La atraviesa un corpóreo estruendo de hormigón. En su postura horizontal, deja fluir un sobresalto que recuerda a la súplica de los desamparados. Lánguido, sacramental, el gemido decae en un arpegio que retrocede de la laringe al vientre. Algo despierta entre la maleza aterciopelada que ahora forman las sábanas: un puño se aferra al ángulo del camastro, como el de quien está a punto de caer por la borda; pero la agitada marea del Pacífico no espera debajo, sino encima. La húmeda y ovoide profundidad de unos labios abiertos se cierne sobre su hombro, donde la carne abandona la atmósfera para sumergirse en una burbuja salivada y termal. La melodía olvida su estribillo, se libera de su estructura y se desquebraja en una atolondrada fanfarria en la que saltan las cuerdas y vuelan los arcos de los violines. La medida racional del tiempo y del espacio queda subyugada al poder de una comunión que, por fanática y dopamínica, desgaja la percepción de la materia y domina el sentido secuencial: el instante se distorsiona y no parece acabar nunca. Y cuando la espuma rompe finalmente contra la presa, abriendo una fuga de agua gélida, los dos amantes se dejan caer en el vacío de su propio abatimiento y respiran hondo, sintiendo cómo el eco de esa vibrante corchea huye del calor de sus cuerpos y se confunde entre la humana atmósfera de la habitación.
René Magritte, Les Amants (1928 -National Gallery of Australia).
2 comentarios:
Increible.
Elegante Atmósfera Sexual.
Y salvo esto, me he quedado sin palabras.
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