Un poco de suerte


Mientras se cierra la portezuela enrejada, la voz avinagrada de Juan Francisco recita los resultados de la jornada anterior. Aguirre, dieciocho sacos. Osorio, diecinueve sacos. La nota seca y violenta que desprenden las cadenas del elevador señala el inicio del descenso; en el cubículo comienza la habitual marcha de vibraciones, falsos parones; la creciente oscuridad ensombrece los rostros conforme se adentran en el lento, estrepitoso camino de los setecientos metros hacia abajo. Bolívar, quince sacos -pausa incómoda, tachón de lápiz sobre el cuaderno-. Argüello, dieciocho sacos. Los chirridos, pertinaces como los mordiscos de un roedor, liman la débil luz que ya es lejanía, lejanía desde lo alto. Purificación -y ella baja la mirada-, trece sacos. Los ojos del supervisor, a medio camino entre el marrón sucio del roble y la oscuridad del carbón, lo expresan todo.
- Quiero que cambie el ritmo desde hoy mismito. No podemos permitirnos estos desajustes. ¿O quiere que sus compañeros ganen menos por su culpa? - y tachón de lápiz.
El cubículo se detiene. Tras las rejas, dos débiles lámparas anuncian la antesala de una caverna sin sonido, desoxigenada; el color de una furtiva amenaza.

Los dedos y las uñas reemplazan al pico y la pala. La intuición sustituye a la luz. Los fragmentos de tierra y gravilla se desprenden como continuos riachuelos de serrín. Purificación empieza a notar el agarrotamiento en las extremidades: el espacio del túnel sólo le permite excavar en cuclillas. Pronto mueve la mano hacia el bolsillo, de donde extrae las hojas y se las lleva a la boca. La sensación que despiertan una vez se mastican no es remisión del cansancio, sino un renovado impulso por avanzar, continuar, persistir. Seguir arrancando la tierra pedazo a pedazo, abriendo espacio en una madriguera seca que se ensancha al ritmo de la aguja de las horas, llenar el saco hasta los topes y conducirlo, golpe tras golpe de riñón, hacia la distante luz trémula que señala el camino de los ascensores. Recorrer de nuevo los setecientos metros, esta vez en sentido ascendente, luchar contra la repentina refriega entre sol y retina, descargar el saco sobre el remolque, bajar setecientos metros hacia abajo, masticar más hojas de coca. Doce horas al día, siete días a la semana. Mañana es último de mes y toca distribución por parte de la cooperativa. Algún compañero decía estar contento: hemos sacado mucho trabajo, un poco de suerte y alcanzamos los quinientos pesos.

La luna trasera del camión está cubierta de polvo, pero no lo bastante como para no verme reflejada. No me asusta mi reflejo. Tengo la nariz de mamá, la frente gruesota de papá; los ojos cada vez más cerrados, pero Gustavo siempre hablaba del fondo; que tenían el color del fondo de un cielo sin nubes. No quiso Dios que me casara con Gustavo, quiso que me fuera con Alfredo, y por eso llovió tanto aquél año, y por eso las paredes de Gustavo cedieron cuando él aún estaba dentro. De todos modos, puede que Alfredo tenga su parte de razón cuando dice que Gustavo tenía poco de hombre, que no servía para manejar a una familia. Alfredo ha sabido manejarme tanto que le tengo miedo. Esta noche saldrá de nuevo; no tengo más pesos que darle. Aguantaré los insultos, las amenazas, los golpes en la cara; en estos doce años la cosa no fue a mejor, pero tampoco a peor. Mejor quedarse quieta antes que rechistar. Al menos, después de pegarme se tranquiliza o se marcha. Y así, al menos, se me olvida el miedo que me daba al principio bajar a la mina, cuando me ponía a rezar en voz alta cada vez que oía ruidos fuera de lo normal. Le prometí a Juan que sacaría al menos quince sacos por día, quince sacos, hoy al menos pude dormir cinco horas, no tengo miedo.


"Mamá", le llama el niño mientras espanta a las moscas con la mano. ¿Sí, Carlitos? "Que los zapatos se rompieron". Ya lo sé, Carlos. Ande y corra a sentarse, no sea que se quede sin asiento; mire que el conductor no espera a nadie. "Pero se rompieron por atrás también". Se rompieron por atrás pero hay que esperar otro mes; esta vez le toca a Laura. "Mamá", le llama Laura, que balancea unos pies totalmente ennegrecidos por encima del asiento. ¿Sí, Laurita? "¿Cómo es que Papá gana menos que tú?" Mira, Laurita, porque las cosas son así; no apoyes los pies ahí, pórtate bien como tu hermano Tomás, fíjate qué calladito que está. "Mamá", le llama el otro niño, que ha pasado todo el trayecto mirando el paisaje a través de la ventana. "¿De qué pueblo son esas casa de allá?". De Camargo, hijo. "¿Es un pueblo muy grande, como Potosí?" No hay pueblos más grandes que Potosí, Tomás. "Mamá", inquiere ahora Carlitos, señalando una página de periódico que, por obra de la humedad, el sol y los cientos de pies que recorren el pasillo del autobús cada día, ha quedado fijada contra el suelo. "¿Qué pone ahí?" Mira, Carlitos, pues hablan de una nueva zapatería que van a abrir en Potosí. "¿Y dice algo de zapaterías en Tusquina?". Laurita se pone de cuclillas en el asiento: "Carlos, que mamá no sabe leer, no seas tan engorroso". Carlos intenta arrancar el trozo de periódico del suelo hasta que la madre le pega en la mano. "¿Qué les dije? No cojan lo que no es suyo". Pero el papel ya ha sido lo suficientemente desprendido del suelo como para volar por su cuenta hasta la parte trasera del autobús, a los pies de Braulio, que escapa por un momento de sus silenciosas lamentaciones por culpa de la edad y el cansancio y entorna los ojos hasta que consigue dar forma a las letras negras de imprenta: "La Paz ultima los preparativos para la fiesta nacional del 6 de Agosto". Y entorna un poco más para la tipografía reducida del sub-encabezado: "El presidente Morales: 'hoy, más que nunca, es día para sentirse orgulloso de ser boliviano".

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