Empezó con un grano de arena. Nunca antes lo había hecho; alguna voz oportunista le introdujo la idea in situ. En unos grandes almacenes nadie echaría en falta un objeto así. Guardó lo hurtado en un cajón de su habitación. Sólo empezó a preocuparse cuando, pasado un tiempo, advirtió que no era capaz de volver a abrir el cajón; como si temiera que en su interior hubiera incubado una criatura innombrable.
Lo de la casa vino después, y tampoco se trató de algo premeditado. Paseaba de madrugada por las afueras y de pronto la vista se le torció hacia el chalet de dos pisos; arriba, en la ventana más alejada de la carretera, la última luz se apagaba. Unos segundos después se agazapaba por entre los arbustos del jardín exterior; el olor a césped mojado acompañando su furtiva carrera en dirección al ventanal, el chirrido de las cigarras ahogando el extasiado miedo de sus propios pasos. Se sintió una especie de divinidad a través de los pasillos oscuros de un hogar ajeno; experimentó algo parecido al placer absoluto al abrir con cuidado una puerta y contemplar al incauto matrimonio, desnudos los dos sobre la cama.
La tercera noche le quitó la vida a un hombre. Nadie frecuentaba esas calles a tales horas de la madrugada. Aquél tipo se empeñó en molestarla, insultarla, humillarla sin que se pudiera discernir muy bien por qué. Recordó agarrarle por la cabeza y hundirla violentamente contra el bordillo de la acera; imposible recordar lo que sucedió después. Llegaba a la parada de metro, el andén desierto; podía ver una mujer horrorizada descubriendo el cuerpo, las imperiosas voces resonando a través de un coche patrulla tras otro, una marea de inevitabilidad siguiéndola de cerca. Cada vez más cerca. El agente de aduanas miraba la fotografía de su pasaporte; después alzaba la cabeza y la miraba a ella. Volvía a mirar el pasaporte. Volvía a mirarla a ella.
La cuarta noche decidió que había tenido suficientes pesadillas como para atreverse a hacer la llamada y pedir perdón.
Lo de la casa vino después, y tampoco se trató de algo premeditado. Paseaba de madrugada por las afueras y de pronto la vista se le torció hacia el chalet de dos pisos; arriba, en la ventana más alejada de la carretera, la última luz se apagaba. Unos segundos después se agazapaba por entre los arbustos del jardín exterior; el olor a césped mojado acompañando su furtiva carrera en dirección al ventanal, el chirrido de las cigarras ahogando el extasiado miedo de sus propios pasos. Se sintió una especie de divinidad a través de los pasillos oscuros de un hogar ajeno; experimentó algo parecido al placer absoluto al abrir con cuidado una puerta y contemplar al incauto matrimonio, desnudos los dos sobre la cama.
La tercera noche le quitó la vida a un hombre. Nadie frecuentaba esas calles a tales horas de la madrugada. Aquél tipo se empeñó en molestarla, insultarla, humillarla sin que se pudiera discernir muy bien por qué. Recordó agarrarle por la cabeza y hundirla violentamente contra el bordillo de la acera; imposible recordar lo que sucedió después. Llegaba a la parada de metro, el andén desierto; podía ver una mujer horrorizada descubriendo el cuerpo, las imperiosas voces resonando a través de un coche patrulla tras otro, una marea de inevitabilidad siguiéndola de cerca. Cada vez más cerca. El agente de aduanas miraba la fotografía de su pasaporte; después alzaba la cabeza y la miraba a ella. Volvía a mirar el pasaporte. Volvía a mirarla a ella.
La cuarta noche decidió que había tenido suficientes pesadillas como para atreverse a hacer la llamada y pedir perdón.
Tiziano, "Sísifo" (1549). Museo del Prado, Madrid.
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