Cortando rosas

No hay con qué medir el tiempo, ni suelo en el que apoyarse o techo al que desear subir. Escribir sobre ti es el delirio de una paradoja. El residuo de la incomprensión aplaca las demás pasiones y las reduce a parásitos, a meros trazos de superficie. Todo ha sido como estirar el brazo y desenmascarar la realidad, como arrancarle el traje a una especie prohibida y hundir así los ojos en la más insondable negrura... y al fondo de este mar de brea, dicen, se encuentra la sabiduría. ¿Pero qué clase de mundo es este en el que hay que aguardar la llegada del vacío para iluminarse?

Caminamos sobre una paradoja, donde las ruedas de automóvil y los relojes de oro quedan a dos pulgadas por encima de nuestras cabezas, y la esencia misma del sentimiento y el saber, a cuatro metros bajo las rodillas. Me doy cuenta de ello ahora, mirando con detenimiento las líneas de tu rostro, el cedro de tu mentón, el horizonte en una mirada que ahora descansa bajo tierra. ¿Qué hubiera pasado si...? No, las cosas no hubieran cambiado aunque la dama de la guadaña te hubiera comunicado su decisión en ese mismo instante. Los astros giraron a tu alrededor y los hombres avanzaron, impertérritos, ensimismados en sus quehaceres diarios, mientras tú te aproximabas a la ventana. Quique te esperaba a las nueve en la Plaza de la Reina, como estaba acordado. Yo escribía un texto dedicado a tu particular forma de agrandarme la vida, como estaba acordado. Jorge recordaba los gráciles tragos de cerveza en tu compañía. Tú y tu salón fuisteis lo único que escapó de lo preestablecido, y en tu caída libre los estratos de la Verdad fueron deshaciéndose golpe a golpe, metro a metro, piso catorce (recuerdas tu primer beso con Nuria), piso once (y una noche mágica de amor puro en el 2007), piso ocho (si es niña la llamaremos Andrea, y si es niño, Eloy), piso cinco (¿y mis amigos, mis leyendas, padre, madre?). Y al llegar al suelo, al estallar la barrera del cuerpo y exhudar el alma, descubres al fin la pregunta que siempre te habías hecho: le arrancas (ahora sí) las vísceras al mundo y lo abandonas con una atronadora, mayestática, orgullosa carcajada. Y del peso de tu recuerdo, del llanto de tu memoria encogida en un puño apretado, nos honras a todos con el último corte de navaja: tu legado es una inyección de fuerza, un terremoto de pureza, un desmayo en el que la inocencia pierde su nombre en favor de la revelación. Lo tierno se vuelve recio y desalmado como un trozo de piedra anclado en el mar. El musgo abandona su reinado. Tu muerte deja un rastro somnoliento que se apodera de todos nosotros para insuflarnos los pulmones, para agigantarnos el corazón, para mostrarnos la senda que nos hará más fuertes de una vez por todas.

No sé si Dios se acordará de tu nombre. Aquí abajo seguimos cortando rosas, vaciando vasos por ti. Tus iniciales ya no suenan como el tecleo de una máquina de escribir, sino como un lengüetazo que arrastra todos los sabores nominables. Dejas de ser uno más para aparecer en todas partes. Tu ceniza cubre la faz entera de la Tierra y te expandes con la voracidad del universo. Algún día nos reuniremos contigo. No quisiste dejar una última estampa sin sonreir, sin asomar los dientes; y es que nadie sabe ya cómo podrías mirarnos a los ojos si no es de esa manera.



Gaston Bussière, La Révélation. Museo Thomas-Henry

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