Ocurrió en esa época en la que un argentino me apuntó con una pistola; en la época en la que pesaba menos de cincuenta kilos, en la que el estruendo de las obras me movía a la demencia y en la que las cucarachas, que alcanzaban los ocho centímetros de longitud, subían por los muros del edificio para instalar su ecosistema propio en nuestra cocina. Yo no tenía mucho dinero ni motivos para tenerlo; tal vez por eso no me importó compartir piso con gente a la que no le inquietara avanzar hacia un destino caótico y destructivo. En la primera habitación vivía un brasileño que sufría ataques psicóticos crónicos. En la segunda había un estudiante de ingenería que sólo estaba allí para ahorrar dinero mientras él y su novia preparaban la compra de su futura casa. En la tercera, que tenía el tamaño de una celda, vivía yo; y aún quedaba espacio para una cuarta, ocupada por una ucraniana que quedó preñada del brasileño. El padre no sólo negó toda responsabilidad, sino que la amenazó con dejarla si no abortaba, motivo que llevó a la chica a comprender que su lugar quedaba lejos de allí.
En aquél infierno no se podía vivir mucho tiempo: yo sólo buscaba un trabajo para poder marcharme a cualquier otra parte. Sin embargo, cada vez que mis dedos encontraban restos de fruta podrida en un cajón aleatorio de la despensa, o se topaban con aquella densa capa de mugre en el quicio de la puerta, me preguntaba si realmente valía la pena escapar de aquello.Tal vez, me decía, aquél era mi destino inevitable, y toda penuria que me encontrara entre esos muros no era sino la escenificación de cuanto me merecía de ahí en adelante.
Nadie me dijo que alguien había ocupado la habitación de la ucraniana. Allí nadie decía nada. Por lo que a mí respecta, fue tal que así: fue a la nevera, saqué algo de paté para hacerme un sandwich (no tenía mucho más con qué comer), y al cerrar la puerta él resultó estar detrás. Era bajito aunque fornido, la clase de fisionomía de quien se las ha apañado ante circunstancias adversas. Dijo llamarse David. En el español que chapurreó me pareció encontrar los rasgos del acento francés o belga, pero resultó ser portugués. Quise desprenderme de él: no me encontraba en la clase de estado en el que uno se presta gustoso a conocer gente nueva, y el tipo hacía poco aparte de estar allí plantado con los brazos cruzados tras la espalda, tratando de comunicarse conmigo en las doce palabras que conocía de nuestro idioma. Finalmente me preguntó si sabía hablar inglés, y cuando le contesté que sí, su cara se iluminó de tal forma que tendríais que haber estado allí para verlo. "Estoy tan contento de que sepas hablar inglés... eres la primera persona que encuentro en este país que lo habla bien". Creo que fueron aquellos ojos que no cabían en sí de gozo los que me infundieron una repentina tranquilidad: aquello me puso en perspectiva, porque no cabía duda de que, durante aquellos meses, el señor David se había sentido infinitamente más solo que yo.
Con el tiempo, no sólo me demostró lo grande que era -pese a su tamaño- y lo difícil que se haría olvidar a alguien así, sino que consiguió descubrirme el lado amable de la miseria y la elegancia de la vida minimalista. Todo cuanto poseía David cabía en una maleta: un par de zapatos, unas pocas mudas de ropa y un par de libros. Se alimentaba exclusivamente de galletas, pan y embutido. Un día sacó una libreta cuya tapa tenía el aspecto de haber sobrevivido varias guerras mundiales; allí escribía un par de párrafos cada dos meses, continuando con un breve compendio de lo que habían sido quince años de viaje, comenzando por su adolescencia, cuando se fue a Australia con su hermano -supuestamente para pasar un par de meses- y una vez allí se preguntó: "Si he llegado hasta aquí, ¿por qué pararse justo ahora?" e inició un recorrido mareante: Brasil, Argentina, Guayana, tres años en África, dos en Italia -donde llegó a tener un hijo-, Ucrania, Noruega, los Balcanes, Israel... había visitado más de treinta países, y el único continente que le faltaba por recorrer era el asiático. Era un tipo ocurrente y conversativo, y con sus anécdotas y su hambre de conocimiento me devolvió el significado de la felicidad. El día en que apareció con una maleta en la puerta no pude contener las lágrimas: sabía que en el piso no aparecería jamás otro David.
Tras su marcha seguimos comunicándonos por Internet, pero la comunicación se cortó abruptamente después de contarme que se iba a Japón, su gran sueño. De pronto dejó de contestar a mis mensajes. Kieran, un amigo suyo irlandés al que conocí por entonces, me dijo cierto día: "he hablado con un montón de gente que lo conoce, y todos dicen lo mismo: no contesta a los mensajes, no se sabe donde está." Empecé a preocuparme. Dave era el ser más independiente que he conocido, pero hasta el más valiente encuentra una aventura de la que no consiga salir. Para terminar de complicarlo, él no tenía teléfono. Si le ocurriera algo, ni su propia familia sabría donde encontrarle.
Anoche me acordé de él. Ha pasado año y medio desde que se le perdió la pista. Me pasé toda la noche escribriendo algo que podría resumirse en una sola pregunta: ¿Dónde estás?. Esta mañana me desperté, aún con esa nostalgia latente en el pecho, cuando sonó el teléfono. Adivinad qué voz me esperaba al otro lado del auricular... era demasiado improbable como para terminar de creérmelo, pero sí, aquél acento portugués disfrazado de francés me preguntaba: "¿Cómo estás, hombre?"
No hay mentiras aquí. En este texto no hay rastro alguno de ficción; debe ser el primer escrito puramente autobiográfico, sin adornos ni maquillajes, que cuelgo en el Café. Los grandes personajes caminan en la realidad, pero se dejan recordar en la ficción: aparecen como un hechizo, desaparecen como un fantasma, y resurgen de nuevo en el momento más inesperado, como un héroe Dickensiano. Tal vez yo mismo lo haya resucitado con mi nostalgia escrita, como si hubiera estado aguardando al momento más emotivo para reaparecer. Hacedme caso: esta historia es demasiado buena como para ser inventada. Dave es un tipo demasiado excepcional como para que nadie pueda crearlo. Vendrá a España este otoño. Conociendo su imprevisibilidad, cualquier día me daré la vuelta y estará ahí, cruzando la avenida de mi casa para darme un abrazo largamente postergado.
En aquél infierno no se podía vivir mucho tiempo: yo sólo buscaba un trabajo para poder marcharme a cualquier otra parte. Sin embargo, cada vez que mis dedos encontraban restos de fruta podrida en un cajón aleatorio de la despensa, o se topaban con aquella densa capa de mugre en el quicio de la puerta, me preguntaba si realmente valía la pena escapar de aquello.Tal vez, me decía, aquél era mi destino inevitable, y toda penuria que me encontrara entre esos muros no era sino la escenificación de cuanto me merecía de ahí en adelante.
Nadie me dijo que alguien había ocupado la habitación de la ucraniana. Allí nadie decía nada. Por lo que a mí respecta, fue tal que así: fue a la nevera, saqué algo de paté para hacerme un sandwich (no tenía mucho más con qué comer), y al cerrar la puerta él resultó estar detrás. Era bajito aunque fornido, la clase de fisionomía de quien se las ha apañado ante circunstancias adversas. Dijo llamarse David. En el español que chapurreó me pareció encontrar los rasgos del acento francés o belga, pero resultó ser portugués. Quise desprenderme de él: no me encontraba en la clase de estado en el que uno se presta gustoso a conocer gente nueva, y el tipo hacía poco aparte de estar allí plantado con los brazos cruzados tras la espalda, tratando de comunicarse conmigo en las doce palabras que conocía de nuestro idioma. Finalmente me preguntó si sabía hablar inglés, y cuando le contesté que sí, su cara se iluminó de tal forma que tendríais que haber estado allí para verlo. "Estoy tan contento de que sepas hablar inglés... eres la primera persona que encuentro en este país que lo habla bien". Creo que fueron aquellos ojos que no cabían en sí de gozo los que me infundieron una repentina tranquilidad: aquello me puso en perspectiva, porque no cabía duda de que, durante aquellos meses, el señor David se había sentido infinitamente más solo que yo.
Con el tiempo, no sólo me demostró lo grande que era -pese a su tamaño- y lo difícil que se haría olvidar a alguien así, sino que consiguió descubrirme el lado amable de la miseria y la elegancia de la vida minimalista. Todo cuanto poseía David cabía en una maleta: un par de zapatos, unas pocas mudas de ropa y un par de libros. Se alimentaba exclusivamente de galletas, pan y embutido. Un día sacó una libreta cuya tapa tenía el aspecto de haber sobrevivido varias guerras mundiales; allí escribía un par de párrafos cada dos meses, continuando con un breve compendio de lo que habían sido quince años de viaje, comenzando por su adolescencia, cuando se fue a Australia con su hermano -supuestamente para pasar un par de meses- y una vez allí se preguntó: "Si he llegado hasta aquí, ¿por qué pararse justo ahora?" e inició un recorrido mareante: Brasil, Argentina, Guayana, tres años en África, dos en Italia -donde llegó a tener un hijo-, Ucrania, Noruega, los Balcanes, Israel... había visitado más de treinta países, y el único continente que le faltaba por recorrer era el asiático. Era un tipo ocurrente y conversativo, y con sus anécdotas y su hambre de conocimiento me devolvió el significado de la felicidad. El día en que apareció con una maleta en la puerta no pude contener las lágrimas: sabía que en el piso no aparecería jamás otro David.
Tras su marcha seguimos comunicándonos por Internet, pero la comunicación se cortó abruptamente después de contarme que se iba a Japón, su gran sueño. De pronto dejó de contestar a mis mensajes. Kieran, un amigo suyo irlandés al que conocí por entonces, me dijo cierto día: "he hablado con un montón de gente que lo conoce, y todos dicen lo mismo: no contesta a los mensajes, no se sabe donde está." Empecé a preocuparme. Dave era el ser más independiente que he conocido, pero hasta el más valiente encuentra una aventura de la que no consiga salir. Para terminar de complicarlo, él no tenía teléfono. Si le ocurriera algo, ni su propia familia sabría donde encontrarle.
Anoche me acordé de él. Ha pasado año y medio desde que se le perdió la pista. Me pasé toda la noche escribriendo algo que podría resumirse en una sola pregunta: ¿Dónde estás?. Esta mañana me desperté, aún con esa nostalgia latente en el pecho, cuando sonó el teléfono. Adivinad qué voz me esperaba al otro lado del auricular... era demasiado improbable como para terminar de creérmelo, pero sí, aquél acento portugués disfrazado de francés me preguntaba: "¿Cómo estás, hombre?"
No hay mentiras aquí. En este texto no hay rastro alguno de ficción; debe ser el primer escrito puramente autobiográfico, sin adornos ni maquillajes, que cuelgo en el Café. Los grandes personajes caminan en la realidad, pero se dejan recordar en la ficción: aparecen como un hechizo, desaparecen como un fantasma, y resurgen de nuevo en el momento más inesperado, como un héroe Dickensiano. Tal vez yo mismo lo haya resucitado con mi nostalgia escrita, como si hubiera estado aguardando al momento más emotivo para reaparecer. Hacedme caso: esta historia es demasiado buena como para ser inventada. Dave es un tipo demasiado excepcional como para que nadie pueda crearlo. Vendrá a España este otoño. Conociendo su imprevisibilidad, cualquier día me daré la vuelta y estará ahí, cruzando la avenida de mi casa para darme un abrazo largamente postergado.
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