Su voz, ronca y desdentada, me llegó a través de la ventana.
- ¡Chico! ¿Listo para esa paella o no?
Al abrir la puerta le encontré igual que el primer día que le vi. Las infinitas arrugas de su torso temblaban a cada paso, y bajo las gafas de sol y el sombrero de paja se le dibujaba una sonrisa repleta de oscuros intersticios. Se sentía muy agradecido por la comida de la semana anterior y no cesó de repetirlo.
- La tuya es una familia de señores. Tu padre que va siempre tan elegante, y tu madre que es más simpática... ¿y tú? Tú eres mi primo ya por siempre, chaval.
Cruzamos la urbanización bajo el incisivo mordisco del sol. Los vecinos se giraban para vernos pasar; unos con caras más simpáticas que otros, pero Emiliano tenía la misma respuesta para todos. Doña Ángela, qué morena se está usted poniendo, ¿le han llamado ya los del teléfono? Don Rafael, recuerdos a su madre, que gracias por la tortilla. Niñas, ¿cómo estáis? Abuelo, tápese, por Dios, que se le ven sus partes nobles... al llegar al adosado, abrió la puerta con la llave y nos sentamos en el suelo del salón, aún sin embaldosar. El polvo, el serrín y el eco acompañaban las palabras de Emiliano en aquella estancia extrañamente huérfana de muebles y objetos.
- Ponte cómodo, hombre. Tengo zumo de naranja y también he traído cubiertos. Iba a invitar a los compañeros de la obra, pero el otro día les pillé de mala manera...
Hablaba con los ojos profundamente abiertos; las pupilas achicadas, como si no pudiera ver más allá de medio metro.
- Bajo del segundo piso y les oigo: "el gitano de mierda ese del Emiliano ya se podría pegar una ducha". Pues mierda pa ellos y que les salga un cáncer.
Yo siempre prefería escucharle. El suyo era un discurso frenético, inexorable. Las palabras cabalgaban unas encima de otras y sus temas de conversación seguían una pauta absolutamente impredecible. Podía asociar esa locura verbal con lo que yo sabía de su vida: su liberación en los años 70, cuando se fugó a ritmo de rock con una canadiense; su despertar en los 80, cuando hubo de volver a España y trabajó por primera vez en la obra; su crucifixión en los 90, tras divorciarse con un hijo recién nacido, enfrentarse a toda su familia y cumplir dos años de condena penal por supuesta estafa. A punto de cumplir los sesenta, en plena redención, allí estaba invitándome a una paella en el salón de un adosado a medio construir y hablándome de cómo su madre se salvó de la muerte gracias al ungüento de un curandero y muchas horas de rezos.
- Tú puedes creer que tienes muchas cosas, pero a la hora de la verdad, el Señor es lo único que te queda. ¿Tú crees en el Señor, primo?
No le gustó mi respuesta. Me agarró la muñeca con fuerza. El sudor le cubría la frente. Sus ojos se quedaron quietos, escrutando las líneas de la palma de mi mano; luego miraron fijamente a los míos. Sus pupilas se habían relajado de una manera casi siniestra.
- A ti la vida te tiene reservadas cosas muy buenas, chaval. Yo nunca me equivoco en esto.
Me pidió que le dejara sólo para echarse una siesta allí mismo. No me enteré de su infarto hasta dos días después. Puedo imaginarlo estirándose en el polvoriento suelo mientras observa cómo me alejo, y luego cerrando los ojos para reclamar su pequeño fortín solitario y morir en paz. Quién sabe qué leyó realmente en la palma de mi mano. Quién sabe de qué manera escucharíamos a los demás si supiéramos que están a punto de morir. Todavía hoy me pregunto por qué mis recuerdos de aquella conversación terminan ahí, con sus menguantes pupilas prometiendo que no se equivocaría.
- ¡Chico! ¿Listo para esa paella o no?
Al abrir la puerta le encontré igual que el primer día que le vi. Las infinitas arrugas de su torso temblaban a cada paso, y bajo las gafas de sol y el sombrero de paja se le dibujaba una sonrisa repleta de oscuros intersticios. Se sentía muy agradecido por la comida de la semana anterior y no cesó de repetirlo.
- La tuya es una familia de señores. Tu padre que va siempre tan elegante, y tu madre que es más simpática... ¿y tú? Tú eres mi primo ya por siempre, chaval.
Cruzamos la urbanización bajo el incisivo mordisco del sol. Los vecinos se giraban para vernos pasar; unos con caras más simpáticas que otros, pero Emiliano tenía la misma respuesta para todos. Doña Ángela, qué morena se está usted poniendo, ¿le han llamado ya los del teléfono? Don Rafael, recuerdos a su madre, que gracias por la tortilla. Niñas, ¿cómo estáis? Abuelo, tápese, por Dios, que se le ven sus partes nobles... al llegar al adosado, abrió la puerta con la llave y nos sentamos en el suelo del salón, aún sin embaldosar. El polvo, el serrín y el eco acompañaban las palabras de Emiliano en aquella estancia extrañamente huérfana de muebles y objetos.
- Ponte cómodo, hombre. Tengo zumo de naranja y también he traído cubiertos. Iba a invitar a los compañeros de la obra, pero el otro día les pillé de mala manera...
Hablaba con los ojos profundamente abiertos; las pupilas achicadas, como si no pudiera ver más allá de medio metro.
- Bajo del segundo piso y les oigo: "el gitano de mierda ese del Emiliano ya se podría pegar una ducha". Pues mierda pa ellos y que les salga un cáncer.
Yo siempre prefería escucharle. El suyo era un discurso frenético, inexorable. Las palabras cabalgaban unas encima de otras y sus temas de conversación seguían una pauta absolutamente impredecible. Podía asociar esa locura verbal con lo que yo sabía de su vida: su liberación en los años 70, cuando se fugó a ritmo de rock con una canadiense; su despertar en los 80, cuando hubo de volver a España y trabajó por primera vez en la obra; su crucifixión en los 90, tras divorciarse con un hijo recién nacido, enfrentarse a toda su familia y cumplir dos años de condena penal por supuesta estafa. A punto de cumplir los sesenta, en plena redención, allí estaba invitándome a una paella en el salón de un adosado a medio construir y hablándome de cómo su madre se salvó de la muerte gracias al ungüento de un curandero y muchas horas de rezos.
- Tú puedes creer que tienes muchas cosas, pero a la hora de la verdad, el Señor es lo único que te queda. ¿Tú crees en el Señor, primo?
No le gustó mi respuesta. Me agarró la muñeca con fuerza. El sudor le cubría la frente. Sus ojos se quedaron quietos, escrutando las líneas de la palma de mi mano; luego miraron fijamente a los míos. Sus pupilas se habían relajado de una manera casi siniestra.
- A ti la vida te tiene reservadas cosas muy buenas, chaval. Yo nunca me equivoco en esto.
Me pidió que le dejara sólo para echarse una siesta allí mismo. No me enteré de su infarto hasta dos días después. Puedo imaginarlo estirándose en el polvoriento suelo mientras observa cómo me alejo, y luego cerrando los ojos para reclamar su pequeño fortín solitario y morir en paz. Quién sabe qué leyó realmente en la palma de mi mano. Quién sabe de qué manera escucharíamos a los demás si supiéramos que están a punto de morir. Todavía hoy me pregunto por qué mis recuerdos de aquella conversación terminan ahí, con sus menguantes pupilas prometiendo que no se equivocaría.
El triunfo de la muerte, Peter Brueghel (1562)
2 comentarios:
Grandes personas en la vida, terriblemente efimeras, lo que las hace aún mas misteriosas. Al final son todo sensaciones y recuerdos latentes. Parte de lo que somos.
Gran canción ^^
¿De qué manera escucharíamos a alguien si supiéramos que va a morir?
... Desde ayer, que leí tu texto y no pude escribirte, llevo pensando en esto. ¿Con miedo? ¿Con compasión? ¿Con aplomo? ¿Saliéndonos de lo que en realidad somos? ¿Acaso importa?
Me quedo con el chico que, incluso sin saber que el hombre moriría, tuvo tiempo para escucharle.
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