ápices dibujados en el extremo de un árbol genealógico. Sus manos, apoyadas sobre el mármol de la cocina, son las de una mujer. Termina la película,
restáis en silencio.
- Siempre he creído que te llevarías muy bien con Vicente- su mejilla tiembla a la tenue luz anaranjada de la velita-. Se parece mucho a ti. Todos mis… se parecen a ti. He crecido buscando algo distinto y similar a la vez.
Te sorprendes hablando conmigo mismo. “Diga lo que diga, haga lo que haga, no vuelvas a
un café en una mesa al aire libre. El hombre que se acerca tiene una expresión lánguida y risueña al mismo tiempo: os vende poesías a cambio de una aportación voluntaria en metálico. “Me paso el día entero en una oficina; si no hiciera esto, me moriría”. Se marcha para dejaros unos poemas infectados de una ingenuidad insólita. Ella dice que seguramente sigue siendo virgen.
- Yo también tengo poemas. Sigo escribiéndolos. Podrías venirte a mi casa y escucharlos; luego podríamos volver a ver “El último Tango en París”.
Lleváis una hora allí, pero vuestros cafés no se han consumido.
- Te diría que te quedaras a dormir- continúa ella-, pero mañana vuelve Vicente. Él y yo tenemos que hablar, aunque creo que sé exactamente lo que va a pasar. Me veo haciendo las maletas.
Sus cuadros han cambiado. Crees que empieza a asomar en ellos algo que tiene poco que ver con la técnica o la habilidad: la autora empieza a conseguir que sus obras sean prolongaciones suyas, ápices dibujados en el extremo de un árbol genealógico. Sus manos, apoyadas sobre el mármol de la cocina, son las de una mujer. Termina la película,
restáis en silencio.
- Siempre he creído que te llevarías muy bien con Vicente- su mejilla tiembla a la tenue luz anaranjada de la velita-. Se parece mucho a ti. Todos mis… se parecen a ti. He crecido buscando algo distinto y similar a la vez.
Te sorprendes hablando conmigo mismo. “Diga lo que diga, haga lo que haga, no vuelvas a
enamorarte”. Todo va bien por ahora, y de hecho, cuando llega la una de la madrugada, cuando la abrazas, te despides de ella y vuelves al frío del exterior, sigues sintiéndote tranquilo. El taxista habla sobre fútbol, mujeres, la ley antitabaco; artefactos que siempre terminan por disolverse rápida y silenciosamente. Pero al llegar a casa y tumbarte en la cama, hay algo que
persiste. Es la madrugada del 7 de Diciembre y no puedes dormir. Intentas repetirte las mismas palabras una y otra vez. Diga lo que diga, haga lo que haga, no vuelvas a
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