Abstracción

Leticia cruza el puente envuelta en la caricia de los copos de nieve. Tras ella quedan las agudas siluetas de la catedral y los edificios del casco antiguo de la ciudad, recortadas frente a un firmamento recogido en su propia suciedad. Se pregunta a sí misma mientras mira más allá de las puntas de sus zapatos oscuros de cuero: ¿cuanto tiempo llevas persiguiéndote? En esa cuestión irresuelta, asoma un sutil placer que deriva sin embargo de la angustia. Para ella, encontrarse a sí misma nunca ha sido una ilusión, sino un miedo.

Hay un escarabajo. El insecto avanza por la baranda del puente, aproximándose a un parte desgastada en la que la piedra traza un ángulo peligroso en dirección al río. Coloca una mano sobre la grieta. El insecto no varía su recorrido, sino que cosquillea sobre la mano como si formara parte de la misma estructura del puente. Leticia se pregunta si acaso no existen seres de mayor tamaño controlando su existencia; entes de naturaleza superior que no puede ver o no está preparada para comprender, así como le sucede al escarabajo con el ser humano, y que con un sencillo movimiento de la mano pueden aplastarla o ayudarla a superar un obstáculo. Nunca ha tenido la sensación de decidir por ella: siempre ha actuado en función a las oportunidades del momento, sin tener en mente un objetivo definido. Este modus operandi le ha reportado resultados dispares, pero tiene la sensación de haber salido mucho mejor parada que aquellos que aseguran poseer control sobre su propio destino. Sus mismos paseos nocturnos son producto de una llamada externa, una pauta fisiológica ante la cual no se plantea motivos ni utilidades. Responde a esa llamada igual que bebe cuando tiene sed o come cuando tiene hambre. De pronto asciende desde la cálida profundidad a la que la arrastra el pensamiento, y se encuentra apoyada en la baranda de un puente, con las manos y el rostro endurecidos bajo el frío arañazo de diciembre.

El río fluye bajo los arcos del puente. Su curso es una silenciosa analogía de lo que es su destino: un avance paciente pero constante hacia una única dirección, hacia un ineludible desenlace en el que el movimiento no cesará, sino que se transformará en algo diferente, igual que las aguas del río se vierten en la vasta eternidad del océano. Piensa que la aguarda una atmósfera cuyas leyes escapan de los límites de su propia capacidad de aprehensión. La noche se revuelve ahora en sus entrañas y se siente como un infante que no termina de conciliar el sueño. A pesar de sentirse en una época en la que por fin se considera dueña de sus acciones, en la que finalmente tiene la sensación de hacer cuanto quería hacer, Leticia sigue remordida por miles de inquietudes. Inquietudes que atañen a las amigas, a los compañeros de universidad, a la madre y a las hermanas, a su difunto padre. Más de dos décadas de vida no la han enseñado a pensar como el resto: lo primero que ve en una pecera de cristal, en el tronco de un árbol o en el portal de un edificio, es una sílaba temblorosa que procede directamente de un silbido de la Lástima. Y el aspecto presente en las calles, con sus decoraciones navideñas y sus capas de nieve cayendo de los tejados, no ayuda a cambiar la situación.

Donde quiera que vaya, Leticia no deja de sentirse así. Y sospecha que en algún lugar hay alguien que la escucha, e incluso escribe sobre ella, describiéndola de una forma mucho más nítida que la que logra ella misma en sus pensamientos. Pero con la brumosa ciudad ante sus ojos, no piensa que deba hacer nada. Aguarda a un sonido, una señal, algo. A lo lejos resuena la ronca sirena de un barco. El río sigue fluyendo perezosamente y los destellos iridiscentes de la navidad se desdoblan difusamente sobre él.




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