Suscito la desconfianza entre mis semejantes. Cada vez que me preguntan: "¿cómo estás?", contesto con adjetivos irritantemente positivos. Bien, estupendo, magnífico, genial. Entonces los demás afirman: "debes estar ocultando algo. Es imposible estar siempre bien". Y sí, lo es. Y no siempre me encuentro bien, ni estupendo, ni magnífico. A veces lloro por el amigo al que perdí, por el sueño que no se cumple, por la maquiavélica y sibilina mujer que se empeña en no amarme. O bien el mundo es injusto y deja sin suerte al pobre, mata de hambre al generoso, enriquece al corrupto, encarcela al inocente, hace enfermar a la razón. Pero la suerte está de mi lado, vaya que sí. Tengo casi todo lo que necesito para ser feliz; y más me vale no necesitar más cosas, o caeré pronto en la delicia de la insatisfacción autoinfligida. He conocido gente cuya vida es una auténtica miseria; otros trabajan catorce horas al día para apenas sobrevivir. Al lado de estos individuos, no se me ocurre por qué debería quejarme.
Las cosas que me preocupan relucen a menudo por su cegadora futilidad. Amor, crecimiento, exploración, espiritualidad, sociedad: son asuntos que en mi fuero interno ocupan una dimensión de insondable relevancia, pero que palidecen por su pequeñez en comparación con los deseos y miedos del resto de la humanidad, la historia del joven género humano, el tamaño de un universo cuyo centro, mucho me temo, está lejos de hallarse en mi bajo vientre.
Si he de protestar, que sea ante el juzgado de mi propia conciencia. Declaren juicios contra mi persona por no ser capaz de dejar las cosas tal y como yo deseo que estén. Quizá saque una guitarra y convierta mis penas en algo hermoso, como hicieron Camarón de la Isla o los primeros cantantes de blues; pero, desde luego, no volveré a pegar pelotazos contra un muro desnudo.
Las cosas que me preocupan relucen a menudo por su cegadora futilidad. Amor, crecimiento, exploración, espiritualidad, sociedad: son asuntos que en mi fuero interno ocupan una dimensión de insondable relevancia, pero que palidecen por su pequeñez en comparación con los deseos y miedos del resto de la humanidad, la historia del joven género humano, el tamaño de un universo cuyo centro, mucho me temo, está lejos de hallarse en mi bajo vientre.
Si he de protestar, que sea ante el juzgado de mi propia conciencia. Declaren juicios contra mi persona por no ser capaz de dejar las cosas tal y como yo deseo que estén. Quizá saque una guitarra y convierta mis penas en algo hermoso, como hicieron Camarón de la Isla o los primeros cantantes de blues; pero, desde luego, no volveré a pegar pelotazos contra un muro desnudo.
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