Con vuestro permiso, inauguro una mini-sección dedicada a historias auténticas que desde siempre me han provocado impacto y admiración. Los hombres o mujeres sobre los que aquí hablaré no siempre os serán conocidos, pero a todos ellos los une un componente de excepcionalidad y de misterio que considero digno de ser contado.
Werner Voss (13 de Abril de 1897- 23 de Septiembre de 1917)
Son aproximadamente las cinco de la tarde. Largos jirones de nube inundan un cielo cálido y ventoso. Werner, de diecinueve años, camina hacia su aeroplano. Se enfunda el uniforme de piloto, se coloca gafas y orejeras y despega del aeródromo de Marckebeke. Dentro de una hora protagonizará uno de los episodios más épicos y apasionantes de la historia del combate aéreo.
En la 1ª guerra mundial, el aeroplano ocupaba un lugar meritorio entre los más prodigiosos productos de la invención humana. Apenas habían transcurrido unos años desde los legendarios vuelos de Santos Dumont y los hermanos Wright. El avión de principios de siglo era poco más que un rudo prototipo de lo que sería después: fuselajes de hierro y madera, una única hélice en el morro del aparato y una limitadísima capacida de maniobra. Ni el bando aliado ni el de la Entente consideraron utilizarlo como instrumento bélico hasta finales de 1915, cuando Anthony Fokker diseñó el primer mecanismo que sincronizaba la ametralladora Spandau con la rotación de la hélice del avión. El aparato se manejaba mediante rudimentarios sistemas de palancas y pedales. En aquellos aviones, exentos de la modernidad electrónica de hoy en día, la acción física del piloto, su habilidad de pilotaje y su propia personalidad se convertían en un elemento más del vuelo del avión, expresión epitomizada por el aviador itaiano Francesco Baracca: "yo soy el avión, no el piloto".
Los combates eran arduos y duraderos. Derribar a un enemigo requería tiempo y paciencia. Los expertos promovían el aspecto táctico-estratégico del combate, empleando la astucia, la furtividad y la sorpresa como mejores armas. La superioridad numérica era así mismo vital: atacar a dos aviones se consideraba un riesgo innecesario. Atacar a tres, una locura. Atacar a cuatro, un suicidio.
El 23 de septiembre de 1917, Werner Voss se lanzó contra siete aviones del escuadrón 56, el más famoso y mortífero grupo aéreo del Imperio Británico.
Lo más curioso de Werner es que, pese a sus 48 victorias confirmadas y sus numerosas condecoraciones (incluyendo la orden "Pour le Mêrite", el más prestigioso galardón militar del Imperio Prusiano), no se le consideraba un piloto excepcional. Carecía de la consistencia y la meticulosidad que encumbraran a otros ases como Fonck o Von Ritchoffen (el temido Barón Rojo). Voss prefería el vuelo solitario, cruzando el espacio aéreo enemigo con su Fokker dr. I. Más que como combatiente modélico, se le tenía por valeroso y dotado para la acrobacia. Su entera habilidad sólo parecía mostrarse tal cual en una tesitura en la que Voss se sintiera plenamente confiado y motivado. Las inconstantes chispas de su talento se correspondían con la naturaleza de su carácter volube, inspiracional.
El alemán luchó contra siete oponentes en una inconmensurable demostración de coraje, pundonor y maestría acrobática. Desesperó a sus adversarios durante diez largos minutos, logrando infligir graves daños a todos ellos. Werner se mostró furioso, intratable. Finalmente, fue herido de gravedad y perdió la conciencia, momento que el teniente Rhys Davids aprovechó para colocarse a su cola y derribarlo.
El capitán James McCudden, líder del escuadrón 56 y a la postre uno de los ases más aclamados del bando aliado, escribiría después: "Su pilotaje era maravilloso, su coraje magnífico, y en mi opinión fue el más bravo piloto alemán con quien tuve la ocasión de combatir". Rhys Davids, verdugo de Voss, añadiría lo siguiente: "Ojalá no hubiera sido necesario matarle".
¿Qué motivos impulsaron a Voss para embarcarse en tan desesperada refriega? Mi lado racional piensa que tal vez no consideró viable la opción de fuga, y plantó cara como cualquiera hubiera esperado de él. Mi lado romántico trata de ponerse en su piel, sentado en la cabina, lanzándole una dentellada al destino mientras la escuadrilla británica carga contra su avión. Disfrazándome de Voss, hombre considerado solitario y taciturno, me parece sentir ese incandescente destello inspiracional que le definía; esa oportunidad de demostrar a los ingleses, a él mismo, al mundo, quién era realmente y de qué era capaz. Veo a Werner dudando apenas medio segundo antes de izar su triplano y lanzar una ráfaga directa al escenario de su muerte; probablemente, el funeral que él mismo soñó en el ardor de su propia incomprensión, en el fondo de su carácter evasivo, de su naturaleza imprevisible.
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