"Supongo que lo descubrí cuando fui al internado. Allí aprendí que el hombre es malo por naturaleza, y que hay que aprender a defenderse. Aprendí que hay que luchar todo el tiempo, sobre todo siendo niño. Estoy hablando de luchar, es decir, darse palizas, lucha física".
Michel Houellebecq
Llega una edad en la que, mansamente, se acepta la idea de la inconsistencia de la felicidad. Mansamente, porque en el fondo no existe otra opción, salvo quizá la de fingir que no la hemos aceptado. Es una rendición espiritual que, al adelantarse por mucho margen a la física, ejercemos de forma prematura. Nunca deja de asombrarme la habilidad con la que la gente niega haber capitulado espiritualmente, y prosigue su camino esperando a la felicidad no ya como estado definitivo y continuo, sino como estado efímero y oscilante: la breve recompensa para la angustia con la que hemos tenido que lidiar. Se busca un laurel de quince minutos de duración.
Muchos creen que conseguirán retener ese laurel en el momento de la expiración, pero esto no suele suceder. La mayoría de los seres humanos mueren con poca dignidad, negándose a retirarse silenciosamente; incapaces, sobre todo, de aceptar la idea de marcharse sin haber dejado huella. De por medio, queda un mosaico de vivencias y sensaciones -a menudo distorsionados por caprichos de la memoria- que no puede legarse a nadie. Suponiendo que ese será nuestro final más probable, lo lógico es preguntarse qué demonios hacemos aquí.
Pero no hay respuesta. Es la única pregunta que no la tiene, porque al igual que sucede con la felicidad, no existe un estado ni una respuesta definitiva, sino una respuesta constante; una revelación que empieza desde este preciso momento y se expande a cada paso, a cada pensamiento, a cada parpadeo. La razón de ser de la existencia no puede comprenderse en sentido unidireccional, sino en sentido absoluto. Se encuentra en la lectura de todo libro, en la escucha de toda canción, en el flujo de toda conversación, en la ira de toda discusión. La "gran respuesta" no se alcanza, sino que se posterga: de algún modo nos acompaña, aunque marche siempre unos metros por delante. Por eso los filósofos han atacado sin piedad a sus inquietudes y preguntas en lugar de encogerse de hombros. El porqué siempre representa un preludio para nuevas capas de información que poco a poco se van separando, revelando tras ellas todo un panal de preguntas que a su vez conducen a panales más anchos. Es abrumador saber que nunca terminarán las preguntas, pero alentador el saber que siempre habrán nuevas respuestas. Se vive para invadir la verdad, no para tantearla.
Y de hecho, esta es una magnífica manera de ocupar el tiempo, de vivir con el cerebro desengrasado. Me irritan las palabras -muy auto-propagandísticas, por cierto- de Houellebecq porque transmiten una pseudofilosofía confusa, alienada, según la cual el hombre debe vivir en posición de guardia, siempre dispuesto a reclamar su espacio vital. Pero lo cierto es que los puños sólo sirven para romper la mesa. Mientras la lucha física deforma la materia, la espiritual la separa parte por parte hasta comprender definitivamente la razón de ser del conjunto. Para todas las cuestiones que atañen tanto a la vida como a la muerte, esa es la única cruzada que vale la pena. La lucha física deja cicatrices y cardenales. La espiritual, arrugas y luces. Un sinfín de luces.
La meditación del filósofo (1632), de Rembrandt Van Rijn. Museo del Louvre, París.
2 comentarios:
Sublime, como siempre. Hacía tiempo que no me pasaba por aquí, y casi no recordaba lo mucho que me gusta leerte. Enhorabuena una vez más.
Saludos!
"La lucha física deja cicatrices y cardenales. La espiritual, arrugas y luces. Un sinfín de luces"
Esta entrada quiero leerla tranquilamente en casa. Tiene para mucho. Para muchísimo.
Por cierto, me quedo con las luces. A pesar de haber roto unas cuantas mesas...
;->
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