Han pasado unos días, pero las paredes siguen sofocadas por la misma blancura recia. El mismo ángulo amarillento -un sol vencido por el invierno-penetra en la estancia una vez se apartan las cortinas negras del ventanal. Marta está sentada frente al lienzo: un pequeño taburete hace las veces de soporte para la paleta y los pinceles, y sobre el pequeño desván de la esquina, la cesta de la fruta se cubre de frío y de polvo.
Concha entra en el salón. Las arrugas que rodean sus ojos se han acentuado en el transcurso de los últimos días, y entre dichas corolas fláccidas se adivina una mirada deslánguida concentrada en su hija, que de espaldas a la madre continúa enfrascada en sus lentas y apáticas pinceladas.
- ¿Cómo estás hoy?
La mano prosigue con sus giros y sus trazos. Un breve sonido, apenas más fuerte que el lento tictac del reloj de la pared, deja entrever un escueto "bien" como única respuesta.
Concha aproxima una silla al lienzo y se sienta junto a su hija. Observa su trabajo: el pincel afila unas líneas azuladas en torno a una anárquica conjunción de curvas y colores, dentro de la cual se adivina un rostro impreciso y deliberadamente borroso. Todos los movimientos de Marta -el brazo, las pestañas, las ventanas de la nariz- van al ritmo del melancólico trazar del pincel, sobre el que parece pesar una abyecta carga de desánimo y melancolía.
- Aún no hemos decidido lo que vamos a hacer con tu hermano.
Marta suspira y, sin girarse, deja el pincel sobre el borde del marco. El cabello, de un rojo extrañamente oscuro como si el paso de los años lo hubiera erosionado, le cae densadamente por los flancos de la cara, formando casi un velo del que asoma poco más que una tímida nariz chata. Mueve apenas la cabeza para mirar a su madre un segundo; un huidizo instante en el que la esmeralda de sus ojos brilla para desfallecer enseguida, regresando al sereno refugio de su perfil.
- Creo que es hora de decírselo- dice finalmente, con ese fino filamento de voz que no quiere perturbar al silencio.
Gabriel irrumpe entonces en el salón. El avión de juguete es lo único que lo encuadra en la infancia, porque todo lo demás desmiente los ocho años que tiene. La mirada dormida, orgullosa, instaurada en dos óvalos negros que lo contemplan todo desde una tranquila distancia. El flaco pecho erguido, casi inclinado hacia adelante, imponiéndose sobre el aburrido mundo de los mayores. Incluso el ángulo cerrado que le forma la melena en la frente le confiere un porte clásico, una imagen de seriedad y circunspección. El avioncito, que construyó él mismo con su padre a base de mondadientes y envoltorios de yogur, planea anclado en su mano por la estancia, trazando curvas temerarias en el aire al son del zumbido que simula con los labios, hasta aterrizar suavemente en el borde del marco. Se sienta entonces en el regazo de su madre, que lo ha esperado con los brazos abiertos desde que entró por la puerta.
- ¿Has terminado los deberes? - pregunta Concha.
- Mates y lengua - contesta Gabriel, la mirada fija en el suelo: pocas cosas le llaman la atención más que cuanto se gesta en el lúgubre mundo de su imaginación.
Concha aprueba con la cabeza y le besa la melena. Marta esta cada vez más inquieta: sabe que la ternura de la escena está artimañada y además se dispone a terminar con un golpe de tragedia. Se le va la vista al cesto de las frutas: esas gruesas naranjas las colocó allí su padre apenas unos días antes. Todo está tal y como lo dejó la última tarde: las llaves del coche sobre la mesita, la cazadora colgada del perchero, incluso la hendidura en la butaca, que mantiene la silueta del ancho cuerpo del padre.
Concha hace girar un poco a su hijo para mirarlo cara a cara. Marta está agitada. Siente puñaladas de oxígeno huyendo de ella, como ya sucedió al entrar en la habitación del hospital. Trata de hacerse una idea de la fortaleza a la que debe estar apelando su madre para poder hablar, y de pronto se siente liviana; insustancial como un golpe de viento.
- Gabriel, cielo - Concha algodonea sus palabras, las mima, como si con ella pudiera paliar el estrago que se avecina-. Tu hermana y yo tenemos que contarte algo.
Gabriel, plácido, la mira mientras una distraída sonrisa redondea sus labios.
- ¿Vamos a ir al campo este fin de semana, verdad?
Concha se mantiene serena. "No, no vamos a ir al campo", parece decir con su paciente suspiro. Le acaricia el cuello. Y cuando está a punto de empezar a hablar, Gabriel la interrumpe de nuevo.
- Es que como papá ya no está, he pensado que podríamos ir... si no, se van a secar las flores.
Las miradas de madre e hija se encuentran. Las mandíbulas caídas, los labios semiabiertos en un abismo de sorpresa y desconcierto. El silencio se adueña de la estancia mientras Gabriel, rígido y concentrado en el cielo que se vislumbra por la terraza, imita de nuevo el rugido del avión que ya no vuela.
- Llamando a torre de control. Permiso p'aterrizar...
Marta lo contempla asombrada. Su madre tampoco sabe qué decir. El oxígeno ha vuelto de pronto, inundando los pulmones, alivianando la piel. Se aparta la espesura de los cabellos para mirar mejor a su hermano.
Gabriel se estira las mangas del jersey, hasta cubrirse totalmente las manos.
La nochebuena del año anterior, Gabriel entraba en su cuarto para encontrarse con un paquete envuelto en papel de regalo. El frío navideño que irrumpía a través de la ventana, abierta de par en par, arrebataba el espíritu de la estancia: de pronto parecía un lugar olvidado y silente. Sobre el paquete, la firma de Papá Noel quedaba ilustrada en una tarjetita: "para Gabriel". Lo desenvolvió. En su interior encontró lo que esperaba. La emoción se encarnó en su rostro al principio, pero de pronto dejó el regalo en el suelo y restó en silencio unos instantes, severo y taciturno. Era mejor no decirles a mamá y a papá lo que en verdad había descubierto hacía ya dos años, porque cada vez que le hablaban de Papá Noel sonreían como si les hiciera más ilusión hacerle regalos que a él recibirlos. Si mantenía esa apariencia de ingenuidad, las navidades seguirían siendo lo que habían sido hasta entonces. Quería que fuera siempre así. Que nada cambiara. El silencio era bueno.
Concha entra en el salón. Las arrugas que rodean sus ojos se han acentuado en el transcurso de los últimos días, y entre dichas corolas fláccidas se adivina una mirada deslánguida concentrada en su hija, que de espaldas a la madre continúa enfrascada en sus lentas y apáticas pinceladas.
- ¿Cómo estás hoy?
La mano prosigue con sus giros y sus trazos. Un breve sonido, apenas más fuerte que el lento tictac del reloj de la pared, deja entrever un escueto "bien" como única respuesta.
Concha aproxima una silla al lienzo y se sienta junto a su hija. Observa su trabajo: el pincel afila unas líneas azuladas en torno a una anárquica conjunción de curvas y colores, dentro de la cual se adivina un rostro impreciso y deliberadamente borroso. Todos los movimientos de Marta -el brazo, las pestañas, las ventanas de la nariz- van al ritmo del melancólico trazar del pincel, sobre el que parece pesar una abyecta carga de desánimo y melancolía.
- Aún no hemos decidido lo que vamos a hacer con tu hermano.
Marta suspira y, sin girarse, deja el pincel sobre el borde del marco. El cabello, de un rojo extrañamente oscuro como si el paso de los años lo hubiera erosionado, le cae densadamente por los flancos de la cara, formando casi un velo del que asoma poco más que una tímida nariz chata. Mueve apenas la cabeza para mirar a su madre un segundo; un huidizo instante en el que la esmeralda de sus ojos brilla para desfallecer enseguida, regresando al sereno refugio de su perfil.
- Creo que es hora de decírselo- dice finalmente, con ese fino filamento de voz que no quiere perturbar al silencio.
Gabriel irrumpe entonces en el salón. El avión de juguete es lo único que lo encuadra en la infancia, porque todo lo demás desmiente los ocho años que tiene. La mirada dormida, orgullosa, instaurada en dos óvalos negros que lo contemplan todo desde una tranquila distancia. El flaco pecho erguido, casi inclinado hacia adelante, imponiéndose sobre el aburrido mundo de los mayores. Incluso el ángulo cerrado que le forma la melena en la frente le confiere un porte clásico, una imagen de seriedad y circunspección. El avioncito, que construyó él mismo con su padre a base de mondadientes y envoltorios de yogur, planea anclado en su mano por la estancia, trazando curvas temerarias en el aire al son del zumbido que simula con los labios, hasta aterrizar suavemente en el borde del marco. Se sienta entonces en el regazo de su madre, que lo ha esperado con los brazos abiertos desde que entró por la puerta.
- ¿Has terminado los deberes? - pregunta Concha.
- Mates y lengua - contesta Gabriel, la mirada fija en el suelo: pocas cosas le llaman la atención más que cuanto se gesta en el lúgubre mundo de su imaginación.
Concha aprueba con la cabeza y le besa la melena. Marta esta cada vez más inquieta: sabe que la ternura de la escena está artimañada y además se dispone a terminar con un golpe de tragedia. Se le va la vista al cesto de las frutas: esas gruesas naranjas las colocó allí su padre apenas unos días antes. Todo está tal y como lo dejó la última tarde: las llaves del coche sobre la mesita, la cazadora colgada del perchero, incluso la hendidura en la butaca, que mantiene la silueta del ancho cuerpo del padre.
Concha hace girar un poco a su hijo para mirarlo cara a cara. Marta está agitada. Siente puñaladas de oxígeno huyendo de ella, como ya sucedió al entrar en la habitación del hospital. Trata de hacerse una idea de la fortaleza a la que debe estar apelando su madre para poder hablar, y de pronto se siente liviana; insustancial como un golpe de viento.
- Gabriel, cielo - Concha algodonea sus palabras, las mima, como si con ella pudiera paliar el estrago que se avecina-. Tu hermana y yo tenemos que contarte algo.
Gabriel, plácido, la mira mientras una distraída sonrisa redondea sus labios.
- ¿Vamos a ir al campo este fin de semana, verdad?
Concha se mantiene serena. "No, no vamos a ir al campo", parece decir con su paciente suspiro. Le acaricia el cuello. Y cuando está a punto de empezar a hablar, Gabriel la interrumpe de nuevo.
- Es que como papá ya no está, he pensado que podríamos ir... si no, se van a secar las flores.
Las miradas de madre e hija se encuentran. Las mandíbulas caídas, los labios semiabiertos en un abismo de sorpresa y desconcierto. El silencio se adueña de la estancia mientras Gabriel, rígido y concentrado en el cielo que se vislumbra por la terraza, imita de nuevo el rugido del avión que ya no vuela.
- Llamando a torre de control. Permiso p'aterrizar...
Marta lo contempla asombrada. Su madre tampoco sabe qué decir. El oxígeno ha vuelto de pronto, inundando los pulmones, alivianando la piel. Se aparta la espesura de los cabellos para mirar mejor a su hermano.
Gabriel se estira las mangas del jersey, hasta cubrirse totalmente las manos.
La nochebuena del año anterior, Gabriel entraba en su cuarto para encontrarse con un paquete envuelto en papel de regalo. El frío navideño que irrumpía a través de la ventana, abierta de par en par, arrebataba el espíritu de la estancia: de pronto parecía un lugar olvidado y silente. Sobre el paquete, la firma de Papá Noel quedaba ilustrada en una tarjetita: "para Gabriel". Lo desenvolvió. En su interior encontró lo que esperaba. La emoción se encarnó en su rostro al principio, pero de pronto dejó el regalo en el suelo y restó en silencio unos instantes, severo y taciturno. Era mejor no decirles a mamá y a papá lo que en verdad había descubierto hacía ya dos años, porque cada vez que le hablaban de Papá Noel sonreían como si les hiciera más ilusión hacerle regalos que a él recibirlos. Si mantenía esa apariencia de ingenuidad, las navidades seguirían siendo lo que habían sido hasta entonces. Quería que fuera siempre así. Que nada cambiara. El silencio era bueno.
2 comentarios:
Como la vida misma. Brillante.
Buf... Las lágrimas se quedan al borde.
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