Veo una mujer que se separa del grupo para acercarse a mí y descubrir un rostro familiar al quitarse las gafas de sol. "Yo a ti te conozco, ¿verdad?". La ubico finalmente en mi memoria: trabajó en la oficina durante el pasado verano. Me cuenta que han venido todos los que han podido. Ya con el cigarro en la boca, no puede contener la curiosidad. "¿Y cómo ha sido lo de este chico?".
La entrada se viste de traje oscuro. El padre, apoyado en una muleta, tiene la mirada desamparada; todo cuanto se mueve a su alrededor parece presentarse en forma de neblina para él. La madre, desconsolada, no puede dar un sólo paso si no es con la ayuda del joven que la toma de la mano. En él creo distinguir cierto porte, cierta familiaridad en la forma de andar. "Ese es su hermano", dice Quique, a mi lado. Besamos a la madre, que entre murmullos y sollozos encuentra la forma de agradecer que hayamos venido. Quique aprieta los labios y da vueltas nerviosas alrededor nuestro: no soporta lo que ve. Faltan cinco minutos para que llegue el coche.
El grupo avanza hacia su ineludible para final, mientras las largas hileras de nichos bañadas por el sol de mediodía van quedando atrás. Entre la devastadora aglomeración de almas me parece intuir una falsa revelación, un ovillo que se deshilacha a pesar de la impotencia comunicativa de los presentes. La lección del absurdo de la vida, quizá: aquello que uno no es capaz de aceptar, explicar o siquiera comprender debe servir finalmente para algo, aunque a veces el sentido y el por qué se subyugue al lento poder del tiempo. Quique a un lado, Jorge al otro, y entre los pesados andares que desentrañan el laberinto de tumbas advierto que los míos son los más fuertes. Soy de los pocos que no lloran. Pienso si esto se debe a la dignidad, al aplomo o a alguna suerte de inmunidad. El sol nos envuelve con sencillez y los pájaros rocían el paisaje con su sempiterna, inconsciente melodía. El féretro sale del coche, sube a la plataforma, se eleva hasta la cuarta hilera, araña la piedra hasta hundirse en la profunda oscuridad del nicho; y de pronto, cuando todo ha terminado, cuando el hoyo está cubierto de cemento y los presentes comienzan a abandonar el lugar, me doy cuenta de lo que realmente ha sucedido. No habrá más de aquello, ni más de lo otro. No volveremos a nada. No hay punto ni final, sino interrupción. Un brazo anónimo me rodea la espalda, y eso es precisamente lo que me hace comprender la desesperada complicidad que nace de la tragedia, lo que me infunde un valor que siempre había estado ahí, pero que sólo esa mano desconocida me devuelve al oprimirme las carnes de mi vientre. Las figuras de Germán y Picó se adelantan para colocarse frente al nicho. Veo algo furioso y al mismo tiempo indescifrable en los ojos de Germán, como si esperara una ocasión para pedir cuentas, como si la desaparición de su amigo supusiera la firme cláusula que establece el valor de la tierra que pisamos. Permanece erguido, inmóvil, con la cabeza alzada y las manos hundidas en los bolsillos. A su alrededor todo comienza a evaporarse.
He visto a Laura colocando la rosa blanca sin temblar, afrontando la situación con una entereza que nos sobrepasaba a todos, sonriendo, animando. Al reconocerme, se aproxima a mí y me abraza como si fuera su hermano. "Al fin te conozco. Me hablaba mucho de ti, sabes. Y muy bien. Te habías convertido en alguien muy importante. Creo que, en esta última etapa suya, nadie ha llegado a conocerle tanto como tú". Percibo el fuerte aroma a vino que escapa de sus labios y me pregunto si esa entereza y esa calidez en la mirada no esconderán un horizonte de locura. Este es, de todos modos, un día en el que se añoran las respuestas. Nadie sabría explicar por qué sus cinco mejores amigos se reunieron después en el bar para compartir anécdotas, beber cerveza, vivir el momento como a él le hubiera gustado que fuera: no como una despedida, sino como la continuación de una historia en la que sigue siendo el protagonista a pesar de permanecer fuera de la pantalla. Nadie sabe cómo podría surgir, de entre un vínculo común con un solo individuo, una red de vínculos entre otros cinco; convirtiendo una defunción en un juramento de lealtad eterna. No sé por qué Germán le guiñó el ojo a Quique, que a su vez abrazó a Jorge, que a su vez sonrió a Picó; o por qué Laura, tras recibir la caricia de Picó, me dedicó una callada sonrisa con la mirada repleta de sinceridad y esperanza, al tiempo que alzábamos las botellas y la chocábamos con una sexta, expósita y aislada en el centro de la mesa. "Dentro de un año, el mismo día, todos aquí" dirá Laura. Y nadie sabrá por qué, excepto él.
La entrada se viste de traje oscuro. El padre, apoyado en una muleta, tiene la mirada desamparada; todo cuanto se mueve a su alrededor parece presentarse en forma de neblina para él. La madre, desconsolada, no puede dar un sólo paso si no es con la ayuda del joven que la toma de la mano. En él creo distinguir cierto porte, cierta familiaridad en la forma de andar. "Ese es su hermano", dice Quique, a mi lado. Besamos a la madre, que entre murmullos y sollozos encuentra la forma de agradecer que hayamos venido. Quique aprieta los labios y da vueltas nerviosas alrededor nuestro: no soporta lo que ve. Faltan cinco minutos para que llegue el coche.
El grupo avanza hacia su ineludible para final, mientras las largas hileras de nichos bañadas por el sol de mediodía van quedando atrás. Entre la devastadora aglomeración de almas me parece intuir una falsa revelación, un ovillo que se deshilacha a pesar de la impotencia comunicativa de los presentes. La lección del absurdo de la vida, quizá: aquello que uno no es capaz de aceptar, explicar o siquiera comprender debe servir finalmente para algo, aunque a veces el sentido y el por qué se subyugue al lento poder del tiempo. Quique a un lado, Jorge al otro, y entre los pesados andares que desentrañan el laberinto de tumbas advierto que los míos son los más fuertes. Soy de los pocos que no lloran. Pienso si esto se debe a la dignidad, al aplomo o a alguna suerte de inmunidad. El sol nos envuelve con sencillez y los pájaros rocían el paisaje con su sempiterna, inconsciente melodía. El féretro sale del coche, sube a la plataforma, se eleva hasta la cuarta hilera, araña la piedra hasta hundirse en la profunda oscuridad del nicho; y de pronto, cuando todo ha terminado, cuando el hoyo está cubierto de cemento y los presentes comienzan a abandonar el lugar, me doy cuenta de lo que realmente ha sucedido. No habrá más de aquello, ni más de lo otro. No volveremos a nada. No hay punto ni final, sino interrupción. Un brazo anónimo me rodea la espalda, y eso es precisamente lo que me hace comprender la desesperada complicidad que nace de la tragedia, lo que me infunde un valor que siempre había estado ahí, pero que sólo esa mano desconocida me devuelve al oprimirme las carnes de mi vientre. Las figuras de Germán y Picó se adelantan para colocarse frente al nicho. Veo algo furioso y al mismo tiempo indescifrable en los ojos de Germán, como si esperara una ocasión para pedir cuentas, como si la desaparición de su amigo supusiera la firme cláusula que establece el valor de la tierra que pisamos. Permanece erguido, inmóvil, con la cabeza alzada y las manos hundidas en los bolsillos. A su alrededor todo comienza a evaporarse.
He visto a Laura colocando la rosa blanca sin temblar, afrontando la situación con una entereza que nos sobrepasaba a todos, sonriendo, animando. Al reconocerme, se aproxima a mí y me abraza como si fuera su hermano. "Al fin te conozco. Me hablaba mucho de ti, sabes. Y muy bien. Te habías convertido en alguien muy importante. Creo que, en esta última etapa suya, nadie ha llegado a conocerle tanto como tú". Percibo el fuerte aroma a vino que escapa de sus labios y me pregunto si esa entereza y esa calidez en la mirada no esconderán un horizonte de locura. Este es, de todos modos, un día en el que se añoran las respuestas. Nadie sabría explicar por qué sus cinco mejores amigos se reunieron después en el bar para compartir anécdotas, beber cerveza, vivir el momento como a él le hubiera gustado que fuera: no como una despedida, sino como la continuación de una historia en la que sigue siendo el protagonista a pesar de permanecer fuera de la pantalla. Nadie sabe cómo podría surgir, de entre un vínculo común con un solo individuo, una red de vínculos entre otros cinco; convirtiendo una defunción en un juramento de lealtad eterna. No sé por qué Germán le guiñó el ojo a Quique, que a su vez abrazó a Jorge, que a su vez sonrió a Picó; o por qué Laura, tras recibir la caricia de Picó, me dedicó una callada sonrisa con la mirada repleta de sinceridad y esperanza, al tiempo que alzábamos las botellas y la chocábamos con una sexta, expósita y aislada en el centro de la mesa. "Dentro de un año, el mismo día, todos aquí" dirá Laura. Y nadie sabrá por qué, excepto él.
A Raúl
1 comentario:
A veces los más débiles somos los que nunca lloramos. ¿Recuersas aquella frase de Dostoyevski?
Ésta vez no voy a medir le nivel de tu prosa.. solo voy a decirte
lo que ya te he dicho varias veces éstos días, y que la vida es así tal cual y la muerte es uno de esos detalles que forman parte de ella, sin más.
Pero estoy contigo.
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