Un ave de presa. Era un gran pájaro de rapiña bañado en metal, con el corazón roído de asientos tapizados y olor a combustible. Y yo me dejé deslizar por el cremoso tobogán, ese mismo que había construido un año y medio atrás, cuando aquél sueño apasionante fundó las premisas de lo que sería mi vida de ahí en adelante. Me gustó imaginarme como un roedor al que le ofrecen una intrincada gimkama de obstáculos, sólo que mientras los seres en bata asienten y toman notas a mí sólo me impulsa un trozo de queso , la sensación de haber aterrizado en tierra firme, de haberme ganado el laurel, de haber derrocado un régimen. Al mirar a los demás pasajeros del vuelo VY 7259 con destino a Amsterdam descubrí que yo era el único que iba sólo. Atisbé algún holandés, con sus cabellos relucientes de naranja, su aire frío forjado en el comercio, ese tapón de época dorada que toda cultura trata de preservar, aunque cada generación dé más muestras del poder irrefrenable del deterioro. Algunos regresaban a casa, y otros iban en busca de evasión, placeres y la miríada de tópicos que las vacaciones han adoptado como sello distintivo. No vi ningún tobogán cremoso, ni una sólo gota de pintura como la que se derramaba de mí, que había hecho una incisión en mi surtidor para que el río carmesí comenzara a perder reservas y así pudiera dejarme vacío, sin vuelta de hoja ni vista adelante; tan sólo suspendido en tierra de nadie, entre la vigilia y la recompensa de los sueños, con la misma esperanza de regresar a España que de quedarme en Holanda para siempre.
Ya he hablado del ataque de semipánico en el pasillo de embarque, pero no de lo que sentí al abrocharme el cinturón y echar un vistazo por la ventana. Porque a mi izquierda se había sentado un abrigo negro con una ruborizada holandesa enfundada en él, y no parecía ofrecer demasiada conversación. Sacó su libro de Stefan Zweig que no soltó ni cuando el azafato explicó las instrucciones a seguir en caso de emergencia. Mientras todo el pasaje recrea calladamente la adrenalina de un choque aéreo o una pérdida de presión, a mí se me tuercen todas las glándulas en una fuga incontenible. Si enfilaba la vista al fondo de la pista de despegue, encontraba un manto grisáceo, las gotas de lluvia aún agonizando en el reverso del horizonte, chispeando la espalda del ave de presa; pero también una luz siniestra, una luz que no llevaba su dominio al área del aeropuerto. Era una fuente de luz dispersa, que se entretejía por las rendijas entre nube y nube, que difundía una voz anárquica por el final entramado del cielo. No pude ponerle nombre ni apellidos a aquél estallido lejano, que aún estando a miles de kilómetros ejercía un dominio paisajístico muy superior al que los apagados ángeles de Valencia pueden dar de sí. Pero sí supe, con total certeza, que esa luz me esperaba a mí y sólo a mí. Cuando el avión inicia su caótico despegue, cuando de pronto el caucho rodante se despide del suelo, el cuerpo experimenta una especie de liviandad; sale del agua y respira de pronto la atmósfera de un planeta extraño, recupera las alas de la infancia a través de sus llagas zurcidas. Sentí el avión enfilarse al plúmbeo hogar de los cielos, y mi garganta a la vez quería volver abajo, a tantear el tacto rasposo del arcén, a recoger a mis amigos del suelo y darles un paseo por la infinidad de las nubes. Siempre que vuelo procuro asegurarme una plaza justo al lado de la ventanilla, donde puedo ver el ala torcerse mientras el mundo, ahora extrañamente plano e insignifiante, sigue abajo con sus casas hechas cabeza de hormiga; los coches que antes parecían demasiados, irrespirables, ahora parecen soldaditos de plomo recorriendo un laberinto de cartón, donde se podrían recolocar o amontonar o arrojar por la ventana. No se trata de sentirse poderoso, sino de sentirse ajeno. El mundo ya no está a tus pies: está miles de metros por debajo de tus pies. Uno ya se ha fusionado con las corrientes y caprichos de la atmósfera, se siente danzar con los granitos de arena que el viento transporta desde Marruecos, vuela con el alma más evanescente, más bailarina de ballet que nunca. Y sólo unas austeras paredes de metal te separan de esas dunas de desierto que se forman ahí abajo: se extiende una alfombra nívea, de blanco circular y esquivo; los cumulonimbos ofrecen un nuevo suelo de filamentos de agua, y puedes ver en ellos formas imposibles, que sugieren un prestidigitador haciendo de las suyas en tu cabeza. Yo vi huellas dactilares en remolino, vi la famosa cara humana de Marte, vi olas rompiendo y serpientes devorando a Laocoonte. Y sólo se oía el zumbido todopoderoso, ese estruendo que ruge a ambos lados del avión y te deja el tímpano reducido a un plañido roto. Y pensaba: ‘si todo esto es magia, ¿qué será lo que me espera abajo?’. ¿Qué iba a encontrarme en la lengua viscosa de las Tierras Bajas? ¿Vería más huellas, más olas, más serpientes?
Las vi. Y esta vez no habían ventanas ni corazas que nos separasen. No eran gaseosas, ni inasibles, y tampoco había rugidos de motor: sólo el latido apacible de los canales, los giros de manillar, la caída incesante, pero siempre prudente, de la lluvia holandesa. El choque de los remos en el agua o el susurro de una calada que me alejaba metro a metro de mi hogar, tendiendo unas raíces secretas en la llanura sin fin de Holanda. Era el silencio de una dama pintada por Rembrandt, o el granate de los edificios en fila por la Liedseplein. El canto de las palomas agrupándose junto a los turistas en el Spui Centrum, y una sonrisa inexplicable, incomprendida, observándolo todo desde un banco. Qué hermosa ciudad, y qué hermoso mundo éste para el que ya ni siquiera se necesita una fortuna para recorrerlo y desentrañarlo. No dejes que te cojan por los brazos si quieres saltar al cráter. Fúndete con la lava y deja una hermosa figura de plata para que todos puedan ver las marcas que dejó el misterioso vacío, y que nadie más se atrevió a explorar. Y que todas las estatuas vayan contigo ahora, que tienes una cara más por la que podré conocerte.
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