Atlántida

Faltaba poco para el amanecer, pero el eco de la multitud y la música se oía aún a lo lejos. Decidimos que no estábamos lo bastante alto, de modo que trepamos un poco más hasta llegar al último vagón, en la misma cúspide de la vieja noria. En aquella densa oscuridad, el cielo no parecía estar más lejos que el suelo.
- ¿Vas a decirme ahora que no estás de acuerdo conmigo? Qué demonios, no te creo. He vivido lo suficiente como para conocerte, chico.
Todo en Andrea era suyo. Suyo del todo. Su manera de articular las palabras, su manera de mirar al infinito. Incluso cómo encendía aquella cerilla. Había dejado de fumar hacía años, pero cuando estaba conmigo se encendía uno detrás de otro.
- Por qué no harás lo mismo con la poesía - musité.
Cuando giraba la cabeza y me miraba así, conseguía dar la impresión de ser la única persona viva sobre la faz de la tierra. Le dije que quería volver a verla acumulando montañas de hojas en su escritorio, levantando un monumento de versos hasta que su perfeccionismo dijera basta.
- La poesía es un desperdicio - contestó, y se inclinó peligrosamente sobre el borde del vagón-. O es que lo soy yo... todas esas cosas que una quiere transmitir son, justamente, las que no terminan plasmadas en el papel. Horas y horas de vida invertidas en hacerlo todo al revés.
Dos horas antes la había visto sentada en un banco de la plaza mayor mientras, a su alrededor, vibraban las luces y llovía vino. Hacía seis meses que no sabía nada de ella, y supongo que tampoco teníamos intención de saber nada del otro. Habría sido más probable encontrarla en Nairobi que allí, pero ya lo ven.
Suelo decir que las cosas fluyen. Que ese control que todo el mundo busca en su vida es una Atlántida, o un Dorado, un Ratoncito Pérez; llámenlo como quieran. Que no es el principio sino el final, ya sea en su vertiente más horrible o más hermosa, el que encuentra su nicho en la memoria. De modo que el por qué de cómo nos escindimos de la música y las matasuegras, cómo hicimos el amor detrás de una camioneta vieja en el aparcamiento, y cómo trepamos por la colina hasta llegar al otrora parque de atracciones más famoso del país para tener una conversación profunda en el punto más alto en cientos de kilómetros a la redonda... no importa mucho. Y de todos modos, jamás lo recordaría.
- No, no estoy de acuerdo - lo dije para contestar una pregunta que ella llevaba años formulándome-. No creo que el mundo sea una pena. No creo que la vida sea triste. Lo siento, chiquitina, pero no voy a beber de ese agua tan nociva que desprendes por los cuatro costados.
- Yo desconfío de cualquiera que no piense así, ¿lo sabías?
Su condenada costumbre de lanzar preguntas retóricas. Esta vez no pude concederle el placer.
- Lo único que sé, Andrea, es que llevas toda la vida diciendo que no concuerdas con nada. Que no encajas con nadie. Que a tu alrededor nunca ves lo que querrías ver. Pero yo siempre te he visto rodeada de gente, derrochando simpatía y acaparando la atención de medio mundo. Hasta las palomas se vuelven para mirate. ¿Dónde está esa soledad que tanto vendes?
Entonces ella dijo algo sobre la superficie y la profundidad, algo como que la carne puede ser tan transparente como hermética, o quizá que hay frutos suculentos por fuera y podridos por dentro. No sé. No entendí nada porque sólo pensaba en hacerle el amor de nuevo y pedirle que se viniera a vivir conmigo y estupideces que me parecen, en resumidas cuentas, más dignas de mi nivel que del suyo. De modo que no dije nada.
- ¿Y aquí? - pregunté, sentándome allí donde estaba-. ¿Conmigo?
Arrojó el cigarro. Puedo imaginar esa perdida luciérnaga surcando un vacío de cuarenta metros hasta deshacerse en mil lenguetazos ardientes en el suelo. Lo mismo que podía imaginar a Andrea sonriendo mientras un cielo vivamente constelado crepitaba a sus espaldas.
- Aquí, sí. Contigo, sí.
Se sentó y apoyó la cabeza sobre mis piernas. El viento cobraba fuerza con el paso de las horas, y nuestra postura no contribuía a la estabilidad del maltrecho vagoncito. La noria entera podía desmoronarse en cualquier momento. Pero, en fin, ella había dicho que allí estaba a gusto.
Los compases de aquella insufrible música surcaban el recinto, por encima del polvoriento carrito de los helados. La brisa corría en espiral por el viejo túnel del terror. Las vigas de la noria desprendían prequeños crujidos metálicos. Aquél cabello se deshacía muy lentamente entre mis dedos. Era como acariciar una de esas nubes de azúcar que comía de pequeño. Sonreí. Claro que sonreí. No se me ocurría un momento más apropiado para estar en desacuerdo con ella.





1 comentario:

nunca contentos dijo...

Fluir. Las cosas fluyen. Para que sigamos con nuestra Atlantida...
Me encanta observar a ese tipo de personas en las que todo es suyo.
Un placer, como de costumbre, leerte.