Con un pitido intermitente, las puertas automáticas se cierran. La voz en catalán anuncia la próxima parada. El espacio me es conocido, y a la vez es insoportablemente extraño. En los rostros asiáticos que pueblan los asientos me parece encontrar las mismas expresiones que acabo de ver cruzando el paso de cebra o pagando el café. El crisol de lenguas y acentos adormece al inevitable castellano por el que se guían mis pensamientos. Se sienta a mi lado una pareja con aire de estar recién casada; sus esperanzadas miradas se concentran en el carrito de su bebé. A la plaza Orfila por la acera izquierda, al cruce de Fabra i Puig por la derecha. Los comercios plantaron sus semillas cuando yo era chico: ante mis ojos titila la definitiva germinación. Los decorados navideños sostienen un sobretecho, una buhardilla de neón bajo la bóveda nocturna. Ese restaurante ha encarado su equipo de música hacia el exterior, desterrando los compases de "Streets of Philadelpia" a una muy frenética y humana avenida, donde los deslucidos pasos dejan un rastro esquivo sobre el agua. La chica de enfrente lleva un gorro negro de lana y un abrigo de color beige. Da la impresión de estar sumergida en una canción diferente, una música que la aísla del resto de los viajeros. Se agacha para recoger la mariposa de algodón que se le ha caído al bebé. La acera llega a su fin. Un vasto espacio de llanura y tenebrosidad me arranca de mis cavilaciones. La lluvia ha convertido el patio adyacente al antiguo colegio en una piscina sin fondo. Tras el viejo muro de cemento y la verja, nada respira. Nada se mueve. Acelero el paso: me aterra pasar demasiado tiempo ante mi infancia. Me sorprende una sonrisa... será que me conozco de memoria cómo resuenan estos peldaños, cómo el segundo piso se dibuja de arriba a abajo a medida que se sube por las escaleras. La ventana del patio de vecinos deja entrever un rectángulo de luz, así que adivino que estarán en casa. La cetácea figura de Encarna tapa toda la luz del pasillo, por lo que me pierdo esa dulce transformación facial que va del desconcierto al estupor y se desenlaza con una renovada alegría. La decoración se ha renovado por completo, pero las cosas siguen igual en la casa: el mismo olor a barriles de ceniza, las mismas capas de polvo; hasta me parece que la sofocante nube de nicotina que llena los pasillos es la misma que dejé al venir aquí por última vez, hará ya seis años. Encarna me invita a tomar asiento y a una cerveza mientras me resume los últimos seis años de su hijo. "No me gusta la novia que se ha echado. ¡Es chilena! Que se saque los papeles y todo eso y hablamos. Es duro para un chaval de 24 años sentarse a comer con la familia de tus futuros suegros, y vamos, que la pregunta es típica: '¿y tú en qué trabajas?' Y tener que contestar: 'en nada'. Me es muy buen chaval desde siempre, pero con tanto pájaro en la cabeza... " En el cuarto de Eric, aun a oscuras, se percibe una tupida alfombra de piezas de ropa desperdigadas por el suelo y latas de Amstel a medio terminar. "Con la tontería, lleva dos años sin trabajar. Me ha dado una de disgustos... ahora, el día en que apareció con el brazo roto, ahí me dio algo. Y encima me dice: 'tranquila, mamá, que la sangre no es mía'. Regresión, reenganche, retorno. La trémula luz de la lechería junto al parque, el olor dulzón de la churrería en la esquina. Subamos hacia arriba... en este edificio vivía Cristina. Era un genio de chica, hasta que diversos novios y un sospechoso dolor de espalda la llevaron a abandonar los estudios. Después se enfrentó a su católica madre hasta que la echaron de casa. Me pregunto para qué sirven las etapas, si de algo sirven; y qué quedará de todo cuanto se aprendió en ellas. Cógete a mi cintura. Si quieres, te contaré más cosas. La mujer para la que trabajo se llama Teresa y tiene una colección de unos 3.000 libros en casa. Me dedico a ello seis horas al día y aun así necesitaría varias semanas para terminar de ordenarlos. Su acento es un distinguido y señorial argentino, y suele contestar las preguntas con un "mmmhmm" que lleva incorporado un ritmo casi musical. Los sentidos se me pierden entre las letras inmortales de los títulos y el aroma mohoso de las páginas. De Joyce a Cortázar, de Austen a José Cela, de Quevedo a Marco Aurelio, y los ancianos ojos del laberinto me persiguen de un lado a otro por los pasillos. A diez metros está la parada de autobús, de vuelta a mi refugio... bien, seguiremos caminando. Daremos un rodeo por las entrañas de la ciudad, y no volveremos hasta que las piernas exijan su descanso. Hay mucho espacio en la inmensidad del océano. Pronto me plantaré en el barrio gótico y dejaré que la vida fluya como una pluma abandonada al viento. Muévete, preciosa... qué delicia sobre la suciedad de tus calles.
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