Puedo regresar a las formas arenosas de las nubes, al llano interminable de Holanda y, ahora sí, respirar en paz y silencio.
Los sueños son para mí una especie de guía. Procuro no tomármelos nunca en serio, pero aun así, hace tiempo que dejaron de ser nada más que imágenes inconexas, porque muchos textos de los que escribo empezaron siendo, precisamente, una de esas imágenes. Pero el hecho de que provengan principalmente de sueños tiene poco que ver. Son imágenes que, en su tesitura (y sobretodo, calma) adecuada, podrían surgir estando bien despierto. Su irrupción significa, para mí, nada más que una base. Esas bizarras visiones, a las que tú ya le has colgado, perspicazmente, el rótulo de ‘Ideas’, son sólo fragmentos de una roca mayor que se yiergue en tu subconsciente. Todos sabemos que da mucho miedo asomarse a él: está oscuro, hay tactos y olores extraños, y voces ante las que uno, a veces, se pasa la vida entera tratando de taparse los oídos.
Pero las esquirlas salieron de ahí, no cabe duda. ¿Porqué dejar que se queden así, aguardando que las barra el viento?
Recógelos. Lámelos si hace falta. Míralos bien por cuanto ángulo se te ocurra, o te parezca interesante. Y cuando estés preparado – por ejemplo… ¡Ya!-, conviértelas, desdibújalas en otra cosa. Para la vida, en verdad, más allá de la mera exploración artística, solemos hacer lo mismo. Un amigo le cuenta a uno cómo llegó a ser traductor; le presenta su ambiente y su camino. Entonces uno pone en marcha su rueda de pensar, y sentencia: ‘yo también quisiera ser traductor’, y pone a cocer toda su carne para lograrlo. Pero ¿fue éste un deseo espontáneo surgido de la simple conversación con un compañero? Lo dudo mucho. Ya le habían caído, puede que ni lo recuerde, pequeñas esquirlas de esas tan brillantes y agradables. Quizá en su infancia, cuando supo por primera vez que existían traductores, y qué era lo que hacían. Y esas esquirlas, evaporadas por muchos años, no hicieron más que cristalizar en boca de su amigo Pancho el Traductor (por ejemplo).
¿Y cómo vino eso de Amsterdam? Pues con otro sueño, o mejor dicho: con más nevadas de esquirlas. Con esa imagen de un paseo por las calles de Amsterdam, con los mejores amigos al lado, y dentro incluso del sueño yo notaba ese escurridizo vapor de la felicidad. Como si algo latiera en las entrañas de esa ciudad, y de ese temblor se despeñara una llamada urgente; un ‘¡por aquí!’. Planifiqué ese viaje durante año y medio, llamando y rellamando a mis amigos hasta su completa extenuación; oficiando de coordinador para un viaje que nunca sería como tal. Finalmente no pudieron o no quisieron ir, y me vi de pronto, dieciséis meses después del sueño, totalmente sólo frente a la puerta de embarque, mirando cientos de aviones perdiéndose en un atardecer sombrío y húmedo. Mientras tanto me preguntaba qué diantres estaba haciendo, y con esa pregunta hirvieron el pánico, la inquietud, el ansia, el arrepentimiento (¿estaré a tiempo de cancelar el pasaje?) y qué sé yo cuántos ingredientes más.
Por sorprendente que sea, esa sensación venía a ser la traslación de un sueño que se cumple. Me sentía así porque, allí, subiendo al avión con ese repentino subidón de adrenalina – totalmente legal, encima – me veía haciendo exactamente lo que deseaba. Sin obstáculos, ni baches, ni tan siquiera intermediarios entre yo y mi destino. A partir de ese momento, nada estaba planeado. Una maleta, una reserva en el hotel y una auténtica inexistencia de perspectivas. Mi plan consistía en no tener ningún plan. Y de esa ilógica, de esa carencia absoluta de orden, se tejió una historia bien coherente y sobretodo, divertida. Sentí estar viviendo, en cinco días, más de lo que había vivido en meses.
Igual que en mi última visita a Barcelona, aunque ésa tuvo a su favor el ser una experiencia compartida. Una experiencia en soledad ya tiene su valor incalculable, pero si esa experiencia abraza a los que te rodean, se multiplica. Se le suman ceros y kilogramos de oro. Reordena y colorea el entorno palmo a palmo.
Pero pasear tú sólo por un pedazo de Tierra que nunca habías pisado tiene también mucho peso. Tanto, que se confunde entre tus arterias y las del mundo; y mientras uno se siente vibrar como una pluma, ese peso se abre en abanico ante ti, hasta que desaparece para mostrarte un paisaje como nunca antes lo habías visto. Lo que son cinco días de menos, se vuelven de algún modo cinco años de más en tu carrera vital, en tu crónica.
¿Y de dónde vino todo?
De un sueño. De un simple y ridículo sueño que su portador se empeñó en materalizar, para seguir soñando despierto. De unas esquirlas de roca que guardé en mi bolsillo, y ahora se han convertido en otra cosa. Por ejemplo, en cinco años de más.
Los sueños son para mí una especie de guía. Procuro no tomármelos nunca en serio, pero aun así, hace tiempo que dejaron de ser nada más que imágenes inconexas, porque muchos textos de los que escribo empezaron siendo, precisamente, una de esas imágenes. Pero el hecho de que provengan principalmente de sueños tiene poco que ver. Son imágenes que, en su tesitura (y sobretodo, calma) adecuada, podrían surgir estando bien despierto. Su irrupción significa, para mí, nada más que una base. Esas bizarras visiones, a las que tú ya le has colgado, perspicazmente, el rótulo de ‘Ideas’, son sólo fragmentos de una roca mayor que se yiergue en tu subconsciente. Todos sabemos que da mucho miedo asomarse a él: está oscuro, hay tactos y olores extraños, y voces ante las que uno, a veces, se pasa la vida entera tratando de taparse los oídos.
Pero las esquirlas salieron de ahí, no cabe duda. ¿Porqué dejar que se queden así, aguardando que las barra el viento?
Recógelos. Lámelos si hace falta. Míralos bien por cuanto ángulo se te ocurra, o te parezca interesante. Y cuando estés preparado – por ejemplo… ¡Ya!-, conviértelas, desdibújalas en otra cosa. Para la vida, en verdad, más allá de la mera exploración artística, solemos hacer lo mismo. Un amigo le cuenta a uno cómo llegó a ser traductor; le presenta su ambiente y su camino. Entonces uno pone en marcha su rueda de pensar, y sentencia: ‘yo también quisiera ser traductor’, y pone a cocer toda su carne para lograrlo. Pero ¿fue éste un deseo espontáneo surgido de la simple conversación con un compañero? Lo dudo mucho. Ya le habían caído, puede que ni lo recuerde, pequeñas esquirlas de esas tan brillantes y agradables. Quizá en su infancia, cuando supo por primera vez que existían traductores, y qué era lo que hacían. Y esas esquirlas, evaporadas por muchos años, no hicieron más que cristalizar en boca de su amigo Pancho el Traductor (por ejemplo).
¿Y cómo vino eso de Amsterdam? Pues con otro sueño, o mejor dicho: con más nevadas de esquirlas. Con esa imagen de un paseo por las calles de Amsterdam, con los mejores amigos al lado, y dentro incluso del sueño yo notaba ese escurridizo vapor de la felicidad. Como si algo latiera en las entrañas de esa ciudad, y de ese temblor se despeñara una llamada urgente; un ‘¡por aquí!’. Planifiqué ese viaje durante año y medio, llamando y rellamando a mis amigos hasta su completa extenuación; oficiando de coordinador para un viaje que nunca sería como tal. Finalmente no pudieron o no quisieron ir, y me vi de pronto, dieciséis meses después del sueño, totalmente sólo frente a la puerta de embarque, mirando cientos de aviones perdiéndose en un atardecer sombrío y húmedo. Mientras tanto me preguntaba qué diantres estaba haciendo, y con esa pregunta hirvieron el pánico, la inquietud, el ansia, el arrepentimiento (¿estaré a tiempo de cancelar el pasaje?) y qué sé yo cuántos ingredientes más.
Por sorprendente que sea, esa sensación venía a ser la traslación de un sueño que se cumple. Me sentía así porque, allí, subiendo al avión con ese repentino subidón de adrenalina – totalmente legal, encima – me veía haciendo exactamente lo que deseaba. Sin obstáculos, ni baches, ni tan siquiera intermediarios entre yo y mi destino. A partir de ese momento, nada estaba planeado. Una maleta, una reserva en el hotel y una auténtica inexistencia de perspectivas. Mi plan consistía en no tener ningún plan. Y de esa ilógica, de esa carencia absoluta de orden, se tejió una historia bien coherente y sobretodo, divertida. Sentí estar viviendo, en cinco días, más de lo que había vivido en meses.
Igual que en mi última visita a Barcelona, aunque ésa tuvo a su favor el ser una experiencia compartida. Una experiencia en soledad ya tiene su valor incalculable, pero si esa experiencia abraza a los que te rodean, se multiplica. Se le suman ceros y kilogramos de oro. Reordena y colorea el entorno palmo a palmo.
Pero pasear tú sólo por un pedazo de Tierra que nunca habías pisado tiene también mucho peso. Tanto, que se confunde entre tus arterias y las del mundo; y mientras uno se siente vibrar como una pluma, ese peso se abre en abanico ante ti, hasta que desaparece para mostrarte un paisaje como nunca antes lo habías visto. Lo que son cinco días de menos, se vuelven de algún modo cinco años de más en tu carrera vital, en tu crónica.
¿Y de dónde vino todo?
De un sueño. De un simple y ridículo sueño que su portador se empeñó en materalizar, para seguir soñando despierto. De unas esquirlas de roca que guardé en mi bolsillo, y ahora se han convertido en otra cosa. Por ejemplo, en cinco años de más.
2 comentarios:
Un sueño materializado en la cadena de tu vida ya tiende mucha mas lírica que cualquiera de los que algunos soñadores podemos escribir ^^. Que gran filosofia de vida, habra que seguir el ejemplo.
ola primo, me he pasado por aqui aunque no he podido leer mucho, pero lo que he leido me ha gustado, a ver si poco a poco voy leyendote mas! bueno ya sabes que te quiero y que nos iremos viendo (menos de lo que me gustaria) un beso
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