Todo individuo se debate entre dos sujetos: el que es, y el que desea ser. Conviven en él un conformista y un soñador. El primero se ocupa de lo presente, mientras que el segundo persigue la realización de un mañana que sólo existe en un marco de cálculos, conjeturas y posibilidades. Conforme pasan los años, el sujeto soñador ve cómo su tiempo mengua irremediablemente, con lo que la balanza ilusioria se desequilibra en sentido inverso hasta que el peso de lo irrealizado se traslada al platillo inicial, convirtiéndose en la ilusión de lo que pudo ser y no fue. El individuo concentra entonces su amargura en un universo pretérito que considera pudo ser diferente: sueña con volver atrás, convencido de que una distinta elección de acciones o decisiones le habría premiado con el presente que ahora, viejo y cansado, echa en falta. Visualiza un yo alternativo que goza de los logros que él no alcanzó. Pero ese yo alternativo, aun habiendo realizado los sueños de su yo inicial, seguiría poseyendo un sujeto soñador que lo impulsaría hacia diferentes metas; probablemente, las mismas que su yo original sí consiguió.
Puede decirse que, en algún lugar del mundo, existe un alter ego que codicia en secreto lo que nosotros tenemos, cuando a su vez codiciamos nosotros lo que tiene él. Bajo este indigerible principio de contrapeso y descompensación, nuestra raza ha sobrevivido hasta el día de hoy, enfrascada en una perenne lucha de intereses, un conflicto atemporal en el que cada uno persigue el equilibrio de su balanza, generalmente inconsciente de que dicho equilibrio sólo es posible -en muchas ocasiones- a costa de un desequilibrio ajeno. Al final nos volvemos cenizas, y dejamos en manos de nuestros sucesores una atrofiada herencia para que la guerra desequilibrante se perpetúe, y de paso, no falte nunca un sentido para vivir.
Puede decirse que, en algún lugar del mundo, existe un alter ego que codicia en secreto lo que nosotros tenemos, cuando a su vez codiciamos nosotros lo que tiene él. Bajo este indigerible principio de contrapeso y descompensación, nuestra raza ha sobrevivido hasta el día de hoy, enfrascada en una perenne lucha de intereses, un conflicto atemporal en el que cada uno persigue el equilibrio de su balanza, generalmente inconsciente de que dicho equilibrio sólo es posible -en muchas ocasiones- a costa de un desequilibrio ajeno. Al final nos volvemos cenizas, y dejamos en manos de nuestros sucesores una atrofiada herencia para que la guerra desequilibrante se perpetúe, y de paso, no falte nunca un sentido para vivir.
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